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Nota de la autora
Todo empezó leyendo a Juana de Asbaje, sor Juana Inés de la Cruz. En el principio de este libro estuvo ella. Imaginé el patio de juegos de su infancia (con los hijos de quienes trabajaban en la hacienda y en la domesticidad de los Ramírez, indios, negros, mestizos, mulatos), intenté visualizar la Ciudad de México como ella la vio por primera vez, una niña posiblemente ya acompañada de su esclava mulata Juana —también niña—, las calles que debieron parecerle populosas en las que los afromexicanos eran la mayoría, los más empleados domésticos, o artesanos. Es probable que le hubieran provocado asombro las ropas de los negros o mulatos que a su vez vestían los palacios —la vida en la hacienda no era propicia a los lujos de la rica ciudad colonial—.
Me picó la curiosidad. Me intrigaron los dos escenarios, el patio de juegos y la ciudad que vio la niña llamada Juana. El apetito de exploración, búsqueda, cacería, pesca, empezó. Comencé a buscar ahí. Tiré el anzuelo,algo a ciegas, sin conocer las aguas, con el deseo de entender. Comencé el ejercicio literario que me ha llevado a escribir novelas de piratas en el Caribe del siglo XVII, de la batalla de Lepanto, de una pintora de la corte de Felipe II, y otras. Buscaba, quería entender cómo había sido ese México, rastrear su significado y valor social entonces y su huella en el presente. Tuve el deseo de escribir una novela con una protagonista recién llegada del Congo, o hija de un cafre o una guineana, que ella (o él) recordara el viaje trasatlántico, que se instalara en la Ciudad de México. Terminé escribiendo el pasaje de una novela contenida adentro de otra (El complot de los románticos, la publiqué en 2009, en Siruela). Ella, mi personaje, una africana formidable, es una fatimita que se entrevista con Juana de Asbaje, a la que llevé —en la ficción, donde todo puede cumplirse— a conocer el mar.
Mientras sostenía el anzuelo mencionado, escribí estas páginas, con intervalos, en un periodo de ocho años. El pretexto específico fueron cuatro invitaciones de diferente naturaleza (de Marisa Belausteguigoitia al PUEG de la UNAM, de Verónica Salles-Reese a dictar una conferencia en el III Simposio Internacional Interdisciplinario de Estudios Coloniales de las Américas en Quito [CASO], de la Casa de América en Madrid, la cuarta del periódico El Universal a colaborar en sus páginas culturales). No respeto el orden cronológico en que fueron escritos.
Dejé de lado lo que damos por sabido —que el peso de las raíces indias no permite más memorias, que la fuerte relación con el mundo ibérico arrincona al África blanca y negra, que el orgullo del mestizaje no acepta parcelaciones— para ensayar ciertas preguntas relacionadas con aquella visión del patio de infancia de Juana y de la ciudad que vio desde el carro que la trajo de Nepantla: ¿por qué hemos prácticamente borrado de nuestra memoria nacional la existencia de la herencia afromexicana, su paso por el pasado, su huella en el presente?
Los textos son de tono distinto y abordan temas y épocas diferentes. En «El negrito blanqueado» tomo a un personaje supuestamente colonial, habitante de almanaques (o calendarios) del siglo XIX, intentando comprender el deseo de resucitarlo y eliminarlo. En «La goma de borrar» de Bernal Díaz del Castillo, cuestiono la ausencia del cronista con la perspectiva africana de la conquista, y el pentimento. En «Raza blanquita» cuento un mal trago de mi temprana juventud, e intento explicar una violencia soterrada, misógina y racista, que tiene los cables cruzados y cuyo cortocircuito parecía inminente.
La reivindicación del componente negro en otras latitudes fue clave en las luchas por los derechos ciudadanos y el enriquecimiento (si no la revolución) de las artes. No es sobrevalorar el impulso que el mundo afroamericano entregó al mundo. Nosotros nos quedamos al margen, importándolo sin hacerlo también resonar como también nuestro. ¿Que son parte de un pasado muy remoto? Para quitarle peso a esta pregunta, añadí una pieza corta, tomada de mis colaboraciones en el periódico, más recientes que los tres ensayos presentados. Hablo ahí de cuando este país acunó para los afroamericanos el sueño del continente, el «Sueño mexicano».
El negrito blanqueado
EN 1982, EDUARDO MATOS MOCTEZUMA, arqueólogo responsable del Proyecto del Templo Mayor, publicó El Negrito Poeta mexicano y el dominicano, estudio en el que rastrea vida y obra de dos poetas populares afrolatinos, y recopilación de las improvisaciones poéticas que la memoria colectiva les atribuyó.
Matos Moctezuma ordena cronológicamente las apariciones de los dos Negritos Poetas. Empieza por el mexicano.
Glosa las diferentes versiones que dan las fuentes: que si el Negrito Poeta vivió en el siglo XVII, que si en el XVIII, que si entre los dos siglos (o durante los dos siglos), que si con tales o cuales virreyes. No se detiene en enumerarlas: también señala imprecisiones, sinsentidos o contradicciones, y acota cuándo el Negrito fue considerado pura invención, cuándo pasó por ser cierto, y cuándo regresó a ser pamplina. Apariciones es la palabra que le va: como a un ser de otra naturaleza, se cree o no en su existencia, se alega cronología precisa, se le atribuyen actos.
Para el «otro» poeta improvisador, el dominicano Meso Mónica, Matos Moctezuma se apega a una sola fuente, Poesía popular dominicana, de Emilio Rodríguez Demorizi.
Rodríguez Demorizi reporta que algunos creen que los dos Negritos Poetas —el dominicano y el mexicano— son un solo ser («la fantasía los convierta en un solo personaje»), y revela que algunos de los poemas atribuidos a ambos son de otros autores: seis tomados más o menos libremente de Quevedo, tres de poetas chilenos. Sólo encontré uno idéntico a un Quevedo, los demás son variaciones más o menos tímidas, transformados ya en poemas populares, en la memoria de todos —la memoria colectiva los mexicafricanizó, una conquista al reverso, una apropiación—.
Concluye Matos Moctezuma: