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AA. VV. - El sexo que habla (I)

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AA. VV. El sexo que habla (I)
  • Libro:
    El sexo que habla (I)
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1990
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La revista Nosferatu nace en octubre de 1989 en San Sebastián Donostia Kultura - photo 1

La revista Nosferatu nace en octubre de 1989 en San Sebastián. Donostia Kultura (Patronato Municipal de Cultura) comienza a organizar en 1988 unos ciclos de cine en el Teatro Principal de la ciudad, y decide publicar con cada uno de ellos una revista monográfica que complete la programación cinematográfica. Dicha revista aún no tenía nombre, pero los ciclos, una vez adquirieron una periodicidad fija, comenzaron a agruparse bajo la denominación de “Programación Nosferatu”, sin duda debido a que la primera retrospectiva estuvo dedicada al Expresionismo alemán. El primer número de Nosferatu sale a la calle en octubre de 1989: “Alfred Hitchcock en Inglaterra”. Comienzan a aparecer tres números cada año, siempre acompañando los ciclos correspondientes, lo que hizo que también cambiara la periodicidad a veces. En junio de 2007 se publica el último número de Nosferatu, dedicado al Nuevo Cine Coreano. En ese momento la revista desaparece y se transforma en una colección de libros con el mismo espíritu de ensayos colectivos de cine, pero cambiando el formato. Actualmente la periodicidad de estos libros es anual.

AA VV El sexo que habla I Nosferatu - 2 ePub r10 Titivillus 210817 - photo 2

AA. VV.

El sexo que habla (I)

Nosferatu - 2

ePub r1.0

Titivillus 21.08.17

Título original: El sexo que habla (I)

AA. VV., 1990

Traducción: Eloi Egibar & Bego Montorio & Beñat Unanue & Jon Unanue & Joseba Urcelai

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

NOSFERATU Director Miguel Sagüés Coordinador Manu Narváez Equipo de - photo 3

NOSFERATU Director Miguel Sagüés Coordinador Manu Narváez Equipo de - photo 4

NOSFERATU. Director: Miguel Sagüés. Coordinador: Manu Narváez. Equipo de redacción: Jesús Angulo, José Aparicio, Román Gubern, Carlos Muñoz, Txema Muñoz, Pello Murgiondo, Xavier Puig, José Luis Rebordinos, Yolanda Ruiz de Larramendi, Sara Torres.

Y la luz se hizo sexo Román GUBERN Aunque los hermanos Lumière - photo 5

Y la luz se hizo sexo [Román GUBERN]

Aunque los hermanos Lumière inventaron el cine como un aparato científico para - photo 6

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Aunque los hermanos Lumière inventaron el cine como un aparato científico para registrar documentalmente con imágenes fotográficas móviles el entorno visual humano, muy pronto las cámaras de cine descubrieron una secreta e inconfesada vocación que les había pasado por alto a sus severos inventores: su vocación voyeurística. Después de Lacan se ha convertido casi en una banalidad hablar de la pulsión escópica del hombre, pero esta pulsión mirona todavía informulada estaba inscrita en el propio diseño y tecnología de la cámara tomavistas, ojo voraz e inquisitivo cuyo destino natural sería el de atisbar o espiar vidas ajenas y, con mucha frecuencia, sin que tuvieran conocimiento de ello los sujetos observados por el objetivo indiscreto. Podemos postular sin exageración, por tanto, que el voyeurismo es congénito al sistema escópico del cine. Esto resultó tan obvio, que por lo menos desde 1900 aparecieron en Europa y Estados Unidos una nutrida serie de películas, que hoy denominaríamos films-voyeurs, en las que se mostraba aquello que podía verse a través de un agujero de cerradura, convenientemente silueteada en negro en el encuadre. El tema del mirón erótico se halla así en films expresivamente titulados Through the Keyhole in the Door (Biograph, 1900), L’amour à tous les étages (1902), un film de Lucien Nonguet para Pathé, Peeping Tom in the Dressing Room (Biograph, 1905), He Went into de Wrong Bath House (Biograph, 1905), o Inquisitive Booths (1905), film británico de Cecil Hepworth. Tal vez sin pretenderlo, el barroco Josef von Sternberg rendiría un homenaje a estas invitaciones escópicas al mostrar, en su delirante Capricho Imperial (Scarlet Empress, 1934), al enfermizo duque Pedro perforando enfebrecido los ojos de las figuras del palacio para espiar a su esposa, la deslumbrante Catalina de Rusia, encarnada por Marlene Dietrich.

Es interesante constatar que estos inocentes films-voyeurs de principios de siglo no mostraban lo que se vería en realidad a través de una cerradura, sino lo que la moral pública de la época permitía que se viera en un espectáculo público. De este modo, la censura institucional (escrita o no escrita, poco importa) era interiorizada por los productores de las cintas en forma de autocensura y se abstenían de presentar aquello que podría verse a través de la cerradura pero que no permitía ser espectacularizado (como un desnudo completo o una pareja fornicando). Esta contradicción entre representación y realidad fue probablemente asumida sin violencia, ya que era la que gobernaba también los espectáculos vivos del teatro, del cabaret o de las varietés de la época. La conexión entre los códigos morales y estéticos del cine y los de estos espectáculos vivos era tan evidente, que se delató con las numerosas versiones cinematográficas de Le coucher de la mariée, con un pudibundo y limitado strip-tease de la recién casada en su alcoba, similar a los que se exhibían en los escenarios frívolos de la época (existen desde fecha tan temprana como 1896 versiones de este tema, realizadas por Pirou, Méliès, Zecca, etc.).

En estas peliculitas el público veía preferentemente a actrices quitándose - photo 8En estas peliculitas, el público veía preferentemente a actrices quitándose algunas prendas, pero muy raramente a actores interactuando eróticamente entre sí mediante el contacto físico. Tal interacción había sido inaugurada con la brevísima cinta titulada El beso (The May Irvin-John C. Rice Kiss, 1896), que provocó un escándalo muy bien documentado en las hemerotecas. En realidad, esta película reproducía en primer plano una escena que procedía de la comedia teatral “The Widow Jones”, que se representaba con éxito en Nueva York sin producir escándalo alguno. Hoy podemos entender que el escándalo de aquel público finisecular fue, en realidad, un escándalo óptico, pues desde su butaca en el teatro los rostros de los actores besándose generaban una imagen de minúsculo ángulo y tamaño retinal, mientras que desde la misma butaca en la sala de cine, a la misma distancia física del escenario, sus rostros besándose se habían convertido en monstruosamente gigantescos, gracias al primer plano. Es interesante constatar que esta incipiente apertura al erotismo oral es contemporánea de la primera versión francesa de Le coucher de la mariée, señalando uno de los más firmes vectores del cine del futuro. Y resulta revelador descubrir cuán tempranamente se inventó la iconografía más común de lo que se llamaría más tarde happy end.

Pero tampoco John C. Rice tocaba los pechos o metía la mano en la entrepierna de May Irvin. En la vida real pudo haber sido así, pero no en una representación pública del negocio teatral en el Nueva York finisecular. Estas restricciones censoras explican, con toda lógica, el pronto nacimiento de un cine paralelo y clandestino, diversificado desde 1896 del cine oficial y público, a saber, el cine pornográfico

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