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Leonardo Padura - El hombre que amaba a los perros

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El hombre que amaba a los perros: resumen, descripción y anotación

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El hombre que amaba a los perros Leonardo Padura Editorial Tusquets Treinta - photo 1

El hombre que amaba a los perros

Leonardo Padura

Editorial Tusquets

Treinta años después, todavía, para Lucía

Esto sucedió cuando solo los muertos sonreían alegres por haber hallado al fin su reposo...

Anna Ajmátova, Réquiem

La vida [...] es más ancha que la historia.

Gregorio Marañón, Historia de un resentimiento

Londres, 22 de agosto, 1940 (TASS).— La radio londinense ha comunicado hoy: «En un hospital de la Ciudad de México, murió León Trotski de resultas de una fractura de cráneo producida en un atentado perpetrado el día anterior por una persona de su entorno más inmediato».

Leandro Sánchez Salazar: ¿Él no estaba desconfiado?

Detenido: No.

L.S.S.: ¿No pensó que era un indefenso anciano y que usted estaba obrando con toda cobardía?

D.: Yo no pensaba nada.

L.S.S.: De donde él alimentaba a los conejos se fueron caminando, ¿de qué hablaban?

D.: No me acuerdo de si iba hablando o no.

L.S.S: ¿El no vio cuando tomaste el piolet?

D.: No.

L.S.S: Inmediatamente después de que le asestaste el golpe, ¿qué hizo este señor?

D.: Saltó como si se hubiera vuelto loco, dio un grito como de loco, el sonido de su grito es una cosa que recordaré toda la vida. L.S.S: Di cómo hizo, a ver.

D.: ¡A...a...a...ah...! Pero muy fuerte.

(Del interrogatorio al que el coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe del servicio secreto de la policía de México D.R, sometió a Jacques Mornard Vandendreschs, o Frank Jacson, presunto victimario de León Trotski, la noche del viernes 23 y la madrugada del sábado 24 de agosto de 1940.)

PRIMERA PARTE
Capítulo 1

La Habana, 2004

—Descansa en paz —fueron las últimas palabras del pastor.

Si alguna vez esa frase gastada, tan impúdicamente teatral en la boca de aquel personaje, había tenido algún sentido fue en ese preciso instante, mientras los sepultureros, con despreocupada habilidad, bajaban hacia la fosa abierta el ataúd de Ana. La certeza de que la vida puede ser el peor infierno, y de que con aquel descenso se esfumaban para siempre todos los lastres del miedo y el dolor, me invadió como un alivio mezquino y pensé si de algún modo no estaba envidiando el tránsito final de mi mujer hacia el silencio, pues hallarse muerto, total y verdaderamente muerto, puede ser para algunos lo más parecido a la bendición de ese Dios con el que Ana, sin demasiado éxito, había tratado de involucrarme en los últimos años de su penosa vida.

Apenas los sepultureros terminaron de correr la losa y se dedicaron a colocar sobre la lápida las coronas de flores que los amigos sostenían en sus manos, di media vuelta y me alejé, dispuesto a escaparme de nuevos apretones en el hombro y de las consabidas expresiones de condolencia que siempre nos sentimos obligados a soltar. Porque en ese momento todas las demás palabras del mundo sobraban: solo la fórmula manida del pastor tenía un sentido y yo no quería perderlo. Descanso y paz: lo que Ana al fin había obtenido y lo que yo también reclamaba.

Cuando me senté dentro del Pontiac a esperar la llegada de Daniel, supe que estaba al borde del desmayo y tuve el convencimiento de que si mi amigo no me sacaba del cementerio, yo habría sido incapaz de encontrar una salida hacia la vida. El sol de septiembre quemaba el techo del auto, pero no me sentí en condiciones de moverme hacia otro sitio. Con las pocas fuerzas que me quedaban cerré los ojos para controlar el vértigo de extravío y fatiga, mientras percibía cómo un sudor de emanaciones acidas bajaba desde mis párpados y mis mejillas, manaba de mis axilas, mi cuello, mis brazos, encharcaba mi espalda calcinada por el asiento de vinil, hasta convertirse en una corriente cálida que fluía por el precipicio de las piernas en busca del pozo de los zapatos. Pensé si aquella sudoración fétida y el inmenso cansancio no serían el preludio de mi desintegración molecular, o por lo menos del infarto que me mataría en los próximos minutos, y me pareció que ambas podían resultar soluciones fáciles, incluso deseables, aunque francamente injustas: no tenía derecho a obligar a mis amigos a soportar dos funerales en tres días.

—¿Te sientes mal, Iván? —la pregunta de Dany, asomado a la ventanilla, me sobresaltó—. Cojones, mira eso, cómo estás sudando...

—Quiero irme de aquí... Pero no sé cómo coño...

—Ya nos vamos, mi socio, no te preocupes. Espera un minuto, déjame darles unos pesos a los sepultureros esos... —dijo, y pude recibir de las palabras de mi amigo un patente sentido de realidad y vida que me resultó extraño, decididamente remoto.

Otra vez cerré los ojos y me quedé inmóvil, sudando, hasta que el auto se puso en marcha. Solo cuando el aire que se filtraba por la ventanilla empezó a refrescarme, me atreví a alzar los párpados. Antes de salir del cementerio pude observar las últimas hileras de tumbas y mausoleos, carcomidos por el sol, la intemperie y el olvido, tan muertos como sus inquilinos, y (con o sin razón alguna para hacerlo en ese instante) volví a preguntarme por qué, entre tantas posibilidades, unos científicos distantes habían escogido precisamente mi nombre para bautizar a la que sería la novena tormenta tropical de aquella temporada.

Aunque a estas alturas de la vida he aprendido (más bien me han enseñado, y no de modos muy amables) a no creer en las casualidades, fueron demasiadas las coincidencias que empujaron a los meteorólogos a decidir, con varios meses de anticipación, que llamarían Iván (nombre comenzado por la novena letra del alfabeto, en castellano, masculino y nunca antes utilizado para tales fines) a aquella tormenta. El feto de lo que sería Iván había engendrado como una reunión de nubes agoreras en las inmediaciones de Cabo Verde, pero solo unos días después, ya bautizado y convertido en un huracán con todos sus atributos, se asomaría al Caribe para colocarnos en su devorador punto de mira... Y ya verán por qué pienso que me sobran razones para creer que únicamente un azar retorcido pudo haber determinado que aquel ciclón, uno de los más feroces de la historia, llevara mi nombre, justo cuando otro huracán se acercaba a mi existencia.

Aun cuando desde hacía bastante tiempo —quizás demasiado— Ana y yo sabíamos que su final estaba decretado, los muchos años en que arrastramos sus enfermedades nos habían acostumbrado a convivir con ellas. Pero el anuncio de que su osteoporosis (probablemente provocada por la polineuritis avitaminosa destapada en los años más duros de la crisis de los noventa) había terminado por evolucionar hacia un cáncer óseo, nos había enfrentado a la evidencia de un desenlace cercano, y a mí a la macabra constatación de que solo un designio retorcido podía encargarse de minar a mi mujer justamente con aquel padecimiento.

Desde principios de año el deterioro de Ana se había acelerado, aunque fue a mediados de julio, tres meses después del diagnóstico definitivo, cuando se desató su agonía final. Aunque Gisela, la hermana de Ana, vino con frecuencia a ayudarme, yo prácticamente tuve que dejar de trabajar para atender a mi mujer y si sobrevivimos esos meses fue gracias al apoyo de amigos como Dany, Anselmo o el médico Frank, que con frecuencia pasaban por nuestro pequeño apartamento del barrio de Lawton a dejarnos algunos refuerzos, sacados de las menguadas cosechas que, para sus propias subsistencias, ellos lograban obtener por las más sinuosas vías. Más de una vez Dany se ofreció también para venir a ayudarme con Ana, pero yo rechacé su gesto, pues entre las pocas cosas que repartidas siempre tocan a más, están el dolor y la miseria.

El cuadro que se vivió entre las paredes agrietadas de nuestro apartamento resultó todo lo deprimente que es posible imaginar, aunque lo peor, en esas circunstancias, fue la extraña fuerza con que el cuerpo roto de Ana se aferró a la vida, incluso contra la propia voluntad de su dueña.

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