Las crónicas del Caribe se han hecho a través de las canciones, y eso lo sabe bien Leonardo Padura, quien le ha tomado el pulso a un género, el de la salsa, que ha sido discutido desde su propio nacimiento, a comienzos de los años 70. A través de la conversación con sus protagonistas, los músicos que lo acuñaron y los más representativos, el autor nos regala un bellísimo retrato de las trayectorias de personajes tan fascinantes como Mario Bauzá, Cachao López, Papo Lucca, Juan Luis Guerra, Rubén Blades, Willie Colón, Johnny Pacheco y Juan Formell; eso sí, con Celia Cruz y Tito Puente como telón de fondo de todos ellos.
PRESENTACIÓN
Que le pongan salsa
Por Raúl Fernández
Los que nos dedicamos a la musicología y en general los amantes de la buena música estamos definitivamente de plácemes con esta segunda edición aumentada de Los rostros de la salsa de Leonardo Padura. Además de ser un eminente novelista, Padura es un acucioso observador, amante y crítico de la música popular del Gran Caribe. Sin duda, entre las aportaciones de esta nueva edición está el brindarnos una amplia perspectiva histórica sobre el desarrollo de la salsa, beneficiada por la decantación de los procesos que ofrece el tiempo. Dicha perspectiva, a su vez, no puede desligarse del hecho de que Los rostros es una historia oral en boca de protagonistas y testigos del fenómeno.
La publicación original, que vio la luz en Cuba en 1997, fue una contribución a la bibliografía salsera justo cuando comenzaba el auge de Padura como escritor. Los rostros fue publicado en el momento del declive salsero, a pesar de los destellos del joesón en Colombia y de la timba cubana. Desde aquel entonces ha corrido mucha agua bajo el puente de la música popular de la región. La salsa pasó a formar parte del Olimpo de la música clásica caribeña cediendo su reinado terrenal desde El Callao hasta Nueva York, a una sucesión de ondas sonoras: el boom del Buena Vista Social Club, los ritmos vallenatos de Carlos Vives y el merengue de Elvis Crespo, el retorno de Bebo Valdés y la música guajira cubana de Polo Montañez, el auge del latin jazz y el rap, culminando con la actual hegemonía del reguetón y sus variantes cubatón y trap. Durante el transcurso de estos mismos años y hasta hoy, Padura se convertiría en uno de los escritores latinoamericanos más reconocidos e importantes, como lo confirman sus diversos premios literarios, la traducción de sus novelas a numerosos idiomas y el éxito alcanzado en la distribución y venta de sus libros.
Nacida en la década de los setenta en la ciudad de Nueva York, la salsa desde sus albores puso en aprieto a profesores acostumbrados a encajar formas artísticas en categorías tradicionales. Porque no era exactamente un género musical, un ritmo definido o un modo de bailar, sino más bien una totalidad surgida de la mezcla de ritmos y de estilos, un pedir prestado de ideas al son cubano, a la guaracha, al seis tumbao y al chorreao, al aguinaldo, el tamborito, la música brasileña, la plena y la bomba, la ranchera, el mambo, el bolero, la rumba y el jazz. No era posible reducir la salsa a su aspecto musical, ya que para muchos el movimiento salsero representaba el sentir social de un tiempo y un espacio, la expresión popular de los centros urbanos del Gran Caribe a finales del siglo XX . La salsa resistía una simple etiqueta, permaneciendo sin definición exacta.
Algo semejante podría decirse sobre la obra de Leonardo Padura, quien se autodefine como un «escritor impuro, y tratar de encasillarme no sería justo». Nadie entonces mejor que él para evaluar un proyecto asimismo heterodoxo, impuro y difícil de encasillar. ¿Quién mejor que Padura para revalorar la salsa desde una perspectiva histórica? Un fenómeno que, como cualquier objeto cultural, cambia de significado en nuevos contextos históricos.
En su prolija nota introductoria a esta nueva edición, ya bien entrado el siglo XXI , Padura nos brinda una reflexión sobre el concepto de la salsa, y elabora una visión perspicaz y ampliada mediante una segunda entrevista a uno de sus máximos intérpretes: el caribeño de Panamá Rubén Blades, quien, animado por ese avezado entrevistador que es Leonardo, nos ofrece entre otras cosas su opinión sobre las distintas acogidas que tuvo su salsa consciente en Nueva York, Puerto Rico, Venezuela y Colombia; el impacto de su obra Siembra en la trayectoria salsera; las salsas ortodoxas y heterodoxas; el triunfo del merengue de Johnny Ventura, Wilfrido Vargas y Juan Luis Guerra, así como la explosión del reguetón y sus congéneres.
En el momento actual en que se goza (o se padece) de una supremacía reguetonera por todo el Caribe, resulta pertinente y oportuno que con la ayuda de esta nueva edición de Los rostros meditemos sobre el significado contemporáneo de la gloriosa, indefinible y clásica salsa que marcó lo mejor de la música bailable del Caribe en las últimas décadas del siglo XX .
Raúl Fernández
PRÓLOGO
Volver a la salsa, veinte años después
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Y a estas alturas, ¿para qué hablar de la salsa?
Cuando en 1997 decidí cerrar y entregar a una editorial cubana Los rostros de la salsa, una colección de entrevistas a precursores, protagonistas, estrellas y conocedores de este fenómeno musical, todavía el Caribe se movía a los ritmos sincopados de las melodías que habían marcado su preferencia cultural durante los treinta años anteriores.
Era cierto que ya para ese momento se advertía un relativo cansancio de los melómanos y bailadores con los modos de hacer de los más persistentes músicos salseros; que los dos países donde se hacía más y mejor salsa eran para ese entonces Colombia (en un período de devastadora violencia), donde todo el mundo bailaba salsa, y la recuperada Cuba (curiosamente en medio de una de sus más feroces crisis económicas), donde algunos preferían llamarle «timba» a los modos de hacer más contemporáneos de lo que aún podía ser salsa. Era también el momento en el cual entre Nueva York y Puerto Rico iniciaban o consolidaban su obra creadores como Marc Anthony y Gilberto Santa Rosa. También sucedía que en los años anteriores se había creado mucho producto estándar, de corta mira comercial, y domesticado como casi todo el catálogo de la llamada «salsa erótica», en la cual importaba más la estampa del cantante que su voz y lo que ella trasmitía.
Pero, sobre todo, lo más cierto de todo era que ya en esos instantes estábamos en otros tiempos históricos, sociales, económicos y estéticos, cada vez más diferentes o distantes de los que en la década de los sesenta habían plantado en el barrio latino de Nueva York la semilla de la salsa, o en los días de los setenta habían visto crecer el árbol y dar sus mejores frutos, o en los años ochenta habían disfrutado de una explosión y difusión casi universal de esa música; y hasta nos distanciábamos de los albores del decenio de 1990, cuando habíamos visto con regocijo la incorporación de una nueva generación de músicos cubanos (José Luis Cortés, Isaac Delgado, Manolín, «El Médico de la Salsa»), reconocidamente salseros, que elevaban la calidad de la música aun cuando curiosamente ellos también la ayudaban a llegar al callejón sin salida por donde se ha movido desde entonces: el Callejón de los Empecinaos.