Jordi Petit es e l «nom de guerre» que Jordi Lozano González (Barcelona, 1954) adoptó al ingresar al entonces ilegal movimiento gay en 1977. Anteriormente, por causa de su militancia antifranquista, fue dos veces encarcelado. Entre 1980 y 1986 desempeña el cargo de coordinador del Front d’Alliberament Gai de Catalunya (FACG). En 1986 es cofundador de la Coordinadora d’Iniciatives Gais (CIG), que se convertiría en la federación de asociaciones Coordinadora Gai-Lesbiana de Catalunya, de la que fue secretario general hasta 1999. En 1992-1993 fue coordinador de la campaña antidiscriminatoria «Democracia es Igualdad», y entre 1995 y 1999 fue secretario de la International Lesbian and Gay Association (ILGA). En 2001 trabajó para el programa antidiscriminatorio de ONUSIDA. Actualmente es presidente honorífico de la Coordinadora Gai-Lesbiana de Catalunya y miembro de honor de Stop Sida. Ha recibido distinciones de la Fundació de Lluita contra la Sida, COGAM de Madrid y Col · lectiu Lambda de Valencia en 2000, así como la medalla de honor de la Ciudad de Barcelona y el Premio Solidaridad 2003 del Instituto de Derechos Humanos de Catalunya. Además de dos libros de poesía, ha publicado también 25 años más en Editorial Icaria.
Prólogo
Cuando uno acaba de leer Vidas del arco iris se le queda un sabor en la boca similar al que permanece cuando te comes una macedònia. Quizá no pueda ser de otra manera tratándose de un libro que recoge testimonios y situaciones de los últimos cuarenta años de este país en los ámbitos homosexuales. Para muchos, resultará fácil tomarles cariño a los personajes que desfilan por el libro. Otros, en cambio, seguro que se sentirán identificados con las aventuras descritas porque ellos mismos han tenido vivencias similares. El valor de esta obra, en cualquier caso, es rebuscar en la memoria y construir esta crónica entre sentimental, social y periodística del último medio siglo. Resulta evidente, además, que cada una de las historias reales narradas en este libro es, en sí misma, un mundo, pero, al mismo tiempo, todas ellas comparten un regusto común, como ocurre con el zumo de naranja en la macedonia. Es de agradecer que el libro esté exento de victimismos y lleno de ironía, de acidez inteligente que impregna las historias de los personajes, muchos de los cuales no solo no son lejanos, sino que son tremendamente actuales. De entre ese pasado oscuro que Petit trae a la luz, es muy recomendable su visión de las escuelas religiosas, incluyendo relatos de mortificaciones que hasta hace poco eran tabú. Hay momentos destacables referidos a la dialéctica entre «la pluma» y «el pelo», la adolescente conspiración de la trempatina o el léxico tan particular entre el que cabe destacar todas las variaciones de «muerta en la bañera». Pero es que, además, el libro está lleno de una iconografía muy particular, de canciones que se convirtieron en himnos, de películas, de locales, de revistas pioneras que sirvieron de tabla de salvación de muchos gais que le han abierto ahora el catálogo de sus recuerdos personales a Petit.
Después de leer el libro, me he reafirmado en algo que ya pensaba antes: que una vida no es en absoluto suficiente para probar todas las posibilidades que nos ofrece este loco mundo. De otra forma, ¿cómo es posible para un heterosexual entender cómo ama, cómo odia, cómo discute o cómo construye su mundo interior un homosexual? Y eso no es todo, porque ¿cómo puede un hombre experimentar qué significa ser una mujer, meterse en su piel para saber cómo nos ven a nosotros o cómo organizan el mundo en su cabeza? Necesitaríamos varias vidas para exprimir al máximo esta naranja que nos ha tocado vivir.
En cualquier caso, Vidas del arco iris se muestra como un reflejo, un espejo que revela solo tendencias basadas en experiencias propias y ajenas. Dibuja solo caracteres individuales sin intención de fijar categorías, sin que nadie deba pensar que todos los homosexuales son de una forma determinada, ni todos van o dejan de ir al ambiente, ni son de una sola manera. Simplemente, ocurre igual que entre los heterosexuales, hay de todo. Sí es cierto que hubo hacia ellos más represión (y la sigue habiendo), pero hubo también alegrías y libertad, y hoy persisten las diferencias que llevan a otras diferencias.
Leer este libro también significa darse cuenta del agravio comparativo que existe entre las parejas homosexuales y las heterosexuales porque, mientras los heterosexuales veíamos la promulgación una Ley del Divorcio, la equiparación de las uniones religiosas a las civiles o los matrimonios a las uniones de hecho, el mundo de gais y lesbianas solo ha conseguido registros de parejas en ayuntamientos, algunas sentencias aisladas y algunas leyes de unión estable de desigual calidad. Quizá, tras el cambio político ocurrido en nuestro país, soplen aires de cambio en esta necesaria igualdad jurídica entre ambos mundos.
Jordi Petit deja entrever en varios momentos la necesidad de estabilizar el ámbito de las parejas homosexuales porque, en el fondo, la familia, incluso renovada, sigue siendo la célula básica de organización también entre los gais y las lesbianas. Con elementos distintos y nuevos (ver en el anexo I sus artículos en Mensual, «Pareja, amistades, nuevas familias», «Mi compañero es mi familia», «Hermanas») pero familia, al fin y al cabo. Quizá por ello esos artículos están escritos en plural, ya que Jordi Petit ha sido siempre, para mucha gente, la cara visible, amable y, al mismo tiempo, reivindicativa del movimiento rosa en nuestro país.
Jordi Petit mira a veces hacia el norte con envidia. La situación del mundo gay en los países del centro y norte de Europa siempre ha ido muchos años adelantada a la nuestra. Dinamarca, Holanda, Bélgica o Francia son espejos, según él, en los que mirarnos para conseguir la normalización. Incluso parece que mire con envidia esas reivindicaciones contra el sida que fueron allí tan habituales hace unos años y que tuvieron algunas manifestaciones curiosas, como las Fiestas de la Masturbación, que se citan en Vidas del arco iris. Y es que, se quiera o no, el sexo es muy importante en este mundo. Por eso se habla con frecuencia de saunas, de zonas de ligue con nombres tan curiosos como «La finca de papá» o del primer sex-shop gay de España. Y todo eso, sin explotar el morbo de lo explícito, sin caer en la facilidad de la descripción descarnada de las relaciones sexuales ajenas. De esta forma, Petit consigue contar qué pasó, dónde pasó y quién pasó en todo este tiempo.
Lo que queda claro en este libro es que la evolución de la sexualidad y la afectividad entre los homosexuales ha estado marcada en primer lugar por la culpa religiosa, y luego, en gran medida, por la irrupción del sida que trastocó la forma de relacionarse con los demás. La década de los primeros ochenta fue en España una época desbocada para todos, homosexuales y heterosexuales (recordemos aquellos tiempos del «destape» de la transición), de afán frenético por recuperar el terreno perdido por la represión sufrida hasta la llegada de la democracia. Por eso salía tan poca gente del armario: casi todos estaban ligando en las discotecas, a rebosar de gente. La década de los noventa trajo un giro radical en este aspecto. En primer lugar, por la necesaria prevención frente a la enfermedad del sida, pero también por un cierto hastío del sexo sin amor. Jordi Petit llama a la década de los noventa «la época de la seducción fría», de mucha mirada y mucha menos cama que en los ochenta. Eso también supone un cambio psicológico importante porque implica un nivel de narcisismo más elevado. En los ochenta se ligaba para irse a la cama con alguien, para acostarse con él, pasar un rato divertido e intentar saciar esa hambre antigua de libertad sexual de la que tanto se había adolecido. En los años noventa, eso ya había cambiado de forma radical. Uno ya no ligaba solo para irse a la cama con el otro, sino por una cuestión de sentirse querido, de sentirse, incluso, admirado en ese proceso de seducción en el cual uno despliega (sea homo, hetero, bi, tri o lo que sea) sus plumas más coloridas para conquistar al otro, para que el otro se quede boquiabierto con nuestra belleza, sensibilidad, inteligencia, fuerza, agudeza o lo que cada uno tenga como arma de conquista. Los noventa son la época de ligar para demostrar que puedes hacerlo, para darse un baño de autoestima en el proceso de seducción y luego decidir si llegas a mayores o no. Y es que, según deja claro Petit en Vidas del arco iris, la autoestima es la base del respeto social. Difícilmente te respetarán los demás si no empiezas por respetarte a ti mismo. Uno debe quererse porque, si no se quiere uno mismo, ¿quién le va a querer? Y cuando todas las autoestimas se juntan en una calle, eso es el día del Orgullo Gay. La salud del movimiento de gais, lesbianas y transexuales tiene relación directa, según Petit, con el nivel de autoestima de sus miembros. A más aceptación personal y a más equilibrio interior de sus miembros, mucha más fortaleza del movimiento y, vendría a decir, más llenas las calles en el día del Orgullo Gay.
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