I
A primera vista, debe de parecer una intolerable degradación para la doctrina Zen —sea cual fuere el significado, que el lector atribuya a esta doctrina— su asociación con algo tan mundano como el arte de los arqueros. Aun cuando quisiera hacer una gran concesión y aceptara considerar el tiro con arco un «arte», difícilmente se sentiría inclinado a buscar en él algo más que una forma decididamente deportiva de la hazaña. De ahí que espere que se le narren las asombrosas proezas de los maestros japoneses, que tuvieron la ventaja de contar con una tradición intacta y consagrada por el tiempo en el manejo del arco y de la flecha. Pues en el Lejano Oriente solo hace apenas unas pocas generaciones los antiguos instrumentos de combate fueron reemplazados por armas modernas y la familiaridad en su manejo no ha caído de ninguna manera en desuso; por el contrario, siguió propagándose y desde entonces ha ido cultivándose en círculos cada vez más amplios de aficionados.
¿Puede, pues, esperarse una descripción de las formas características en que el tiro con arco es actualmente practicada en el Japón como deporte nacional?
Nada más lejos de la verdad. Por tiro con arco en su sentido tradicional, considerado un arte y honrado como una herencia nacional, los japoneses no entienden precisamente un deporte sino, a pesar de lo extraño que esto pueda parecer al comienzo, un ritual religioso. De ahí que por «arte» del tiro con arco no quiera en el Japón significarse la destreza de los deportistas, que puede ser más o menos desarrollada o cultivada mediante la educación física, sino un arte cuyo origen debe buscarse en los ejercicios espirituales y cuya meta es acertar en un «blanco» espiritual, por lo que fundamentalmente el tirador apunta a sí mismo y busca acertar en sí mismo.
Esto parecerá sin duda sorprendente. ¿Cómo?, dirá el lector, ¿debo creer que el tiro con arco, practicado en una época con fines guerreros, en una lucha de vida o muerte, no ha sobrevivido ni siquiera como deporte, sino que ha sido rebajada al nivel de un mero ejercicio espiritual? ¿Para qué entonces el arco, la flecha y el blanco? ¿No niega acaso todo esto el antiguo y varonil arte, el honesto significado del tiro con arco, sustituyéndolo por algo confuso, nebuloso, si no positivamente fantástico?
Sin embargo, debe tenerse presente que el peculiarísimo espíritu de este arte, lejos de haber tenido que ser nuevamente infundido en épocas recientes en el uso del arco y de la flecha, estuvo siempre esencialmente vinculado a ellos y ha resurgido con mucha más fuerza y convicción ahora que ya no necesita ponerse a prueba en luchas sangrientas. No puede de ningún modo decirse que la técnica tradicional del tiro con arco, desde que ha perdido su antigua importancia agonística, ha acabado por convertirse en un mero y agradable pasatiempo, volviéndose por ello mismo inocua. La Gran Doctrina del Arte de los Arqueros nos dice algo diametralmente distinto. Según ella, el tiro con arco sigue conservando su prístino significado agonístico, sigue siendo una cuestión de vida o muerte, en la medida en que es una contienda del arquero consigo mismo; y esta forma de contienda no es un mezquino sustituto, sino el fundamento de todas las luchas dirigidas hacia el mundo exterior, por ejemplo, contra un adversario corpóreo. En esta lucha del arquero consigo mismo se revela la esencia esotérica de este arte y su instrucción no suprime nada esencial al abolir los fines utilitarios a los cuales estaban destinadas las pujas caballerescas.
Además, quienquiera que en la actualidad se proponga practicar este arte obtendrá, de su evolución histórica, la indiscutible ventaja de no ser tentado a obnubilar su comprensión de la Gran Doctrina con fines meramente prácticos —aún cuando se los oculte a sí mismo— y hacerla quizá con ello absolutamente imposible. Pues el acceso al arte del tiro con arco, y en esto concuerdan los Maestros arqueros de todos los tiempos, será solo concedido a los puros de corazón, no perturbados por fines secundarios.
Si se preguntara, desde ese punto de vista, cómo entienden los Maestros japoneses esta lucha del arquero consigo mismo y cómo la definen, la respuesta resultaría demasiado enigmática. Para ellos, la lucha consiste en que el arquero, que apunta hacia sí y no a sí mismo, sin embargo, se acierta sin acertarse, convirtiéndose así, simultáneamente, en el tirador y en el blanco, en el que acierta y en el blanco mismo. Para emplear expresiones más caras a los Maestros, es necesario que el arquero se convierta, a pesar de sí mismo, en un centro inmóvil. Es entonces cuando se produce el último, supremo milagro: el arte se trasciende, se desprende de todo «artificio», haciéndose «no-arte»; el tiro se convierte en un «no-tiro», esto es, un tiro sin arco ni flecha; el instructor vuelve a ser alumno, el Maestro principiante, el fin comienzo y el comienzo perfección. Para los orientales estas misteriosas fórmulas no son sino verdades simples y familiares, pero a nosotros los occidentales nos dejan perplejos. Debemos, pues, penetrar más profundamente en este problema. Desde hace mucho tiempo, no es ya ningún secreto, ni siquiera para nosotros los europeos, que las artes japonesas retroceden, para alcanzar su forma interior, a una raíz común, el budismo. Y esta ley rige tanto para el arte de los arqueros como para el de la pintura a tinta, para el arte teatral y la ceremonia del té, para el arreglo floral y el arte de la esgrima. Todas estas formas de arte presuponen una actitud espiritual que cada uno debe cultivar a su manera; una actitud que, en su forma más exaltada es característica del budismo y determina la naturaleza sacerdotal del hombre.
No me refiero al budismo en el sentido común de la palabra, ni estoy ocupándome aquí de su manifestación intrínsecamente especulativa, que en razón precisamente de su literatura pretendidamente accesible, es la única que conocemos en Occidente y hasta nos atrevemos a afirmar que comprendemos. Me refiero al budismo «Dhyana», conocido en el Japón con el nombre de «zenismo» o Doctrina Zen, y que no es en absoluto una especulación sino la experiencia inmediata de cuanto como el insondable fundamento del Ser no puede ser aprehendido por medios intelectivos y no puede ser concebido o interpretado ni aun después de haber pasado las más inequívocas e indiscutibles experiencias: se lo conoce precisamente no conociéndolo. A raíz de tales experiencias cruciales y en consideración a ellas, el budismo Zen ha abierto caminos a través de los cuales, mediante una metódica inmersión en sí mismo, el hombre puede acceder a la conciencia, en las mayores profundidades del alma, de la innominable sinrazón y el innominable desposeimiento, y lo que es más, a la unión con ambos. Y esto, vinculado al arte de los arqueros y expresado en un lenguaje aproximativo y sujeto, por ende, a toda clase de falsas interpretaciones, significa que los ejercicios espirituales, gracias a los cuales (únicamente) la técnica del tiro con arco puede convertirse en arte y si todo va bien llega a perfeccionarse hasta el estadio de «arte sin artificio», no son otra cosa que ejercicios místicos. De ahí que el tiro con arco no pueda, en ninguna circunstancia, representar el logro de algo en un plano exterior, mediante el arco y la flecha, sino solo interiormente y con uno mismo. El arco y la flecha no son sino un mero pretexto para alcanzar algo que podría igualmente suceder sin ellos; son solo el camino hacia una meta y no la meta misma; ayudan a lo sumo a dar el último paso, el decisivo.
Considerando todas estas particularidades, convendría tener acceso a las exposiciones realizadas por budistas Zen, a fin de facilitar nuestra comprensión. Ellas en realidad no faltan. En sus Ensayos sobre el budismo Zen D. T. Suzuki ha conseguido demostrar exhaustivamente que la cultura japonesa y la doctrina Zen están íntimamente ligadas y que el arte japonés, la actitud espiritual del samurai, el modo de vivir japonés, la vida moral, estética, y hasta cierto punto, aun la vida intelectual de los japoneses, deben sus características determinantes a este fondo «Zen» y no podrán ser fielmente comprendidos por quien no esté familiarizado con él.