Mauro Szeta
Secretos sagrados
La verdad detrás de los casos de abuso sexual en la Iglesia
Aguilar
A mis viejos, fieles seguidores de mi carrera.
A Clari, por el amor, y por su compromiso
incondicional con el proyecto.
A Alejandro Horowicz, porque gracias a él
recuperé las ganas de escribir.
A cada una de las víctimas, porque confiaron,
lo cual no es poco.
A todos, gracias.
Prólogo
De un lado, hay chicos sin destino, pobres, aislados. Del otro, sacerdotes con poder real, poder divino y el apoyo de una institución. Bajo ciertas deplorables condiciones, en la más paupérrima pobreza económica y afectiva, los primeros aparecen en situación de extrema vulnerabilidad, mientras que los segundos interceden como un grupo que habilita y propicia el goce perverso de reducir hasta su más mínima expresión a estos niños: los “arrasan”.
Lo que intentaremos mostrar en el recorrido de este libro es cómo este accionar no es un rosario de casos aislados de hombres que casualmente se sintieron tentados por su “enfermedad” a abusar de los niños que estaban bajo su protección, sino una política sistemática que ha funcionado durante siglos como una muestra latente del inmenso poder de la Iglesia sobre el cuerpo de los pobres. Como un recordatorio insistente de hasta dónde puede llegar si quiere.
La lucha es brutalmente asimétrica, ambos lo saben. Los chicos buscan en los sacerdotes lo que no tienen en sus casas: paz, comida y una salida de la orfandad. Ignoran que esa búsqueda los llevará a una trampa, que serán víctimas de un engaño perverso y venenoso que terminará asfixiándolos.
Esos curas, que juegan el juego de la impunidad, tienen su propia ley que los cobija, los refugia y los protege, por lo que nadie se atreve a denunciarlos. Es más, muchos se resisten incluso a creer en la veracidad de la violación, estigmatizando a la víctima que ha decidido hablar como mentirosa, desviada o lasciva. Es por eso que los curas abusadores de chicos casi nunca terminan en la cárcel y que gran parte de su proceso penal lo viven “con coronita”. La propia Iglesia los esconde en casas espirituales y los trata como “muchachos con problemitas”. No los denuncia; los guarda desde siempre. Ni siquiera los aleja de los niños, solo los aleja de las cámaras.
El Poder Judicial, haciendo también lo suyo por la santa preservación del status quo, atiende y admite cada uno de los planteos “defensistas”, que difícilmente aceptaría en otras condiciones. Así las cosas, hay curas que han sido condenados en tres instancias y que apenas pasan pocos días de cárcel efectiva.
Las palabras que más resuenan en esos expedientes son “arresto domiciliario”, “prisión preventiva atenuada”, “excarcelación extraordinaria”. Decisiones que, sin ser ilegales, son poco aplicadas a “ladrones o malandras de poca monta”. Claramente, hay dos varas.
¿Por qué hay curas abusadores? La pregunta no tiene una sola respuesta. Algunos expertos vinculan la pederastia sacerdotal a las prohibiciones sexuales de los curas, a la homofobia, a su formación plagada de “no deberás”, a la idea de que el sexo envilece. Otros, en cambio, tal como aparece en las causas, lo asocian con un pasado de castración y dolor que los propios sacerdotes padecieron. Ambas hipótesis, que no se escinden, son complejas. Siguiendo la misma lógica esos expertos pregonan que lo rígido se quiebra de la peor manera.
Lo que sí hay modo de probar es la cadena de encubrimientos que se materializan detrás de cada caso de un cura abusador. Algunos obispos, como quedó documentado en diversas causas penales, funcionan como ideólogos y actores de planes sistemáticos de ocultamiento y oscuridad. En el ámbito internacional, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) denuncia al Vaticano por proteger a los curas abusadores. La Iglesia, cansada de pagar tantas demandas civiles, proclama que es hora de cambiar, pero no cambia. Pero la intención de transformación solo queda en el discurso. ¿Cómo hacer, entonces, para extraer la práctica?
Los abusados —que de aquí en adelante llamaremos “arrasados”— son víctimas seleccionadas con cuidado. Los abusadores buscan entre los más débiles y escogen a los más indefensos, que se acercan a la Iglesia para comer, y ven en un cura a un “padre” que no tienen. Ciertos chicos se animaron a denunciarlos. En general, los escucharon coordinadores de hogares y docentes. Muchas veces se los silenció a golpes en sus propias casas, porque ya se sabe que “con la Iglesia nadie se mete”. Muchos padres prefirieron sufrir el abuso y el silencio antes que enfrentarse al poder. Esto tiene su cuota de explicación en la naturalización de una práctica que da pleno derecho al acceso y disfrute del cuerpo de esos pobres que ya no tienen estructura subjetiva como para hacerle frente al abuso; han sido abusados de demasiados modos durante toda una vida y el abuso de sus hijos pasan a ser la continuación de esto. Otros padres, sin embargo, acompañaron a sus hijos y hablaron e incluso, en algunos casos, las demandas regeneraron los débiles lazos familiares; la indignación y la conmoción terminó por unirlos. Los que se animaron a declarar pasaron por un largo peregrinaje de exposiciones y dolores, revivieron la violencia, se quebraron, recorrieron las huellas de su dolor, y luego del juicio, tendieron a ocultarlo todo prolijamente. La sociedad sigue siendo pro-cura, no hay lugar para que ellos hablen otra vez sin que un estigma lacerante les imposibilite vivir. Ellos jamás serán los mismos. Y como siguen siendo pobres, muy pobres, siguen necesitando de la caridad cristiana, viéndose a diario obligados a volver a tener contacto con el lugar donde los abusaron y con las personas que, todavía hoy, defienden la inocencia de los curas. En su terrible anonimato, muy pocos de quienes los conocen saben por lo que han pasado. Los “elegidos” son muchachos y muchachas que respiran y caminan, pero que ya no viven normalmente.
El recorrido de este libro tiene como ejes los casos emblemáticos de Julio César Grassi, Napoleón Sasso y José Antonio Mercau, y están utilizados con el fin de mostrar un patrón de comportamiento tanto de los victimarios individuales, como de la institución que los cubrió, en algunos casos, hasta hoy. Para llevar adelante esta investigación las fuentes consultadas han sido, por un lado, los expedientes judiciales de las causas correspondientes (hasta el día de cierre de esta investigación) y, por otro, las notas de los diarios La Nación, Página 12, Agencia AP y ViceNews, referidas a los hechos que acompañaron a los procesos judiciales. Todas las afirmaciones vertidas en este trabajo están acompañadas del repertorio de testimonios que recogí personalmente y que le da encarnadura dado que he priorizado que las voces involucradas cuenten una vez más su historia.
I NTRODUCCIÓN
El pibe arrasado
Fue una tarde de rituales y de lluvia en La Plata. Como en tantos otros clásicos de fútbol, ese día hubo apuestas previas. Merluza estaba desencajado y feroz; era fanático del Lobo pero tenía entradas para la platea de Estudiantes. Caballero como pocos, había aceptado ver calladito el partido del lado contrario, sufriendo cada segundo un encuentro que no dio nunca respiro. Centro de un Verón iluminado, gol de cabeza de Alayes. Partido dominado que Merluza sufría y yo disfrutaba. Patadón de Maldonado a Verón; Gimnasia se queda con diez y se ve venir el baile.
Seguía lloviendo. Agua maldita. Todos empapados. Merluza y ese segundo mágico para él. Hambriento, tal vez perdido, desanimado, se fue a comprar “una de muzza” en pleno partido, y parece que le trajo suerte. Gritó el gol del empate de Gimnasia como si se tratara de un fuerte dolor muscular y Dios lo protegió. Los hinchas que lo rodeaban podrían haberlo ejecutado en el acto, pero un halo mágico le hizo de escudo humano y Merluza salió indemne.