José Ignacio García Hamilton - Don José - La vida de San Martín
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- Libro:Don José - La vida de San Martín
- Autor:
- Editor:Editorial Sudamericana
- Genre:
- Año:2011
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Don José - La vida de San Martín: resumen, descripción y anotación
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Don José
La vida de San Martín
Don José. - 1a ed. - Buenos Aires : Debolsillo, 2011.
EBook. - (Best Seller)
ISBN 978-987-566-687-0
1. Narrativa Histórica Argentina. I. Título
CDD A863
Edición en formato digital: abril de 2011
© 2011, Editorial Sudamericana S.A.®
Humberto I 555, Buenos Aires.
Diseño de cubierta: Random House Mondadori, S.A.
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial.
ISBN 978-987-566-687-0
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Conversión a formato digital: eBook Factory
www.ebookfactory.org
A Fernando García Hamilton y Luisa María Torres Posse, hermanos entrañables con quienes compartimos el precio de la independencia.
A Nicandro Pereyra, gran poeta, amigo y bienhechor.
A Graciela Inés Gass, nuestros hijos Bernabé y Fernanda, José Ignacio, Julieta María, Luis Enrique, Delfina y Manuel, y nuestra nieta Sol, todos aliviadores de momentos difíciles.
(A bordo del Countess of Chichester , enero de 1829)
Al cruzar el ecuador los crepúsculos eran maravillosos y le gustaba quedarse sentado en la cubierta, disfrutando de un sol anaranjado que parecía suspendido sobre el horizonte, mientras el abanico de rayos púrpuras ultrajaba las tenues nubes y las entretejía con el intenso fondo azul. Se acordaba de los atardeceres de su niñez en Málaga, pero la serenidad de la infancia se disipaba con las primeras oscuridades, que lo hacían retornar a la preocupación sobre lo que estaba ocurriendo en el Río de la Plata.
Había partido entusiasmado desde Falmouth, Inglaterra, orgulloso de integrar el pasaje del primer buque de vapor que viajaba hacia el Atlántico Sur, con el ánimo de arreglar en Buenos Aires las cuestiones financieras que lo apremiaban. Pensaba también permanecer por unos dos años en Mendoza, asumiendo la administración de su finca de los Barriales, en la confianza de que, como decía el refrán, “el ojo del amo engorda el ganado”. Desde allí podría gestionar también el cobro de la pensión de nueve mil pesos anuales que le había fijado el gobierno del Perú, cuyos atrasos lo habían puesto en dificultades.
Al llegar a Río de Janeiro se deslumbró con la bahía de Guanabara, pese a la humedad que le pegaba la camisa al cuerpo y hacía que la levita azul con bolsillos y botones dorados le pesase como un capote. Los periódicos que trajeron a bordo informaban que, en Buenos Aires, el general Juan Lavalle se había insurreccionado con sus tropas en contra del gobernador, el coronel Manuel Dorrego. Una asamblea de vecinos lo había confirmado en el mando y el nuevo mandatario había partido con sus fuerzas en persecución de Dorrego.
La noticia lo alarmó. Desde hacía casi cinco años estaba viviendo en Bélgica con su hija y se había decidido a regresar a las Provincias Unidas porque había terminado la guerra con el Brasil y pensaba que la situación interior también iba a estabilizarse.
Al acercarse al puerto de Montevideo, las noticias fueron todavía más dramáticas: sus propios soldados habían entregado a Dorrego a manos de su perseguidor, quien había procedido a fusilarlo. “Quiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires —había dicho Lavalle— que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que puedo hacer en su obsequio”.
Se acordó de que durante el cruce de los Andes, cuando ya culminaban el descenso, el entonces capitán Lavalle había encabezado unas avanzadas de granaderos que despejaron la garganta de las Achupallas y les permitieron el acceso final al valle de Putaendo. Después, en Santiago de Chile, lo había invitado varias veces a compartir su almuerzo en su residencia del Palacio Episcopal.
Resolvió quedarse en Montevideo hasta que la situa- ción en el Plata se aclarase, pero el bote que había pedido para desembarcar se demoró y el capitán del Countess of Chichester debió partir hacia Buenos Aires. Se sintió molesto, como si lo llevasen sin su consentimiento hacia un campo de lucha por el poder, en el que él no había sabido desenvol- verse. Había sido educado para las armas y las había usado veinte años en el ejército español, como también otros diez en la América del Sud, luchando esta vez contra las tropas de España. Pero las veces que había debido participar de la vida política (en Buenos Aires, Mendoza o Chile) o asumir directamente el gobierno como en el Perú, los combates de facciones lo confundían y lo habían llevado definitivamente al fracaso.
A punto de cumplir 51 años de edad, estaba más grueso y canoso que cuando se había retirado hacía un quinquenio. Cuando el barco llegó a las balizas exteriores, envió un mensaje al ministro provincial haciéndole saber que no quería pertenecer a ninguno de los partidos y le solicitaba pasaportes para volver a Montevideo.
A la mañana siguiente, cuando las brumas del amanecer recién se disipaban y el calor empezaba a sentirse, llegaron a visitarlo desde tierra el coronel Manuel Olazábal y el sargento mayor José Antonio Álvarez de Condarco.
—¡Hijo! —le dijo el general al primero, mientras lo abrazaba a la salida de la escalera y los ojos se le humedecían.
Sus antiguos subordinados en las guerras por la independencia le traían una canastilla de duraznos. Conversaron largamente en su camarote y le contaron con detalles la situación fratricida que se estaba viviendo.
Todavía estaba con ellos cuando llegó la respuesta del ministro, que también había sido su camarada: le decía que “aquí no hay partidos, si no se quiere ennoblecer con ese nombre a la chusma y a las hordas salvajes. Le remito el pasaporte pedido —añadía— aunque esto me difiera el placer de darle un abrazo al que, en toda época y en cualquier destino, me será grato acreditar mis cordiales sentimientos”.
También vino a visitarlo su querido amigo Tomás Guido, a quien no veía desde los tiempos del Perú. Guido, quien nunca le había perdonado su retiro del gobierno de Lima por considerarlo una defección, también le criticó su decisión de no desembarcar, por entender que se trataba de una nueva cobardía.
—Sus enemigos ya están diciendo en los periódicos que no cumple con su deber de ciudadano —sostuvo.
—No sirvo para esto, don Tomás. Van a querer involucrarme en sus peleas...
La opinión de Guido lo hizo meditar, pero su ánimo le decía que debía huir de allí, de ese clima de enfrentamiento cívico en el que no sabía desempeñarse. Además, la borrosa visión de la ciudad de Buenos Aires le recordaba que nunca había sido allí demasiado feliz. Al llegar en 1812 desde España, su presencia había sido totalmente opacada por el relumbre y la riqueza de Carlos de Alvear, aunque éste era más joven y no tenía su experiencia militar.
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