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José Luis Martín Descalzo - Vida y misterio de Jesús de Nazaret, III. La cruz y la gloria

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José Luis Martín Descalzo Vida y misterio de Jesús de Nazaret, III. La cruz y la gloria
  • Libro:
    Vida y misterio de Jesús de Nazaret, III. La cruz y la gloria
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1987
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Vida y misterio de Jesús de Nazaret, III. La cruz y la gloria: resumen, descripción y anotación

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JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO Nació en 1930 en Madridejos Toledo A los tres - photo 1

JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO. Nació en 1930 en Madridejos (Toledo). A los tres años se trasladó con sus padres a Astorga. Allí transcurrió casi toda su infancia, hecho que evoca de manera entrañable a menudo en sus obras, hasta que a los 12 años ingresa en el Seminario de Valladolid.

Licenciado en Teología y en Historia Eclesiástica por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma; allí formó parte del grupo poético reunido en la revista Estría del Colegio Español. Ejerció como profesor de Literatura en el Seminario de Valladolid, dirigiendo también allí una compañía de teatro de cámara.

Fue ordenado sacerdote en 1953. En 1956 obtuvo el Premio Nadal por La Frontera de Dios y en 1962 el Premio Teatral de Autores. Trabajó en diferentes medios de comunicación, entre los que destacan Televisión Española, el diario ABC y la revista Vida Nueva.

José Luis Martín Descalzo, padeció una grave enfermedad cardíaca y renal, que le obligó a estar sometido a diálisis durante muchos años, en los que tuvo a su lado a su hermana sor Angelines; en ese tiempo escribió muchas de las mejores páginas de su prolífica obra, además de continuar interviniendo en televisión y escribiendo artículos en prensa. Vivió en todo momento sin dejar de sembrar esperanza y vida, hasta su muerte en Madrid, el martes 11 de junio de 1991.

Epílogo VEINTE SIGLOS DE AMOR A quí concluye la primera parte de la Vida de - photo 2
Epílogo

VEINTE SIGLOS DE AMOR

A quí concluye la primera parte de la Vida de Jesús. La primera, porque una historia completa de Cristo debería prolongarse hasta el fin de los siglos. Jesús no muere al morir, no se va al resucitar, no deja de vivir al desaparecer de entre los hombres. Sigue literalmente vivo en su Iglesia, en esta aventura que aún tenemos a medio camino. Vive en su eucaristía; vive en su palabra; vive en la comunidad; vive en cada creyente; vive, incluso, en cada hombre que lucha por amar y vivir. Y estas cinco presencias son tan reales como las que los apóstoles experimentaron en Galilea o por las calles de Jerusalén. En rigor, lo que hasta aquí hemos contado es sólo el primer capítulo de una dilatadísima historia que se alarga por todos los meandros de la nuestra de hoy. Para contarla entera deberíamos hacerla de todos y cada uno de los cristianos, sus luchas, sus triunfos, sus heridas, sus defecciones y logros. Porque en cada uno de ellos en cada uno de nosotros, se realiza la «segunda navegación de Cristo».

Esto lo sintieron como nadie los primeros cristianos. Cuando él se fue de su lado es cuando empezaron a entenderle y vivirle. Charlaban, recordaban, reconstruían. Hechos y palabras que les habían desconcertado cuando él estuvo entre ellos, comenzaban ahora a tener su sentido. Se reprochaban a sí mismos el no haberlo entendido antes. Y era como el placer de reconstruir un rompecabezas facilísimo.

Y, porque le entendían, le sentían vivir en ellos, a su lado. Realmente, literalmente, la Iglesia primera es Cristo viviendo. En él se centra todo: la liturgia, la predicación, las esperanzas. No es que le recordasen, es que le experimentaban, es que le hacían revivir dentro de sí mismos.

Desde entonces la historia de la Iglesia es la historia de ese Cristo presente, y todos los altibajos de la comunidad cristiana son también los altibajos de esa presencia vivida en plenitud u obscurecida. Sus épocas altas son sus tiempos de fidelidad. Sus momentos negros son aquellos otros en los que el prestigio, el poder humano o las luchas intestinas dejaron a Cristo en segundo lugar.

Por eso puede asegurarse que la historia verdadera de la Iglesia es la historia de sus santos, es decir: la de aquellos que intentaron calcar en sus vidas la vida de Jesús. Y, afortunadamente, en el río de los veinte siglos de cristiandad, nunca faltó esa presencia de hombres que creyeron obstinadamente en él y que apasionadamente le amaron.

Porque conocemos a Cristo para amarle y seguirle. ¡Pobre vida de Cristo la que únicamente despertase en sus lectores curiosidad o fríos conocimientos! ¡Pobre lector el que, después de pasear a la orilla del evangelio, no emprendiese él mismo un camino de seguimiento! Eso es lo que hizo siempre la mejor tradición cristiana que, en este epílogo, quisiera evocar. Somos hijos de un río de santos, de seguidores. Sólo entrar en esa corriente justifica nuestras vidas.

Pablo será el primer gran enamorado de Cristo tras su muerte. En el camino de Damasco no se limitó a conocerle, entró a ser parte de él, a ser todo él. Como ha escrito Brunot:

La sublime originalidad, la gran idea de san Pablo es haberlo visto todo y haberlo conducido todo a un centro: el Cristo muerto y resucitado, el Cristo que se incorpora a todos los creyentes para formar el hombre nuevo.

Efectivamente: el gran descubrimiento de Pablo es que el Hijo de Dios vive en cada uno de los que creen en él, los transfigura con su luz y con su vida por la resurrección. Pablo lo siente, lo sabe, lo vive. Jesús vive en él, amándole con un amor loco y haciendo de él una criatura nueva. Pablo está totalmente cogido por él, ocupado, poseído. Y capitula sin condiciones ante este amor.

Esta presencia viva de Cristo chorrea por todas sus cartas. Mi vivir es Cristo y el morir una ganancia mía (Flp 1,22), Tengo deseos de verme libre de las ataduras de este cuerpo y estar con Cristo (Flp 1,23), ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles y principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni todo lo que hay de más alto, ni otra criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor (Rom 36-39), Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo y yo vivo o más bien no soy yo quien vive, sino Cristo vive en mí (Gál 2,19-20). Cristo es todo para Pablo, el alma de su alma, una persona cuya voz reconoce (2 Cor 13,3), alguien de quien puede fiarse sin vacilaciones (2 Tim 1,12), alguien que murió para que vivamos con él (2 Tim 2,11), en quien hemos sido «injertados» (Rom 6,5), que nos alimenta y abriga (Ef 5,29), gracias a quien somos libres (Rom 7,6), miembros de cuyo cuerpo somos (1 Cor 12,27), porque él nos vivifica (1 Cor 15,22), cuyos embajadores somos (2 Cor 5,20), que nos enseña a caminar en el amor (Ef 5,2), alguien a cuyo lado todo lo demás es basura (Flp 3,8), una persona a la que podemos decir: Sé de quién me he fiado (2 Tim 1,12).

Pablo se convierte así en el modelo del conocedor de Cristo: alguien para quien el conocimiento se convierte en amor, el amor en seguimiento, el seguimiento en lucha apasionada por la difusión de su Reino.

Esta misma conciencia de la presencia de Cristo en sus vidas es la que conducía, gozosos, a los mártires hasta las muertes más horribles. Es la que hace proclamar a san Ignacio de Antioquía: Para mí es mejor morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra y la que le lleva a exclamar ante la muerte: Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo.

Esa presencia hace sonreír a san Policarpo ante los tormentos porque estaba persuadido de que el Señor estaba a su lado y sufría con él. Y la que ayuda a no temer a santa Felicidad porque estaba segura de que en el momento del suplicio Jesús surgiría en su lugar. Y la que consigue que el diácono lionés santo soporte con valor sus sufrimientos porque Cristo, que en él sufría, realizaba grandes maravillas, desarmando al enemigo y mostrando, para ejemplo de los demás, que nada hay penoso cuando se ama al Padre, nada doloroso cuando se trata de dar gloria a Cristo

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