José Ignacio de Arana - De cómo un hongo salvó el mundo
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- Libro:De cómo un hongo salvó el mundo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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De cómo un hongo salvó el mundo: resumen, descripción y anotación
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Título original: De cómo un hongo salvó el mundo
José Ignacio de Arana, 2013
Editor digital: Titivillus
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¿Sabía usted que el tabaco fue recomendado con entusiasmo durante muchos siglos por las autoridades sanitarias por considerarse una planta medicinal y prácticamente milagrosa para curar todo tipo de males? ¿Que el nombre hígado proviene de la pasión del romano Apicio por el rico sabor del hígado de los gansos alimentados con higos e hidromiel? ¿Que las endorfinas, las responsables de las sensaciones más placenteras para el ser humano, reciben este nombre por su similitud con la morfina y que su producción se puede estimular mediante el café, el chocolate o el sexo? ¿Sabía usted que el hongo que salvó el mundo fue descubierto de manera casual por Alexander Fleming y que posteriormente sería bautizado como penicilina?
El prestigioso doctor José Ignacio de Arana, autor de grandes éxitos como Diga treinta y tres o Grandes polvos de la historia, nos sorprende con un recorrido divertidísimo y poco convencional por la historia de la medicina para aprender todo lo que creías saber sobre esta ciencia pero que no conocías.
Para Mercedes, como todo.
Para Almudena, Mercedes, Ignacio y Rodrigo.
Y también para mis nietos Manuel, Javier, Lucas y Nicolás.
MANERAS DE CURAR
Un hombre que se cayó del andamio hace ocho días, fracturándose o hiriéndose una pierna, mira con espanto al cirujano que está frente a él dispuesto a amputarle ese miembro en el que se ha declarado una gangrena que pone en peligro la vida del paciente; alguien que está cerca le ofrece una jarra de aguardiente de la que echa unos largos tragos que le emborrachen lo suficiente; además, tendrá que morder con fuerza una tira de cuero mientras el médico corta la carne y el hueso. Otro hombre nota que una muela empieza a molestarle ligeramente; como no quiere que aquel dolorcillo vaya a más estropeándole la jornada o el sueño, se toma de inmediato un comprimido de analgésico. Entre ambas situaciones no ha transcurrido un siglo; es posible que el hombre del dolor de muelas sea nieto o bisnieto del que perdió la pierna.
El dolor parece consustancial a la enfermedad; decir que nos duele algo es quizá la manifestación más corriente de que estamos enfermos. No todas las enfermedades duelen, eso es cierto, e incluso en muchas de ellas ahí reside buena parte de su peligro. El dolor es la forma primitiva, elemental, de que dispone el organismo para avisar de que algo no funciona bien o de la inminencia de un peligro. Si no sintiéramos dolor al rozar un objeto ardiente nos abrasaríamos; el dolor de un órgano dirige la atención hacia él y permite iniciar un diagnóstico y un tratamiento; el dolor de un miembro contusionado nos obliga a inmovilizarlo, con lo que se favorece su curación; etcétera. Por contra, algunos tipos de cáncer se desarrollan silenciosamente y cuando provocan dolor es muchas veces tarde para atajar su crecimiento.
De modo que el dolor se ha tenido siempre por compañero inseparable de las enfermedades y la manifestación más desagradable de ellas, si es que alguna otra puede considerarse con agrado. Por eso los hombres han tratado siempre de eliminar el dolor, encontrando en ese camino algunos remedios esperanzadores, pero hubieron de esperar hasta el siglo XIX para lograr resultados espectaculares que luego no han hecho sino seguir ampliándose.
Las civilizaciones antiguas conocieron a través de la experiencia cómo algunas plantas contenían en su jugo o en sus cocimientos sustancias que al menos paliaban el dolor: ulmaria, verbena, valeriana, romero y otras muchas entre las que destacaba la corteza del sauce, que ya veremos cómo vuelve a tener su importancia. Con las expediciones comerciales de los viajeros europeos desde finales de la Edad Media, llegan a nuestro mundo occidental otros remedios. Sobre todo el opio, el jugo extraído de una planta parecida a una amapola gigante. El jugo de opio se convierte en la panacea de todos los dolores, pero su obtención es difícil y muy cara. Los boticarios elaboran a partir de él un líquido de color oscuro y sabor acre que se enmascara con alcohol: se llama láudano y será durante mucho tiempo el analgésico por excelencia. Tenía, desde luego, un grave inconveniente que ya apreciaron los médicos desde el principio de su uso, aunque desconocieran con exactitud su causa: creaba en los enfermos que lo tomaban durante cierto tiempo una dependencia cada vez mayor; algunos llegaban al extremo de no poder vivir si no consumían una dosis creciente de aquel líquido asombroso. Estaban, ya se comprende, padeciendo una auténtica adicción a las drogas contenidas en el opio, sobre todo la morfina, si bien por las mínimas cantidades de esta que existían, dada la forma de elaboración del producto, raramente se alcanzaban los terribles efectos que aparecerían con la purificación del opio muchos años después.
El opio llegó a ser tan importante que se promovieron sangrientas guerras por la posesión de los territorios donde crece la planta. La inmensa y hasta entonces desconocida China se vio sacudida y desgarrada por un colonialismo salvaje, principalmente británico, que violó sus fronteras y su intimidad multisecular con el exclusivo propósito de monopolizar una producción y un comercio extraordinariamente rentables. Son las famosas «guerras del opio» del último tercio del siglo XIX que dejaron en Extremo Oriente la semilla de inestabilidad social y política que ha ido reventando desde entonces hasta nuestros días en sucesivos temblores que han hecho tambalearse al mundo.
Quienes más necesitaban encontrar un medio de evitar el dolor eran los médicos cirujanos y, por supuesto, sus pacientes. Allí no servían los simples analgésicos; el alcohol y el láudano apenas amortiguaban algo el sufrimiento y no permitían realizar operaciones prolongadas. Era necesario algún producto que insensibilizara por completo al paciente y que además se le pudiera seguir administrando durante toda la operación, lo cual era imposible si lo tenía que beber o tragar.
La solución iba a llegar a partir de 1844 en los Estados Unidos y de la mano de unos especialistas médicos que la imaginación popular todavía identifica con el dolor: los dentistas. Ese año, el dentista de Connecticut Horace Wells utiliza en sí mismo la inhalación de éter sulfúrico mientras un colega le extrae una muela en presencia de un asombrado grupo de espectadores. En 1846 William Morton, de Massachusetts, aplica el éter a un enfermo a quien se extirpa sin dolor alguno un grueso tumor en el cuello. Al año siguiente es un cirujano escocés, Simpson, quien aplica un nuevo producto obtenido por la química: el cloroformo; se lo administra a una parturienta que sufre indecibles dolores por un alumbramiento complicado. Luego serán ya enfermos de todos los lugares y con toda clase de enfermedades los que se beneficiarán de estos hallazgos. La maldición del dolor se esfumaba a la vez que la cirugía encontraba el aliado imprescindible para poder iniciar su colosal avance técnico.
La sociedad actual, que propende al hedonismo, a la búsqueda incontrolada y desconsiderada del placer como único fin en la vida, tiene en los analgésicos uno de sus principales apoyos para ignorar el sufrimiento físico, pero también un amigo peligroso que puede llevar a situaciones fatales. Todas las sustancias capaces de mitigar el dolor lo hacen, de un modo u otro, limitando o eliminando la capacidad del sistema nervioso para responder a los estímulos. Existen muchas circunstancias de la vida cotidiana que, sin embargo, requieren una atención permanente y minuciosa por parte de ese sistema nervioso: la conducción de vehículos, el manejo de maquinaria, la toma de decisiones, etcétera. En todas ellas el uso de ciertos medicamentos, y más si por la mezcla de varios de estos y al alcohol se potencian sus efectos sedantes, conlleva un riego añadido que en ocasiones colma el vaso y desemboca en tragedia. Nunca serán demasiadas las advertencias que se repitan para que la utilización de analgésicos solo se haga bajo control médico y, aun así, limitando en ese tiempo algunas actividades. De ese modo quizá se redujeran las habituales páginas de sucesos.
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