Anne E. Schwartz - El hombre que no mató lo suficiente
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- Libro:El hombre que no mató lo suficiente
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1992
- Índice:3 / 5
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El hombre que no mató lo suficiente: resumen, descripción y anotación
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Para Robert Enters, el amor de mi vida, mi mejor amigo y el mejor poli que conozco.
Y a la memoria de mi madre, Jean Hanson Schwartz.
Su inquebrantable fe y apoyo hicieron posible mi primer libro.
EL DESCUBRIMIENTO
22 de julio de 1991
23,25 horas
Los oficiales de policía Rolf Mueller y Robert Rauth estaban a punto de concluir su turno, desde las cuatro de la tarde a la medianoche, en el tercer distrito de policía de Milwaukee. Habían estado patrullando con el coche las 2.600 manzanas de West Kilbourn Avenue, una zona sucia situada en la periferia del área baja de la ciudad y cercana a la universidad de Marquette; el barrio, dentro de la zona céntrica, en el que se cometían más delitos. El lado norte de la principal vía pública estaba salpicado de bares de strip tease y pequeñas tiendas de comestibles situadas en las esquinas. En los escaparates de estas últimas se veían letreros viejos y desteñidos que anunciaban: ACEPTAMOS VALES DE COMIDA.
El vecindario reunía traficantes de droga, prostitutas y gente sin empleo y enferma mental, que recibían ayudas estatales y se las arreglaban para vivir solos o en alguna de las numerosas casas de inquilinato de la zona. Algunos llevaban sus cosas en un carrito de la compra, metálico y oxidado, y dormían en los portales. El barrio conservaba restos de sus pasados días de gloria: enormes casas victorianas de finales de siglo, laberínticos complejos de apartamentos y moradas majestuosas estilo catedral. Para la policía, el distrito posee la dudosa distinción de ser el lugar donde se han cometido más de la mitad de los homicidios de la ciudad de los últimos cinco años.
Aquel lunes 22 de julio era especialmente caluroso y húmedo, el tipo de calor que se pega al cuerpo. A los polis que estaban de servicio, el sudor les bajaba por el pecho y formaba pequeños charcos salados debajo de los chalecos antibalas laminados con acero. Los cinturones de la pistolera les colgaban de forma incómoda de la cintura y el roce constante les irritaba la piel. Los coches patrulla en los que recorrían las calles apestaban a gasolina y a los olores corporales del último detenido que había ocupado el asiento trasero. Era en noches como aquélla cuando no veían la hora de regresar a sus hogares.
Ansioso por ver a su esposa e hija, Mueller deseaba llegar al final de su turno sin tropezar con nada que le obligase a prolongarlo. Mueller, de treinta y nueve años, era un veterano que llevaba diez años en el departamento de Policía de Milwaukee. Nacido en Alemania, había emigrado a los Estados Unidos de muy joven, pero hablaba un poco de alemán en casa, con su hija, para preservar su herencia. Sobre su estructura de un metro ochenta y tres centímetros, lucía una masa de rizos rubios perpetuamente desordenados. A Mueller le gustaban las películas de terror y siempre comentaba lo mucho que disfrutaba con un buen susto.
El compañero de Mueller, Bob Rauth, de cuarenta y un años de edad, llevaba ya trece años en el departamento. Sus cabellos rubios rojizos habían comenzado a escasearle encima de la frente, y dejaban al descubierto una cicatriz provocada por un accidente de coche en el que él había salido despedido a través del parabrisas. Su constitución robusta parecía más adecuada para un luchador que para un policía. Al igual que muchos oficiales, Rauth estaba divorciado. Sus compañeros del departamento sabían que él hacía todas las horas extraordinarias que le era posible, ansioso de conseguir alguna misión de dos horas más de trabajo para poder conseguir un dinero extra, algo que los polis llaman «caza de horas extra». Trabajar con Rauth significaba siempre «trabajar de más». Otros polis le describían como uno de esos tipos a los que durante las horas de trabajo les ocurren las cosas más extrañas, las más inverosímiles. Afortunadamente, Rauth sabía reírse de sí mismo, y con frecuencia hacía desternillarse de risa a toda la comisaría con el relato de algo que le había ocurrido durante una misión o «servicio».
Mientras Mueller y Rauth permanecían sentados en el coche patrulla, esperando a llevar un detenido a la cárcel, se les acercó un hombre de raza negra, bajo y delgado, de cuya muñeca derecha colgaban unas esposas. Otra noche de verano que hace aflorar lo mejor de cada uno, pensaron ambos.
—¿A cuál de nosotros te le escapaste? —preguntó uno de los oficiales a través de la ventanilla abierta del coche.
El hombre era Tracy Edwards, de treinta y dos años de edad. Si bien alguien que anduviera por la calle con unas esposas colgando de la muñeca habría atraído la atención en un suburbio más lujoso de Milwaukee, en el cruce de Kilbourn y la calle Veinticinco no era nada fuera de lo común. Las llamadas de los coches patrulla pueden ir desde el aviso de que un hombre con la cabeza envuelta en papel de aluminio está pintando símbolos en los edificios con un aerosol, hasta el de que un hombre desnudo está dirigiendo el tráfico en el cruce principal. El área está llena de ciudadanos «muy originales», de los que hay que llevar al Sanatorio Mental del condado de Milwaukee para mantenerlos bajo una atenta «observación mental», más que de los que van a parar a la cárcel una vez arrestados.
Rauth y Mueller no se decidían a dejar que Edwards siguiera su camino, ante la posibilidad de que se le hubiese escapado a otro oficial de policía, así que le preguntaron si los brazaletes plateados en forma de esposas eran un recuerdo de un encuentro homosexual. Los polis practican la consigna de cúbrete-el-culo en todos los turnos en los que trabajan. No quieren encontrarse al día siguiente en la oficina acristalada de alguien, intentando explicar por qué se zafaron de una situación determinada que se puso fea después de que ellos se marchasen, mientras los ciudadanos vociferan sus nombres y números de placa ante el jefe de policía.
Al detenerse Edwards junto al coche patrulla, divagó acerca de un «tipo raro» que le puso las esposas durante una visita que él había hecho a su apartamento. Después de reprender a Edwards y decirle que hiciera que su «amigo» le quitase las esposas, los dos oficiales escucharon finalmente la historia del hombre. No hubiese sido nada insólito que los dos policías escribieran el informe del asunto como un encuentro entre homosexuales que se había torcido, pero Rauth husmeó horas extra y le pidió a Edwards que le indicase el lugar en el que había sucedido todo aquello. Así de cerca estuvo Jeffrey Dahmer de que no le apresaran ese día. A veces, los criminales se escapan del arresto porque éste se interrumpe al final del turno de un policía o porque un oficial cansado por haber trabajado hasta muy tarde la noche anterior no quiere pasar el día siguiente en los juzgados y presentarse luego al trabajo.
Los dos oficiales decidieron acompañar al hombre al apartamento 213 del edificio Oxford, en el número 924 de la calle 25 Norte. No estaban familiarizados con el edificio, una estructura de ladrillos de tres pisos, razonablemente bien cuidada, a la que les hacían acudir en raras ocasiones porque sus ocupantes tenían empleos y llevaban una vida tranquila. Una vez en el interior, los oficiales se sintieron profundamente impresionados por el olor rancio que flotaba en el aire, que iba en aumento a medida que se acercaban.
Pero todos los sitios de esta zona apestan, pensaron ellos. A los policías les saludan una gran variedad de olores cuando les envían a hacer una comprobación en un piso lleno de niños que, según descubren los oficiales, han estado durante varios días sentados sobre sus propios excrementos y han estado utilizando indistintamente la bañera y el retrete mientras la madre está en la taberna de la esquina. Los olores nauseabundos son una parte tan importante de los barrios bajos como lo es el crimen.
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