Anne Cumming - El hábito del amor
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- Libro:El hábito del amor
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1977
- Índice:4 / 5
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El hábito del amor: resumen, descripción y anotación
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El hábito del amor — leer online gratis el libro completo
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Siguiendo una tradición ampliamente conocida, Anne Cumming decidió, en un momento clave de su vida, sentarse a escribir sus memorias. Sin embargo, en vez de iniciarlas por su nacimiento, dedicó el primer volumen, El hábito del amor, a evocar el período de su vida comprendido entre los 50 y los 60 años. Estas «Confesiones sexuales de una mujer mayor» se inician el día del cincuenta cumpleaños de la autora, cuando, sorprendiendo a propios y extraños, anuncia en una fiesta la decisión de abandonar el sexo, la práctica del mismo. A pesar de la aparente seriedad de la resolución, ésta se iba a mostrar precipitada. No había tenido en cuenta las docenas de hermosos y tentadores jóvenes que iban a cruzarse en su camino, así como aquello que una vez le dijo su amigo William Burroughs: «El amor es el hábito más difícil de abandonar».
Anne Cumming
Confesiones sexuales de una mujer mayor
La sonrisa vertical - 55
ePub r1.0
Titivillus 25.10.15
Título original: The Love Habit. The Sexual Confessions of on Older Woman
Anne Cumming, 1977
Traducción: Antonio Prometeo Moya
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Epílogo. No mires ahora, pero los sesenta están a la vista
Italia, junio 1976
Edad, 59
Había pasado otro año, me encontraba muy bien, pero Italia se ponía difícil. El coste de la vida había vuelto a subir. El Mercado Común sabía subir los precios y empobrecer a los ciudadanos con éxito rotundo. Mis amigos italianos predecían un triunfo electoral de los comunistas y mis amigos extranjeros preguntaban: «¿Dónde vivirás entonces?». Iba a haber elecciones generales próximamente.
—Votaré por los comunistas y me iré del país después —dijo mi yerno el siciliano cuando pasó a hacerme una visita—. Italia necesita el comunismo, pero yo no. ¿Qué piensas hacer tú Anne?
—Podrías buscarte un simpático millonario norteamericano y sentar cabeza —dijo con convencimiento mi hija Vanessa—. Vas a cumplir sesenta dentro de nada.
Como de costumbre, yo estaba regando las plantas. Era absurdo dejar que se muriesen los geranios sólo porque se fuese a implantar el comunismo, aunque a lo mejor tenía que plantar geranios rojos al año siguiente. Hasta el momento me había especializado en todos los matices del rosa. Norman Douglas me había dicho en Capri años atrás: «Los geranios rojos son plantas vulgares, querida. No son propios de los jardines particulares, sólo de los parques públicos». En consecuencia, había eliminado de mi vida los geranios rojos, aunque desde entonces mi vida se había convertido en un parque público.
—¡Abuelita! ¡Abuelita! ¡Mira el avión!
Los dos chicos de Vanessa se habían puesto a saltar mientras señalaban al cielo, donde un avión antiguo tiraba de una pancarta en la que se leía: VOTA DEMOCRACIA CRISTIANA.
—¿Qué dice, abuelita? ¿Qué dice? —preguntó Mark, que aún no sabía leer.
—Dice: «Beba Coca-cola » —contesté.
—¿Por qué les dices eso? —preguntó mi hija.
—Porque no quiero que les envenenen con política el inocente cerebro.
Como si hubiera recibido una orden, el avión descargó una lluvia de panfletos electoralistas que cayeron revoloteando para alfombrar una ciudad llena ya de basura hasta las rodillas. Matthew y Mark no cabían en sí de gozo y saltaban para atrapar los papeles que revoloteaban y recogían los que había en el suelo. Cuando reunieron un buen montón, fueron hasta la barandilla de la terraza y los tiraron a la calle uno por uno, gritando: «¡Beba Coca-cola ! ¡Beba Coca-cola !».
—Mira lo que has hecho —dijo mi hija—. Les has insuflado instintos comerciales en el inocente cerebro.
—Y no lo soportas, ¿verdad? —repliqué, y fui a contestar al teléfono.
Era Rudi.
—Acabo de llegar y quisiera invitarte a comer en Ranieri.
—Se ha puesto por las nubes. Los precios se han disparado con la inflación. ¿Dónde te hospedas, por cierto?
—En el Hassler.
—Dios mío, Rudi. Sólo los millonarios norteamericanos se alojan ahí.
—Estoy a punto de serlo. Bueno, ¿nos vemos dentro de una hora en Ranieri? Tengo algo muy importante que decirte.
—De acuerdo. Vanessa está aquí con los niños y tendré que hacerles antes la comida. Quiere casarme con un pretendiente ideal, como de costumbre. Me vendrá bien una escapada.
—Pero es que es de eso de lo que quiero hablarte. Yo también creo que deberías casarte.
—No me pongas nerviosa, Rudi. Me estoy esforzando por renunciar a la sexualidad y no me resulta nada fácil. No me vengas a fastidiar ahora.
—El matrimonio puede ayudarte a renunciar a la sexualidad.
—Me temo que suele ser así. Pero ya lo discutiremos mientras comemos.
Los niños chapoteaban en la terraza sobre los charcos que había formado la regadera, ya que algunas macetas estaban resquebrajadas. Me hacía falta un marido rico que me arreglase la terraza. La casa entera comenzaba a desvencijarse.
—Era Rudi —dije.
A Vanessa le caía bien Rudi porque era más o menos de mi edad y nos conocíamos desde hace tanto tiempo que nuestra relación se había vuelto del todo respetable.
—Rudi también quiere que me case —me quejé.
—Estupendo. ¿Por qué no te casas con él? Por lo menos, ya conoces lo peor que tiene; es un comienzo óptimo para un matrimonio.
—Pero yo quiero ser libre, niña cínica.
—¿Qué harás con la libertad cuando tengas sesenta años?
—Ya cruzaré el puente cuando llegue a él.
—Lo tienes casi delante, madre.
Hice caso omiso de la observación.
—Venid aquí, cabroncetes —grité a los chicos—. O dejáis de hacer eso u os quitáis la ropa para que no se os ensucie. —No me hicieron caso—. ¡Matthew! ¡Mark!
Cogí a uno y mi hija cogió al otro. Los desnudamos y se pusieron a corretear con alegría, totalmente desnudos, sembrando las baldosas de huellas de pies.
—Tus hijos están bien dotados —comenté—. Harán feliz a cualquier mujer.
—¿Consiste en eso la felicidad? —preguntó mi hija.
—No sabría decirte. Me he esforzado por averiguarlo. Cuando se sabe demasiado, las ideas se confunden.
—¡Abuelita! ¡Mamá! Ya vuelve al avión.
Miré al cielo. Era un avión distinto. Aquel exhortaba al pueblo italiano a votar por el nuevo partido fascista con una pancarta que decía: VOTARE M. S. I. E VOTARE BENE.
—Es otro avión y dice otra cosa —exclamó Matthew, demostrando que sabía leer.
—¿Qué dice éste, abuelita? —me preguntó Mark, haciendo caso omiso del superior conocimiento del hermano.
—Dice «Bebe Pepsi-cola» —contesté sin vacilar, mientras una nueva nube de octavillas cubría el cielo.
—¡Beba Pepsi-cola! ¡Beba Pepsi-cola! —gritaron los niños desnudos con alegría, cogiendo y tirando los panfletos al aire.
Mi hija y yo entramos en la casa para preparar la comida.
—Yo les daré la comida, mamá. Tú ve y haz que Rudi te haga una proposición —dijo Vanessa para estimularme.
—¡No seas idiota! Rudi no me lo propondría nunca.
Me lo propuso. Sentado en el rincón de la sala de brocado rojo del Ranieri, me dijo que su padre había fallecido y que ahora era propietario de un castillo en los Dolomitas, de un piso grande en Viena y del piso que ya tenía en Nueva York. El viejo barón se lo había dejado todo.
—¡Necesito que alguien cuide de todas estas casas! —dijo.
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