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Fernando Schwartz - Al sur de Cartago

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Fernando Schwartz Al sur de Cartago Fernando Schwartz 1985 Para A S - photo 1

Fernando Schwartz

Al sur de Cartago

© Fernando Schwartz, 1985

Para A. S., que no paró

hasta verme escribir

la ultima palabra del manuscrito

y que nunca dejó de creer en él

PREFACIO

– Es una vista asombrosa, ¿verdad? -dijo, acercándose al enorme ventanal -. Nueva York es una ciudad para el invierno. En verano no hay quien la aguante, pero ahora es como un tónico. -Miró hacia el río, veintiún pisos más abajo, y sonrió-. Al principio, cuando se llega aquí por primera vez, esta vista le parece a uno un vertedero… Pasan las barcazas cubiertas de basura, las orillas están llenas de sacos de plástico y enfrente está aquella isla con un par de edificios en ruinas -señaló con la barbilla. Guardó silencio. Luego añadió pensativamente-: Recuerdo la primera vez en que me pareció una vista espléndida. Era una mañana de domingo, en primavera, unos seis meses después de llegar. -Se volvió y la miró-. Tenía una resaca de caballo. -Se puso a reír y se le marcaron unas profundas arrugas en la frente.

– ¿Me das un coñac?

– Claro que sí. ¿Courvoisier? -preguntó, acercándose a un aparador cubierto de botellones de cristal. Del cuello de cada botella colgaba un pequeño letrero de plata con el nombre del licor que contenía. Abrió la puerta del mueble y sacó dos enormes copas.

– Me parece que he bebido más de lo que conviene a una joven inocente -dijo ella, recostándose en el sofá. Al hacerlo, se le subió la falda del traje negro, dejando entrever la perfecta curva de una rodilla enfundada en la media de seda. Sonrió y se le marcaron dos hoyuelos en la comisura de los labios -. De pequeños, mi padre ni siquiera nos dejaba ponerle vinagre a la ensalada. Siempre decía que tenía alcohol y que eso era malo. Por las noches, bajábamos de puntillas a la cocina y nos bebíamos el vino que había sobrado de la cena. Nos sabía fatal. -Rió.

– No te imagino haciendo travesuras con ese aire de niña ingenua que ahora tienes. -Se acercó con una copa de coñac en cada mano y le ofreció una.

– Gracias. -La mujer se levantó y dio unos pasos hasta el ventanal -. Es de verdad increíble -murmuró.

De pie, era aún más alta de lo que parecía cuando estaba sentada.

Fuera, la luna, inmóvil y brillante, prestaba al paisaje del East River y de los rascacielos que se amontonaban hacia él una cualidad etérea, suspendida en el aire, como piezas de un rompecabezas de cristal. A aquella altura, los ruidos de la ciudad llegaban apagados, con sordina, sólo rota por los continuos bocinazos y sirenas de los coches de bomberos, las ambulancias y los automóviles azules de la policía. Un raudal de plata flotaba en el río, reflejando la luna. Alguna cornisa cubierta de nieve reforzaba la impresión de una ciudad que, con el frío, había llegado al punto de resquebrajamiento.

– Parece casi frágil este monstruo, ¿verdad?

– Humm. Hay que acostumbrarse a él. Pero a mí me cuesta cada día más trabajo. Toda mi vida, desde que era niña, he vivido rodeada de plantas y bosques. A mí, esto del cemento no me va.

Se volvió sonriendo; y desdecía, con su elegancia y sofisticación, su pequeña declaración campesina.

Él se acercó a la ventana. Miró hacia el río y luego se volvió hacia ella. Sus rasgos tenían la cualidad impasible y escudriñadora de quien está acostumbrado a mandar y, sobre todo, a que se le obedezca.

Repentinamente sonrió.

– ¿Sabes una cosa? Hace mil años que no bailo. Seguro que ya no sabré, pero, mirándote, lo único que se me ocurre es decirte que bailemos.

Sin esperar a que le contestara, fue hacia la enorme biblioteca. Manipuló unos botones y, al instante, empezó a sonar una música suave y rítmica. Sin volverse, se acercó a la chimenea, dejó su copa sobre la repisa, ladeó la cabeza y miró al fuego. Se inclinó, tomó un grueso tronco de un gran caldero de cobre y, cuidadosamente, lo colocó encima de las llamas. Se enderezó y se dio la vuelta.

Ella no se había movido. De pie, quieta, ausente, enfundada en su traje negro, parecía casi transparente. Se sacudió con un escalofrío y fue hacia él. Le entregó su copa y permaneció inmóvil hasta que él la tomó en sus brazos.

Empezaron a bailar en perfecta sincronía.

Fue apenas un gesto. Apenas la sugerencia de un momento que se escapó al ritmo. Una larga aguja apareció en la mano izquierda de la mujer. Con un movimiento fluido y rapidísimo, colocó la punta de la aguja en el cuello de él, a la altura de su segunda vértebra cervical, y empujó hacia sí, como si quisiera estrechar su abrazo. La aguja penetró limpiamente y seccionó el tallo cervical.

Sin un ruido, con un solo y profundo suspiro, el hombre murió. Sin sufrir y sin darse cuenta. Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo.

Se quedó quieta mirándole. Ni siquiera había soltado la aguja. Cuidadosamente, le pasó un pie por encima y, luego, el otro. Se acercó a la consola de música y la apagó con la mano derecha. Aún llevaba la aguja en la izquierda.

Se dirigió hacia la puerta. En su umbral, se volvió y paseó lentamente la mirada por la habitación. Hizo un rápido gesto afirmativo con la cabeza y salió. Se acercó a un pequeño taburete que había en el vestíbulo. Su bolso estaba colocado encima de un abrigo de piel de lobo. Lo abrió y metió la aguja. Luego, dejó el bolso a un lado y se puso el abrigo; y, mientras lo hacía, examinaba con verdadero y frío interés cinco pequeños cuadros renacentistas que colgaban de la pared, encima del taburete. En cada marco había una pequeña chapa de latón en que rezaba: Durero.

Cerró la puerta del apartamento con cuidado y llamó al ascensor.

– Buenas noches, señorita -dijo el ascensorista.

– Buenas noches.

Las puertas metálicas se cerraron con el estrépito siempre reconocible de los ascensores neoyorquinos.

Salió a la calle. Unos metros a la izquierda del portal estaba estacionado un taxi con la luz encendida. El taxista levantó la cabeza, se llevó dos dedos a la frente en señal de aquiescencia, arrancó el motor y dejó que el coche rodara hasta donde esperaba ella.

– Al aeropuerto Kennedy, por favor.

CAPITULO PRIMERO

El día en que murió Marta yo no estaba delante. Marta era mi mujer, la persona más increíblemente bella, sensible e inteligente que he conocido y que, probablemente, conoceré en mi vida. Creo que lo que más me afectó al principio fue no haber podido ser testigo, no haber estado físicamente allí para sentir masoquistamente mi impotencia. Me pareció que alguien me había quitado el derecho a contemplar personalmente el acontecimiento que rompió en dos mi vida. Todavía hoy, me levanto por la mañana cada día y me acuerdo de ella y de quien ni siquiera me dio la oportunidad de atesorar los últimos momentos de su existencia, de mirarle la cara tan terriblemente expresiva, la sonrisa tan repentina, y de saber que era la última vez que lo hacía.

Algún día me pasará por delante, pensaba yo a cada momento.

Me levanté, como siempre, con el súbito recuerdo de Marta, como un rito, y me asomé a la ventana. El día era gris y frío. Es irónico que ahora no recuerde aquella mañana como particularmente ominosa. Nada hacía presagiar que se iniciaba la cadena de coincidencias que terminaría en el desastre en que acabó la operación cordón sanitario. Nina Mahler, Dios la bendiga, tenía la imaginación calenturienta y se le ocurrían unos nombres inevitablemente grotescos. Cordón sanitario, naturalmente, fue rebautizado como tampax por Dennis tres minutos después de que yo le hablara de mi nuevo encargo.

– No es que vayas a proteger la santidad de la información, vida; le vas a poner un tampón.

El hecho es que ahora sé que, probablemente, debería haberme quedado en la cama. Nada, siquiera, permitía sospechar la concatenación de acontecimientos que se iniciaba al asomarme por la ventana, un acto tan sencillo y automático tendría algo que ver con la operación misma. Y es que, abriendo los cristales de par en par ("un día, la manía de la higiene te ya a llevar a la tumba, vida"), me acatarré instantáneamente. Esas cosas no pasan más que en Washington. Si no me hubiera acatarrado, no me habría dado una sauna, en la sauna no habría leído el periódico, y no habría acabado en Nueva Cork ese fin de Semana. Soy un fatalista. También soy un simple mortal: una premonición hubiera evitado la tragedia. Pero las cosas siempre ocurren demasiado deprisa y se reacciona un segundo o dos después, y no antes, del hecho que las desencadena.

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