EPÍLOGO
Yo tenía un primo en Santander, en el otro hospital, en el hospital grande y corriente. Era médico: el doctor Guillermo Gil; y creo que era pariente de los Bamford, la familia de mi abuela, de Cheshire. Era mitad español y mitad inglés. Fue una coincidencia. Cuando llegó no querían que me viera nadie, pero como era médico, insistió, y así tuve una entrevista con él. Y dijo: «Quiero que vengas a tomar el té conmigo. No pueden negarse». No pudieron. Y hablamos, y al final me dijo: «Voy a escribir al embajador en Madrid, y te sacaré». Cosa que hizo. Me enviaron a Madrid con frau Asegurado, mi cuidadora.
Era Nochevieja, lo recuerdo muy bien. Hacía un frío intenso y paramos en Ávila, donde nació santa Teresa. Había un tren largo con muchos vagones cargados de ovejas que balaban de frío. Era espantoso. Los españoles pueden ser atroces con los animales. Recordaré aquellas ovejas sufriendo hasta el día que me muera. Era como el infierno. Estuvimos detenidos, no sé por qué, horas enteras, escuchando ese lamento absolutamente infernal; y estaba sola con frau Asegurado.
Después llegamos a Madrid y nos hospedamos en un hotel amplio y bastante caro. Es un poco complicado hablar de esa época, porque la Imperial Chemicals era capaz de toda clase de cosas. Reapareció el hombre que la dirigía, y se le permitió llevarme a comer sin frau Asegurado, y a veces a cenar también. Una noche, él y su mujer me invitaron a comer; estaban recelosos de mí, porque acababa de salir del manicomio. Pude ver cómo dudaba ella en darme el cuchillo y el tenedor. Hice lo que pude para no desmoronarme, tan extraño era todo. La tenía absolutamente petrificada; a los dos, de hecho. Luego, ella no quiso volverme a ver más. Resultaba yo demasiado inquietante para entrar en la vida social de Madrid.
Una noche ventosa —era invierno, recuerdo, y hacía mucho frío en Madrid, entonces— fui con él a un restaurante muy caro; y me dijo: «Su familia ha decidido enviarla a Sudáfrica, a un sanatorio donde será muy feliz porque es delicioso».
Yo dije: «No estoy segura de eso».
Y añadió: «Tengo otra idea (personal, naturalmente): podría ponerle un piso precioso aquí y visitarla a menudo», y me cogió el muslo.
Así que me vi frente a una tremenda alternativa. O me embarcaban para Sudáfrica, o me acostaba con ese hombre espantoso. Corrí al servicio. Sin embargo, cuando salí aún no había decidido nada. Íbamos a abandonar el restaurante cuando sopló una tremenda ráfaga de viento y el letrero de metal del restaurante cayó justo delante de mí, a mis pies. Podía haberme matado; así que me volví y le dije: «No. Mi respuesta es no». Y eso fue todo lo que dije. No tuve que añadir nada más. «Entonces, significa que saldrá para Portugal, y luego para Sudáfrica», dijo.
Lo dispusieron todo para enviarme, y frau Asegurado regresó a Santander. Me metieron en el tren, con mis documentos, cualesquiera que fuesen. Yo me había deshecho de todos, pero por lo visto habían reaparecido. Iba a ser embarcada. Se avergonzaban de mí.
Yo me dije: «¡No voy a ir a Sudáfrica ni a ningún otro sanatorio!». Pero no se me ocurrió bajarme del tren antes de llegar a Lisboa.
Una vez en Lisboa, donde me recibió un comité de la Imperial Chemicals: dos hombres que parecían policías, y una mujer de rostro avinagrado. Dijeron: «Tiene usted mucha suerte, va a ir a vivir a una casa preciosa de Estoril, con doña Fulana de Tal».
Por entonces, yo ya había aprendido: no había que luchar con esa clase de gente, sino pensar más deprisa que ellos. Así que dije: «Será maravilloso».
Llegamos a la casa de Estoril, a unos kilómetros de Lisboa. Había apenas centímetro y medio de agua en la bañera y un montón de loros. Pasé allí la noche y me dediqué a pensar afanosamente; y al día siguiente me dije: «Este clima les va a sentar terriblemente a mis manos. Tendré que comprarme guantes. Y no he traído sombrero».
Mi intención era ir a Lisboa, y funcionó. La mujer dijo: «Naturalmente. Nadie sale sin guantes».
Así que fuimos. Llegamos a Lisboa, y me dije: «Ahora o nunca». Tenía que encontrar un café lo bastante grande, y luego: «¡Aarg! —exclamé agarrándome el estómago—. Necesito ir al aseo». «Sí, inmediatamente», dijo ella. Me condujo adentro. Había calculado bien: era un café con dos puertas. Salí corriendo, cogí un taxi —llevaba algo de dinero para comprar los guantes—, y dije al taxista en español: «A la embajada de México».
Me había encontrado con Renato Leduc en mi paso por Madrid. Me tropecé con él en un thé dansant, en el que me permitieron ver bailar a la gente, aunque, por supuesto, no me dejaron bailar. Yo estaba con mi cuidadora, frau Asegurado —a Renato lo había conocido en París, era amigo de Picasso—; le conté lo que me había pasado, y le pregunté: «¿Adónde va, por el amor de Dios?». Teníamos que hablar taquigráficamente en francés, lengua que frau Asegurado no conocía. Renato me dijo entonces: a Lisboa.
Así que ese día desembarqué en el consulado de México, donde había un montón de mexicanos a los que jamás había visto. Les pregunté si estaba allí Renato, y me dijeron que no; tampoco sabían cuándo iba a estar. Entonces les contesté que me quedaría a esperarle. Protestaron: «Pero, señorita…». No dijeron más. Así que añadí: «Me busca la policía», lo cual era más o menos verdad. Y dijeron: «En ese caso… —parpadeos, parpadeos—, puede esperar a Renato».
El embajador se portó maravillosamente conmigo, después. Tuve que entrar a verle, y dijo: «Está usted en territorio mexicano. Ni siquiera los ingleses pueden tocarla». No sé cuándo apareció Renato. Al final, dijo: «Vamos a casarnos. Sé que es horrible para los dos, porque no creo en esa clase de cosas, pero…».
Por entonces tenía yo tanto miedo de mi familia como de los alemanes. Encontré a Renato atractivo la primera vez que le vi, y aún me lo seguía resultando. Tenía una cara morena como la de un indio, y el cabello muy blanco. No; estaba perfectamente en mis cabales. Era capaz de cualquier cosa para que no me enviaran a Sudáfrica, para no doblegarme a los designios de mi familia.
Entonces apareció Max con Peggy [Guggenheim], y ya seguimos siempre juntos todos. Era algo extraño estar con los hijos de todo el mundo, los exmaridos y las exesposas (allí estaba Laurence Vail, anterior marido de Peggy Guggenheim, con su nueva esposa, Kay Boyle). Me parecía muy mal que Max estuviera con Peggy. Yo sabía que no la amaba, y aún conservo la vena puritana de considerar que no se debe estar con alguien a quien no se ama. Pero Peggy se ha maleado mucho. Era una persona bastante noble, generosa, y jamás se mostró desagradable. Se ofreció a pagar mi avión a Nueva York, a fin de que pudiera irme con ellos. Pero no quise; estaba con Renato. Finalmente fuimos en barco a Nueva York, donde permanecí casi un año, hasta que nos marchamos a México.
Esa es la historia.
Mi madre vino a verme a México cuando nació mi hijo Pablo en 1964. Pero nunca hablamos de esos tiempos. Es el típico asunto del que los ingleses de esa generación no hablan jamás. Y era una faceta propia del carácter peculiar y complejo de mi madre.
Podría pensarse que fueron a verme a Santander. Pero la verdad es que no lo hicieron. Enviaron a Nanny. Puede imaginarse el español que hablaba Nanny. Fue un milagro que llegara. Lo terrible es que una ahoga su enojo. Jamás me enfurecí de verdad. Me daba cuenta de que no tenía tiempo. Me atormentaba la idea de que tenía que pintar; y cuando me alejé de Max y estuve con Renato, en seguida me puse a pintar.
Nunca volví a ver a mi padre.
Según fue contado a Marina Warner
Julio de 1987, Nueva York
Título original: Down Below
Leonora Carrington, 1943
Traducción: Francisco Torres Oliver
Prólogo: Elena Poniatowska
Editor digital: Titivillus
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