A Dios, que me guía más allá de lo imaginable si le presto oídos.
A Susan, mi esposa y compañera: tu belleza exterior queda opacada por tu hermosura interior, inteligencia, sensibilidad y capacidad de dar amor, que me han fortalecido en el viaje que emprendimos juntos.
A Alicia y Luke, mis dos hijos: ser padre ha sido la mayor alegría de mi vida.
A Paul: En el pasado solo fue un residente más, ahora es un hermano. A mis compañeros de Rockford: Art, Paul, Marge y «las muchachas». A Joe y Mary Davis: los padres de Susan ya fallecidos, unos suegros excelentes.
Además, deseo agradecer a …
Las personas de Princeton que no figuran en el libro, pero que trataron de ayudarme: Carol, Colleen, George, Helen, John, Ralph y Tim, y también a las familias Swanson y Malm.
Los compañeros de la universidad: los Eds, Barbie, David, Doug, Gerry, Jimmy, John, Kate y el grupo de jóvenes New Garden.
Los misioneros Ruth y Brad Hill, y Jan y Bob Thornbloom. Mbote!
Barry, Jay, Pete y Steve, el grupo de hombres que me ayuda a ser responsable y confiable.
Los hombres que participan de CBMC (Christian Business Men’s Connection, una red de empresarios cristianos), en especial a Pat O’Neal.
Al matrimonio Cathy de la empresa Chick-fil-A y su fundación WinShape que atiende a los niños en situación de riesgo.
Los socios de Kiwanis que trabajan al servicio de los niños en situación de riesgo y me invitan a colaborar.
A mis compañeros de «Red Pen Partners» de Massachussetts, que hacen una lectura crítica de mis escritos.
A Dotty Hoots y sus estudiantes de la promoción 2004 en la Wesleyan Academy, un grupo humano increíblemente valioso.
A Phil Downer de los Ministerios DNA y a nuestro compañero, Ken Walker, por su constante estímulo.
A Ronda, Ruth y Vivien, que se ocupan de que todo funcione bien.
A Nanci y John, mis guías en Focus.
Y a Barbara Winslow Robidoux, mi asesora literaria que ahora se convirtió en mi amiga.
E STE ES UN LIBRO SOBRE la esperanza. Sin embargo, a la luz del malestar que últimamente ha generado la publicación de memorias que contenían «datos» dudosos, es legítimo preguntarnos si esta historia es real.
En ocasión de participar como orador en una jornada a fin de recaudar fondos para el Hogar de Niños Covenant, me enteré a través del director de que dado que yo nunca había estado bajo la tutela del estado, tenía acceso irrestricto a los archivos de mi caso. Mientras clasificaba una serie de documentos para mi propio registro, más de una vez pensé: Si alguna vez escribo un libro, la gente creerá que inventé todo esto.
Sin embargo, todo sucedió tal como lo cuento. No solo he reconstruido los hechos tan fehacientemente como los recuerdo, sino que también recurrí a lo que otros adultos involucrados en mi historia recordaban, a la información documentada por el asistente social encargado de mi caso, a las entrevistas consignadas en mi expediente, y al diario personal de mi abuela Gigi.
A fin de que otros niños del orfanato puedan contar su propia historia en el momento y la forma que ellos elijan, no he incluido nombres, con excepción de uno de ellos, y lo hice con su consentimiento. Ningún nombre de este libro es ficticio, aunque sí he usado apodos.
Me han dicho que tengo una memoria excepcional. Por supuesto, nadie puede asegurar una perfecta reconstrucción del pasado, pero los diálogos de este libro reflejan fielmente lo esencial de cada situación y los reproduje de forma tan literal como me fue posible. Todos los adultos citados que están vivos y con los que pude ponerme en contacto confirmaron mi recuerdo de los hechos en los que ellos intervinieron.
Sí, esta historia de esperanza es real. El lector podrá obtener más detalles en el sitio www.amillionlittleproofs.com.
El hombre es
fruto del carácter,
no de las circunstancias.
—B OOKER T. W ASHINGTON
Un esclavo que llegó a ser educador
[1]
Abandonado
L A MAYORÍA DE LOS RECUERDOS de mis primeros años de vida se componen de imágenes difusas e imprecisas. Una de ellas, sin embargo, se destaca con absoluta nitidez.
El miedo la grabó a fuego en la mente de aquel niño de tres años.
Mi madre y yo estamos parados frente a un enorme edificio. Hay nieve apilada a lo largo de la vereda.
—Vamos, Robby —dice mi madre mientras me arrastra por los escalones hasta la puerta de entrada—. Nos están esperando.
Poco después nos encontramos en una habitación desconocida; no entiendo qué hacemos allí. Durante la noche me asustan los ruidos y las sombras; me despierto sollozando, y mi madre me hace callar.
Nos despierta un timbre estridente. Brilla el sol y las sombras que me atemorizaban han desaparecido. Los sonidos extraños que había escuchado de noche se convierten en risas y correteos.
Desayunamos en una habitación espaciosa con muchos niños, pero ellos no parecen vernos. Terminamos de desayunar, y mi madre me lleva al piso superior. Nos espera una señora desconocida que lleva puesto un vestido largo y oscuro.
—¿Por qué no vas a jugar con él? —me dice, señalando hacia un rincón donde un niño juega con unos bloques.
No me muevo de mi lugar.
—¡Robby, haz lo que te dicen! —ordena mi madre.
Indeciso, me aferro a la pierna de mi madre, pero ella se desprende de mí, me toma de un brazo y me lleva al rincón de juegos. Me sienta en el piso y quedo frente al niño, de espaldas a ella.
Intento alcanzar un bloque, pero el niño me lo arrebata. Cuando trata de acaparar todos los juguetes para sí, busco a mi madre para quejarme.
Solo veo a la señora extraña. Mi madre se ha ido. —Tu mamá fue al hospital, Robby —me explica—. Tomó el tren de regreso a Chicago. Vendrá a verte cuando se ponga bien.
Veo el movimiento de los labios, pero no escucho lo que dice. Cuando finalmente comprendo que mi madre me dejó allí, comienzo a lloriquear.
—Basta de llanto, Robby —dice la señora—. Ve a jugar con los bloques.
—¡Quiero ir con mamá! —comienzo a gritar—. ¡Quiero ir con papá y con mi abuela Gigi! ¡Quiero ir a casa!
Después de los gritos, rompo en llanto y corro a la puerta. Intento abrirla, pero no puedo hacer girar el picaporte.
—Robby, deja de llorar o te daré unas buenas palmadas —me advierte la mujer.
—¡Quiero ir a mi casa! ¡Quiero ir a mi casa! —me tiro al piso, grito y pataleo.
Mi berrinche acaba con su paciencia. Me levanta de un tirón y me da varias palmadas. Por fin, aprieto los dientes y dejo de gritar. La mujer se detiene, pero yo no puedo contener los sollozos. Esa noche, los demás niños me ignoran.
A la mañana siguiente, me despierto en una cama mojada. La mujer me da una reprimenda.
Después del desayuno, cubre el colchón con un cobertor marrón de hule y coloca encima una sábana, también de hule color marrón. Permanezco acostado entre las dos planchas de goma toda la mañana. El hule es caluroso y hace ruido cada vez que me muevo. —¡Un bebé que se hace pis! —se burlan algunos niños—. El niño nuevo es un bebito que se hace pis.
Me siento avergonzado, pero el miedo me impide responder. El ruido del hule me identifica como un niño malo, diferente.