Hasta ahora, los psicólogos asumían como irrefutable la tesis de que eran la herencia genética y el entorno familiar, es decir, los padres, los que determinaban la personalidad de los hijos. Pero en esta revolucionaria obra, Judith Rich Harris cuestiona esta idea a partir de ciertas evidencias: ¿Por qué los hijos de los padres inmigrantes acaban hablando el idioma y con el acento de su grupo social, y no con el de sus padres? ¿Por qué los gemelos que se han criado juntos no son más similares que los que se separaron de pequeños? Desde una perspectiva interdisciplinar y con un estilo claro, accesible y tremendamente ingenioso, este libro demuestra que los padres tienen una influencia relativa en cómo resultarán sus hijos, pues no son los padres quienes socializan a sus hijos, son los propios niños los que se socializan entre ellos.
Es esta una obra esencial, que sintetiza de forma magistral las evidencias aportadas por los últimos estudios de psicología, sociología, antropología y biología evolutiva y que nos ofrece una visión sorprendentemente nueva de quiénes somos y por qué llegamos a ser como somos.
Judith Rich Harris
El mito de la educación
ePub r1.1
Mezki 02.10.14
Título original: The Nurture Assumption
Judith Rich Harris, 1992
Traducción: Mercedes Cernicharro y Dimas Mas
Diseño: Roy Gumpel/Stone (Fotógrafo)
Editor digital: Mezki
Corrección de erratas: JackTorrance
ePub base r1.1
Para Charlie, Nomi y Elaine
[1] Loehlin, 1997, p. 1.201.
[2] Wallis, 1996.
[3] Una mejor interpretación de nuestros datos: Reiss, 1997, p. 102.
[4] Reiss, 1997, p. 103.
[5] Rowe, 1994.
[6] Kindermann, 1993.
[7] D. G. Myers, comunicación personal el 30 de abril de 1998.
[8] Saudino, 1997, p. 88.
[9] Mi seudónimo para el sujeto de Winitz, Gillespie y Starcev, 1995.
[10] Lykken, en prensa.
[11] Rymer, 1993.
Apéndice 1
Personalidad y orden de nacimiento
¿Tienen la sensación los primogénitos, a lo largo de su vida, de ser especiales? ¿Son más propensas a ser rebeldes las personas que crecen con hermanos mayores? Esas preguntas son de interés para cualquiera que tenga un hermano y tienen importancia teórica para las ciencias sociales. Durante la mayor parte del siglo, los psicólogos, desde Alfred Adler hasta Robert Zajonc, han elaborado teorías acerca del orden de nacimiento y buscado pruebas que las respaldaran; pruebas de que los primogénitos y los que le siguen difieren en personalidad, inteligencia, creatividad, rebeldía o lo que se te ocurra. A tales diferencias, cuando se encuentran, se les denomina efectos del orden de nacimiento.
Esas diferencias se encuentran a menudo, pero por norma general tienden a ser espurias o equívocas. Las pruebas de los efectos del orden de nacimiento se han echado por tierra una y otra vez, siempre que los investigadores cuidadosos —investigadores sin ninguna teoría propia que promover— han examinado atentamente los datos.
Esos cuidadosos examinadores de los datos, sabiendo que sus conclusiones no estaban en la onda de lo que esperaban sus lectores, han salpimentado sus informes con muchas exclamaciones y cursivas. El artículo de Carmi Schooler en el Psychological Bulletin, en 1972, se titulaba: «Efectos del orden de nacimiento: ¡ni aquí ni ahora!». Cécile Ernst y Jules Angst afirmaron con convicción en su libro de 1983 que «el orden de nacimiento y el número de hermanos no tenían ningún fuerte impacto sobre la personalidad… Una variable ambiental que se considera altamente relevante es, en consecuencia, desautorizada como factor de predicción de la personalidad y la conducta». Judy Dunn y Robert Plomin, en su libro de 1990 sobre las relaciones fraternales, reconocían que sus conclusiones «iban contra algunas creencias ampliamente extendidas y firmemente sostenidas», pero afirmaban que las «diferencias individuales de personalidad y psicopatológicas en la población en general… no están claramente ligadas al orden de nacimiento de los individuos».
Estas afirmaciones enfáticas no solo han sido dejadas de lado por el público en general, sino también por los científicos sociales. La resistencia de la fe en los efectos del orden de nacimiento —su habilidad para recuperar su posición erguida tras haber sido derribada— fue señalada por Albert Somit, Alan Arwine y Steven Peterson en su libro de 1996 sobre el orden de nacimiento y la conducta política. Somit y sus colegas hablaban de la «naturaleza inherente, no racional, de las creencias fuertemente arraigadas», y meditaba sobre que «matar de forma definitiva a un vampiro» —la creencia en los efectos del orden de nacimiento— podría requerir algo más expeditivo. Ellos sugerían una estaca que le atravesara el corazón a media noche.
¿Qué hace que sea tan difícil matar a ese vampiro? La respuesta es que está protegido por un potente amuleto, un escudo mágico: la concepción tradicional sobre la crianza y educación de los hijos. Tanto los psicólogos como los no psicólogos dan por supuesto que la personalidad de un niño, hasta el momento en que es modelada por el entorno, recibe su conformación primaria en el hogar. En consecuencia, está claro que las experiencias de un niño en su casa se ven afectadas por su posición dentro de la familia: mayores, menores o en el medio. Los investigadores dan por supuesto que el orden de nacimiento debe dejar señales permanentes en la personalidad de los niños. Comienzan con esa suposición, luego buscan pruebas para demostrarla y rechazan el no como respuesta. Así, la creencia en el orden de nacimiento no muere: descansa en su ataúd hasta que alguien levanta de nuevo la tapa.
El último que ha levantado la tapa ha sido el historiador de la ciencia Frank Sulloway, cuya teoría sobre el efecto del orden de nacimiento se presenta en su libro Rebeldes de nacimiento. La teoría de Sulloway es bastante compleja; usa conceptos de la psicología evolutiva para explicar el descubrimiento de la genética conductista de que los niños de la misma familia no salen parecidos. Él señala que los hermanos compiten unos con otros por la atención de los padres y que es tarea de los hermanos diferenciarse unos de otros para encontrar cada uno una especialidad diferente, un lugar propio en la familia. Las diferencias reflejan las propias estrategias de los hermanos; no les son impuestas por los padres. En todo eso estoy de acuerdo con Sulloway, y aporta poderosas pruebas para apoyar su teoría. Rebeldes de nacimiento contiene una impresionante recopilación de datos, procedentes de las más variadas fuentes, ensamblados de un modo prodigioso.
Nosotros comenzamos con premisas semejantes, pero nuestros caminos se separaron enseguida. Sulloway utiliza la idea de la búsqueda de un lugar propio dentro de la familia para dar cuenta de las variaciones en la personalidad adulta. Él sostiene (véase el capítulo 3) que los primogénitos son tradicionales y rutinarios, mientras que los nacidos después están abiertos a nuevas experiencias y nuevas ideas; que los primogénitos son personas tensas, agresivas, hambrientas de estatus y celosas, mientras que los nacidos después son menos exigentes y más agradables. Sulloway, no es necesario decirlo, no es un primogénito. Yo sí lo soy: rechazada de nacimiento.
Sulloway ha reunido una montaña de datos en apoyo de su teoría. Yo he examinado atentamente esos datos y llego a diferentes conclusiones. La siguiente crítica no se dirige a