¡El Club de la Luna Llena se marcha de campamento! Los aprendices de magia vivirán juntos en medio del bosque y podrán practicar sus hechizos en plena naturaleza. O eso creen ellos. Al llegar a su destino, se encontrarán con un veraneante inesperado dispuesto a arruinarles las vacaciones... ¡el malvado Oliver Dark!
Uf, has llegado por los pelos.
Un segundo más y hubieras encontrado el libro en blanco. Apenas habrías podido ver nuestro tren desaparecer entre las páginas. Y a mí decirte adiós desde la última hoja.
Menos mal que ya estás a bordo. Espero que hayas traído tu varita y el cepillo de dientes. Los necesitarás porque esta historia comienza… ¡el mismo día en que todos nos fuimos de vacaciones!
Siéntate con nosotros al fondo del vagón y te lo explicaré todo desde el principio.
El verano tocaba a su fin y los campos de Moonville se iban poniendo cada vez más verdes. Mis amigos y yo, en cambio, nos poníamos cada vez más mustios: solo quedaban diez días para que empezara el curso. ¡Y por partida doble!
Es lo que tiene ser bruja. Por las mañanas voy a la escuela para aprender cosas normales, y por la noche estudio magia en una mansión encantada.
Con tanta clase me hago unos líos tremendos. A veces me sacan a la pizarra a recitar un conjuro, y en su lugar recito la tabla del siete.
En un examen de historia escribí que Cristóbal Colón usó el hechizo Levantaculos Cósmico para llegar a América. Qué vergüenza.
¡Menos mal que mi profesora, Madame Prune, es la misma en ambas clases!
El caso es que necesitaba unas buenas vacaciones para relajarme. El resto de los aprendices de mi club mágico ya habían disfrutado las suyas.
Marcus Pocus las pasó con su padre en la gran ciudad. A Sarah Kazam la enviaron a esquiar a las montañas. Ángela Sésamo estuvo un mes entero enviándonos fotos desde la playa. En todas llevaba aletas de buzo y gorro de esquimal. No me preguntes por qué.
—Y nosotros, ¿cuándo nos vamos? —pregunté a mis padres, aburrida y sofocada.
—Lo siento, Anna —suspiró papá—. Hemos gastado todos nuestros ahorros en poner la pastelería. Me temo que este año no hay dinero para viajes ni hoteles.
—Siempre puedes ir a refrescarte al río —añadió mamá—. O al Pantano Monstruoso.
Sí, claro. También podía meter los pies en un caldero, pero no era lo mismo. Muy triste, subí a mi habitación. Allí pasé la tarde rebozándome por la alfombra con mi gato Cosmo.
Cuando mis padres subieron a verme, apenas se nos podía distinguir al uno del otro.
—Lo hemos pensado un poco —suspiraron—, y quizá tú sí puedas ir de vacaciones. Verás, hay una oferta para un campamento en el bosque. Se llama Alegres Ardillas, ¿qué tal te suena?
¿Un campamento en el bosque? ¡Por mí, como si se llamaba Mapaches Pochos!
Cinco segundos más tarde ya estaba haciendo la maleta.
Lo mejor no fue que me dejaran ir al campamento.
¡Lo mejor es que todos mis amigos se apuntaron de cabeza! Sería un modo genial de aprovechar juntos los últimos días de verano.
Aquella mañana, Marcus y Sarah subieron conmigo al tren. Escogimos tres asientos juntos en el último vagón. Luego, el vehículo echó a rodar y nuestros padres se fueron haciendo pequeños por la ventanilla.
—¡Adiós! —gritaban—. ¡Portaos bien y no os levantéis del asiento hasta que lleguéis!
Eso era difícil, porque el tren daba tales botes que por poco salimos volando. Más que un tren, parecía una batidora con ruedas. Estaba forrado de madera, como los de las películas antiguas.
—Deberíamos haber viajado en gato —resoplé, acariciando a Cosmo.
No es que quisiera cabalgarlo como si fuera un poni. Es que es mágico y tiene el poder de teletransportarnos. Siempre que no esté durmiendo, claro. Aquel día roncaba sobre un asiento junto a la murciélaga de Sarah y el cuervo de Marcus.
—Bah —sonrió Marcus, y se arrellanó en su asiento—. A mí me encanta viajar al estilo clásico.