Madrid, Madrid, Madrid.
AGUSTÍN LARA
1. Travesía de los madriles
Madrid es meterse las manos en los
bolsillos como nadie en el mundo.
R. GÓMEZ DE LA SERNA
Hacia los veinticinco millones de habitantes
Me ha dicho mi amigo Miguel Fisac que Madrid va hacia los veinticinco millones de habitantes, o sea, hacia el caos, la turbamulta, la ciencia-ficción, la promiscuidad, el adulterio y el centralismo aberrante. En el Madrid actual hay medio millón de personas que hacen o hacemos una vida relativamente racional, civilizada, culta. El resto —dos millones y medio de personas— es materia adiposa, sobrante, excipiente, barullo, «vida del paleolítico inferior», como me ha dicho el famoso arquitecto.
Contra un fenómeno semejante, ha querido luchar Malraux en París, mediante unos planes, que a los pocos arquitectos conscientes que tiene Francia les han parecido disparatados. Hay una solución para todo esto, que es la «molécula urbana». La molécula urbana consiste en unas agrupaciones de doscientas o trescientas mil personas, que es el número necesario para que la gente no esté demasiado cerca entre sí, ni demasiado lejos. Para que pueda trabajar a gusto, vivir su intimidad, pasear, ir al concierto y sentarse en un parque a leer un libro sobre los griegos, que inventaron la molécula urbana, en Atenas, hace varios miles de años.
Claro que los problemas de Madrid no son problemas municipales, sino políticos. Le he preguntado a Fisac si él querría ser alcalde de Madrid, y me ha dicho que no podría serlo sin grave peligro de su vida, porque se iba a cargar tantos intereses, tanta especulación del suelo, tanta arquitectura mala, tanto negocio y tanto caos, que seguramente no duraría mucho como alcalde ni, quizá, como viandante. «Por otra parte —dice— el pueblo no entendería lo que yo iba a hacer, de momento.» Otro ejemplo de problema político-municipal es el Pozo del Tío Raimundo. Usted pregunta allí, a cualquiera, por qué está en Madrid, y le explica que se vino porque en su pueblo, Martos, no se podía vivir. Luego se habla con otro hombre, y resulta que también es de Martos, y así otro y otro. Con lo que resulta que el Pozo no es un problema de Madrid, sino un problema de Martos. Un problema español, nacional.
La molécula urbana se está produciendo en Madrid por sí sola, espontánea y anárquicamente, ya que la gente se va agrupando en comunidades más o menos reducidas y aisladas del gran caos total. De otro modo no podrían vivir. Pues bien, si en lugar de dejar que esto se produzca de modo silvestre y nocivo, se organizase todo el país en moléculas urbanas, la vida en España sería más racional, y la capital del país no se vería amenazada con ese crecimiento hacia los veinticinco millones de madrileños, que es algo evidentemente enfermizo, canceroso.
Cuando hombres como Fisac denuncian todos estos males, los urbanistas oficiales, les dicen que exageran. No les quitan la razón, porque no pueden, pero les tratan de alarmistas. Y el metro cuadrado de terreno sigue subiendo a diario, mientras las inmobiliarias proliferan y le compran ya su terrenito incluso al hombre de las pipas. Huarte, el constructor de moda, hizo un edificio en la Avenida de América, Torres Blancas, que, en la idea del arquitecto, tiende a situar la naturaleza dentro de casa, de modo que toda la parte noble de cada piso es exterior y tiene jardín privado.
Bofill, el arquitecto de la escuela de Barcelona —cine de vanguardia—, iba a repetir en Madrid, Moratalaz, una experiencia que ha realizado en Sitges, y que consiste en la construcción por cubos, con disposición muy ingeniosa de la casa y bellos efectos estéticos exteriores, a más de falta de respeto por la convivencia íntima, falta de respeto amparada en un comunitarismo cultural pacifista. Los arquitectos tradicionales dicen que eso es «un nido de adulterios». Si las cosas van bien, junto a las construcciones democráticas y monótonas de Moratalaz, ladrillo asequible para el profesional modesto, se alzará en breve la extraña máquina ideada por Bofill.
Soluciones todas más o menos pintorescas y desesperadas para un problema angustioso, hipertrofiado, irracional, que es el de la convivencia en Madrid, una ciudad a la que se ha dejado crecer alegre e interesadamente, sin previsión, adaptando las leyes a la marcha montaraz de las cosas, y no a la inversa. Dentro de unos años, la niña 25 millones visitará al señor alcalde entre la complacencia castiza y asfixiada del vecindario.
Los madriles
Están desapareciendo los madriles, esa pluralidad de provincias del casticismo que tan orgullosos tenía a los escritores costumbristas. El casticismo ya apenas se trabaja porque hay otras cosas de que hablar. Así, por ejemplo, la castañera. Antes de la guerra, todo el mundo hacía el artículo de la castañera —todo el que no quería hablar de cosas más graves, se entiende—: el costumbrismo era un recurso, se hablaba de las buenas costumbres del pueblo para no hablar de las malas costumbres de quienes no eran del pueblo. Después de la guerra, el artículo de la castañera también lo hacía todo el mundo, en noviembre, porque no estaba el horno para bollos, y sí para castañas castizas.
Ahora ha vuelto la castañera a la calle, como todos los inviernos —un duro el cucurucho, con derecho a dos o tres castañas pochas, que hay que tirar—, pero nadie hace el artículo de la castañera. Da como pudor, y es que hay otros muchos asuntos de que hablar. Pues igual pasa con todo el costumbrismo, con eso de los madriles, que salvo algunos casticistas impenitentes, nadie glosa ya. Los madriles eran aquellos barrios que nacían más allá de Atocha. Hoy, cuando esos barrios se hacen presentes en Atocha, es para protestar de algo, y con la protesta se acaba el casticismo. Era castizo el puente de Toledo, cuando no nos abochornaba que bajo sus arcadas criasen cerdos los gitanos.
Eran castizos los Carabancheles, cuando allí no había grandes fábricas y, por tanto, tampoco se producían conflictos laborales. El Julián de La Verbena de la Paloma andaba de tipógrafo y bastante tenía con que no le quitase las novias don Hilarión. Los tipógrafos de hoy han tenido un paro obrero recientemente y andan preocupados con estas cosas. También los guardias eran más castizos antaño. Ahora no les queda tiempo de ser castizos y rizarse el mostacho.
En Cuatro Caminos, que también era reino de un casticismo obrero y menestral, alguien ha roto las lunas de una Caja de Ahorros. Y no es la primera vez que esto ocurre. Quiere decirse que el pueblo deja de ser castizo cuando toma conciencia de sus problemas. El casticismo es una especie de limbo, un estado puro e inocente del pueblo complacido en su ir tirando. No resulta nada castizo romperle las lunas a un banco. Eso difícilmente cabe en una zarzuela.
Castizas eran las Vistillas, hermosos y cochambrosos eran los madriles de Embajadores, Mesón de Paredes, el Rastro. Pero el concepto de los madriles está desapareciendo, no sólo por la modernización de la ciudad y de las costumbres, sino, ante todo, por la toma de conciencia de la gente. El casticismo se acaba con los problemas laborales asumidos. Los nuevos barrios periféricos, las gigantescas barriadas de Moratalaz o del Pilar, no son nada «madriles», porque lo que allí se apila es una mesocracia que quiere vivir mejor, que ha venido de todos los puntos de España y que ha de perder todos los días varias horas en el metro o el autobús para cumplir su jornada laboral.
En las verbenas de los madriles, este verano pasado, se bebía whisky. El joven obrero ya no se viste de joven obrero, sino que quiere una trinca de universitario. El pueblo ha perdido el orgullo de sí mismo, aquel orgullo pequeñito y alienante, por conformista. Los bancos y las inmobiliarias animan a la gente a vivir mejor. El capitalismo se coge los dedos en su propia trampa, pues necesita que la gente consuma más, pero al ritmo que se le dicte desde arriba. Y cuando la gente acelera el ritmo, es difícil decirles que vuelvan atrás y que esperen un poco. En los madriles de antaño hay actualmente descontento, o impaciencia, o ganas de medrar. No hay ya el conformismo complacido que tanto patrocinaban otras clases, a través del costumbrismo. Se da uno el paseo por los madriles y encuentra que ya no hay madriles.
Página siguiente