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Miguel Delibes - Mi vida al aire libre

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Miguel Delibes Mi vida al aire libre
  • Libro:
    Mi vida al aire libre
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2022
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Mi vida al aire libre: resumen, descripción y anotación

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Mi vida al aire libre no es una novela sino una peculiar y divertidísima autobiografía. Delibes evoca su vida al hilo del recuerdo de los diferentes deportes que ha practicado. Así, a través de su pluma conocemos su temprana pasión por el fútbol, las primeras salidas al campo con su padre, la extraña relación entre amor y ciclismo, la magia intransferible de la motocicleta, su resistencia a aceptar el sistema de puntuación en el tenis, su afición por la pesca de la lubina y el cangrejo o sus chapuzones placenteros en el río o en el mar. Delibes vuelve la mirada atrás con los ojos de un niño. En prosa ajustada y transparente nos brinda unas memorias profundamente personales, llenas de nostalgia y humor, ternura y espontaneidad, que se leen con la misma fruición que sus mejores novelas.

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Mi vida al aire libre — leer online gratis el libro completo

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La herencia

A mi padre se le adivinaba la ascendencia europea en su afición al aire libre. No es que fuera un sportman, como se decía a comienzos de siglo del señorito ocioso dado a los deportes, pero sí un hombre que con cualquier motivo buscaba el contacto con el campo. Este hecho era raro en España, no sólo a finales del siglo XIX sino en el primer cuarto del siglo XX. El español del 900, ese hombre de cocido, cigarro y casino, relacionaba indefectiblemente la idea de campo con la idea de enfermedad. Fernández Flórez hacía humor a su costa y, en una de sus novelas, presentaba a un jefe de negociado, asfixiado por el oxígeno en una excursión a la montaña, que a duras penas conseguía recuperarse bajo la atmósfera de humo provocada artificialmente por sus subalternos. Francisco de Cossío, hombre de cachimba y tertulia, sostenía que el sol y el aire devoraban la salud del hombre lo mismo que decoloraban las batas de percal de las muchachas. Mi padre, pese a pertenecer a la misma generación, tenía un concepto más moderno sobre el particular: la naturaleza era la vida y era preciso conservarla y disfrutarla. Él salía al campo en todas las estaciones del año. Y pese a ser muy sensible a las corrientes de aire (se enfriaba con un soplo) y a tener un oído delicado para cualquier clase de ruidos, lo hacía ligero de ropa, y en primavera encontraba un atractivo incomprensible en el monótono y penetrante canto de los grillos. Todavía le recuerdo en los ribazos de Zaratán o en las onduladas siembras de Simancas, agachado en los trigales, reclamando a la codorniz o sacando grillos de sus huras cosquilleándoles con una paja. En casa había una grillera de tres pisos, de seis apartamentos, y en el mes de mayo el albergue se llenaba y los conciertos crepusculares, que enfurecían a los vecinos, reunían para él propiedades no ya gratificadoras sino sedantes. Los alimentaba con lechuga (escogiendo las hojas más frescas de las que mi madre subía del mercado), y al caer la tarde aquellos bichitos insignificantes habían transformado la verdura en unas bolitas negras, aovadas, la freza, bolitas que delataban su presencia en las pequeñas huras del campo. A su juicio, los franceses estimaban mucho la compañía de los grillos (y quizá fuera cierto) pero nosotros, los españoles que le rodeábamos, no llegábamos a comprender que para él, que le sacaba de quicio el vagido remoto de un niño, comportase algún placer aquel cricrí sin modulaciones, reiterado e interminable.

Yo no tuve conciencia de que mi padre y yo estábamos en el mundo hasta después de haber entrado aquél en la cincuentena. Se había casado maduro (a los cuarenta y dos años) y, habiendo sido yo el tercero de ocho hermanos, cuando le conocí él ya había cumplido los cuarenta y siete. Al alcanzar la edad del discernimiento supe que mi padre sabía nadar como un pez desde la infancia y que de joven había corrido carreras de biciclos en Salamanca y Valladolid con su hermano Luis, don Julio Alonso, don Narciso Alonso Cortés y los hermanos Sigler. Pero cuando me enteré de esto ya no corría porque no había biciclos ni se bañaba en el río ni en el mar porque se enfriaba. En el aspecto deportivo, salvo la caza, la pesca de cangrejos y el paseo, mi padre vivía de recuerdos, procurando transmitir a su prole sus conocimientos, de tal modo que, nos gustase o no, apenas cumplíamos seis años, nos amarraba una soga a la cintura y desde la orilla del río o desde el malecón, si era en el mar, nos lanzaba al agua y nos sostenía con la cuerda un rato cada día hasta que, al cabo de una semana, nos soltábamos a nadar solos. La bicicleta era regalo algo más tardío: ocho o diez años. Y la lección que nos dictaba, más sucinta aún que la de la natación. «Pedalea y no mires a la rueda», nos decía. Y nos propinaba un empellón. Al cabo de tres días, con las rodillas laceradas, ya corríamos solos por el Campo Grande.

Mi padre se rebelaba contra el hecho de que un ochenta por ciento de españoles no supieran nadar cuando sabían hacerlo hasta los perros. Con frecuencia solía decir: «Todos los niños deberían aprender a nadar al tiempo que a andar». Y cada verano, cuando leía en el diario la noticia de un niño ahogado, se ponía de mal humor. No se explicaba la dejadez general ante un problema tan importante y sencillo de resolver. En fuerza de hablar de natación, yo, niño, llegué a considerarle, en mi fuero interno, un Johnny Weissmuller un poco más magro y envejecido. Empero su relación con el agua fría, cuando yo tomé conciencia de las cosas, era más bien platónica y ambigua: la amaba, pero la temía; se mezclaban en él la pasión del deportista y el miedo del catarroso. Y lo peor es que a la más tierna edad ya nos transmitía su recelo: baños sí, pero cortos. Aún lo recuerdo en la playa de Suances, en Santander, reloj en mano, cronometrando nuestras inmersiones (nunca más de diez minutos), la arena resplandeciente, al fondo la Isla de los Conejos. En cambio, don Julio Alonso, otro campeón del biciclo, dueño de la fábrica de galletas La Isabelita, corpulento y atezado, un auténtico lobo de mar, se zambullía una y otra vez, rodeado de una turba de chiquillos, sin tener en cuenta el reloj. Don Julio nos enseñaba a bucear, a hacer el muerto y la técnica del crawl. A veces, cuando el mar estaba picado, saltábamos junto a él las olas gigantescas y nos sostenía a todos contra su empuje. Era como un dios: dominaba el mar, dominaba la tempestad, dominaba el peligro. Yo, al verle, pensaba en mi padre, en que era una lástima que siendo tan diestro como él no pudiera demostrarlo porque se enfriaba. De ahí nació nuestra secreta aspiración (la de los ocho hermanos): que nuestro padre se bañara y pudiera emular a don Julio Alonso al menos por un día. Este deseo llegó a desazonarnos y en ocasiones, cuando lo veíamos de buen humor, como quien no quiere la cosa, le preguntábamos si no pensaba meterse nunca en el mar: «Tal vez algún día —respondía él—, pero tendría que hacer mucho, mucho calor». No hay que decir que, si amanecía un día sereno, mis hermanos menores, confundiendo el sol con la temperatura, preguntaban a mi padre si el día no era lo bastante caluroso como para que se bañase. «Aún no; todavía no hace suficiente calor», respondía invariablemente mi padre. Pero ellos insistían una y otra vez y él rehusaba, hasta que un día, cansado sin duda del asedio, se consideró en el deber de concretar: «Únicamente me bañaré el día que haga tanto calor que se asfixien los pájaros». A partir de ese día, nosotros no hacíamos más que observar a los pájaros, los gorriones en los alambres y las gaviotas en el malecón. Pero unos y otras no parecían sentirse indispuestos por mucho que el sol apretase. Entonces empezamos a recelar que el dicho de mi padre era una evasiva para eludir nuestro acoso: los pájaros nunca se asfixiaban a causa del calor, luego nuestro padre nunca se bañaría, jamás podríamos verle competir con don Julio Alonso. Mi padre, que por aquellas fechas rondaría ya los sesenta, bajaba ordinariamente a la playa con chaqueta y chaleco de la misma tela pero, aquel año, las temperaturas empezaron a subir a primeros de agosto con tanta intensidad que, ante nuestro asombro, un día se despojó de la americana, el siguiente del chaleco y, por último, de los zapatos y los calcetines, de forma que seguía nuestras evoluciones en el agua, con los pies descalzos, reloj en mano, los pantalones arremangados, en camisa y tirantes. La temperatura seguía sin ceder, de manera que por las tardes permanecíamos en casa, con las verdes persianas bajadas, oyendo las piadas agobiadas de los gorriones en las acacias del chalé contiguo. Al tercer día, mi hermano menor, al oír el pío-pío lastimero de los pájaros, miró a mi padre y le dijo con sonrisa intencionada:

—¿Por qué cantarán así los pájaros?

Mi padre la cazó al vuelo y respondió sin vacilar:

—¿Quién sabe? A lo mejor se están asfixiando. —Y como mi hermano continuara interrogándole con la mirada, añadió—: Si el tiempo sigue así, mañana me bañaré.

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