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Miguel Delibes - Con la escopeta al hombro

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Miguel Delibes Con la escopeta al hombro
  • Libro:
    Con la escopeta al hombro
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1970
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Con la escopeta al hombro: resumen, descripción y anotación

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Con la escopeta al hombro puede considerarse como una continuación o segunda parte de El libro de la caza menor, aunque escrito con mayor desenfado y placer creativo, sin tanto método ensayístico. Así lo manifiesta el propio Delibes en el prólogo de esta obra cinegética: «Para mí, escribir sobre asuntos de caza constituye, en cierto modo, una liberación de los condicionamientos que rigen el resto de mi actividad literaria. Si cazando me siento libre, escribiendo sobre caza reproduzco fielmente aquella placentera sensación, torno a sentirme libre…».

Las perdices, las codornices y las liebres vuelven a ser las auténticas protagonistas de estas páginas de las que se desprende el disfrute que el deporte cinegético suponía para Delibes, aunque realzado, si no superado, por el placer y disfrute de la naturaleza y de las maravillas del campo.

Esta obra fue apareciendo por entregas (1969-1970) en el suplemento semanal de El Norte de Castilla.

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La temporada de codorniz

C on este pájaro, todos los años se repite el cuento, lo que quiere decir que el cuento de la codorniz, como el de la buena pipa, es el cuento de nunca acabar. Mi memoria cinegética, con profundidad de treinta años, apenas registra temporada en que la codorniz subiera a modo, esto es, a gusto del consumidor. Claro que en estos avatares de la caza el consumidor suele mostrarse muy exigente y si dispara cuatro cohetes, pide seis, y si le dieran la posibilidad de tirar seis, reclamaría doce. Con las perchas se muestra uno egoísta, como dicen en mi pueblo a los ansiosos. El caso es que, este año, codorniz subió poca, siquiera no falten quienes afirman haberse divertido en tal o cual punto, cosa admisible, puesto que en esto de la caza de la codorniz todo estriba en tener la suerte de agarrar un corro o sorprender una pasa. (Los meseteros estamos ya habituados a que los bien informados nos traigan como un zarandillo con la garantía de que «ayer los pájaros salían en X de seis en seis» o de que «otro y yo, en Z, a las dos horas, ya andábamos sin cartuchos», afirmaciones sinceras la mayor parte de las veces, ya que en esta época, iniciadas las migraciones, uno puede irrumpir inopinadamente en el rastrojo donde pernoctó el bando y a la mañana siguiente no quedar allí una para contarlo. Tal cosa es frecuente en septiembre y, si agosto viene frío —como ha venido este año, doblado el mes, con temperaturas de tres grados en los páramos— y la pollada ya está crecida, en agosto también.) De modo y manera, que el que uno la goce en las hazas de los altillos mientras a otro le crece la barba en los bajos, o a la inversa, es el pan nuestro de cada día en este menester.

La codorniz, como es sabido, es ave caprichosa; pero ni su veleidad, ni los fríos agosteños, que más o menos desabridos suelen darse todos los años, justifican por sí solos su escasez esta temporada en la mitad norte de la península. Y, puesto a buscar razones de más enjundia para explicar aquélla, yo me iría a los otros fríos, esto es, a los largos fríos de primavera que este año se prolongaron hasta la segunda decena de julio, época en que los pollos en años normales andan ya apeonando por los rastrojos. O sea, la codorniz que se mueve, la codorniz digamos veraneante, que cada vez es menos, y que inicia sus divagaciones en primavera, no precisó esta temporada subir mucho para hallar frescura y un lugar adecuado para la cría. En pocas palabras, la mayor parte de la codorniz debió aposentarse en las siembras andaluzas o extremeñas, y fueron las menos las que se llegaron a la meseta norte, más alta y, por ello, notablemente más fresca. Esta sospecha se acentúa moviéndose por las hazas de las tierras altas de Burgos y de Palencia, en las que, ya metidos en septiembre, se encuentran polladas de siete o quince días, lo que significa que la codorniz crió este año por estos pagos con notorio retraso.

Mas existen otras razones para que la inmigración primaveral de codornices sea cada año menos nutrida en Castilla, a saber, la concentración de parcelas que, aunque a paso de tortuga, va borrando los linderos de los campos; el aprovechamiento de tierras marginales, la sustitución de cultivos de trigo por cultivos de cebada —menos querenciosos de esta avecilla— y el perceptible incremento de ganado lanar que deja hollados y polvorientos los rastrojos a las pocas horas de la siega. En una palabra, a medida que el artificio y la organización se asientan en el campo, el cazador tiene menos probabilidades de divertirse.

Todo esto, unido a la proliferación de escopetas, reduce lo que los franceses llamarían chance del pájaro, de tal modo que en tierras de Santa María del Campo (Burgos), que, aparte la iglesia y la muralla, ofrece abundancia de caza y rastrojos, uno no disparó la escopeta a los tres días de abierta la media veda, caso insólito en un terreno acotado que el día de la apertura dio aproximadamente setecientas cincuenta codornices repartidas entre seis u ocho cuadrillas por un total de treinta escopetas. ¿Qué puede suceder para que unos pajonales ricos ayer en pájaros no den uno a los dos días de la masacre? A esta pregunta me respondía, con propiedad, mi consocio, el molinero señor Calleja, vecino del lugar:

—Mire usted, al margen de las perchas curiosas del primer día, si considera usted que los arroyos bajan secos, o sea, no bajan; que las lindes son cada día menos y más ralas, y que los rastrojos, de por sí escuetos, son arrasados por los rebaños, nada puede extrañarnos que la codorniz tome las de Villadiego, se suba a la paramera de la noche a la mañana, y si te he visto, no me acuerdo.

Y, en efecto, la poca codorniz que uno ha visto este año por los pagos de León, Palencia y Burgos, la ha encontrado en los altos, donde se concentran las de los vallejos y vegas y las que arrumban al África de retirada. Estos pájaros no se sienten aquí a la intemperie, pues aparte los mohedales, pimpolladas y perdidos de brezo de los bordes, aún se encuentran, en pleno septiembre, con un importante número de parcelas sin segar, ya que las nubes se agarraron este año a las crestas desde mediados de agosto, y entre el agua y el rocío, el grano, inflado en la espiga, se resiste a separarse de la argaya y el cascabillo, con lo que la cosechadora apenas puede hacer vida de él. En suma, el infortunio del labrador —que a estas alturas, con las cosechadoras atolladas, está pensando en abandonar el cereal pinado en el campo— ha permitido que la poca codorniz que subió este año permanezca —pese a los fríos y lluvias de las últimas semanas— unos días más entre nosotros para consuelo del cazador, por más que las rayas de lo pinado signifiquen para él —para el cazador— una nueva versión del suplicio de Tántalo.

La codorniz en la mesa

N i los cazadores ni los no cazadores se ponen de acuerdo sobre cuál, de entre todos los animales cazables, es el mejor, el más delicado y apetecible en el plato. La becada y el pato a la naranja son aves con buena prensa, muy merecida por otra parte, pero yo puedo afirmar, tras una encuesta a nivel doméstico, que es la codorniz quien se lleva la palma. La codorniz en sus mil variantes culinarias es animal que nunca da el pego, que, como los tentetiesos de nuestra infancia, es un bichejo que, se haga con él lo que se haga —hablo de la cocina—, siempre queda de pie. Únicamente puede fallar el guiso debido a la edad del pájaro, pero una olla con dos docenas de codornices normalmente no nos deparará más de dos o tres ejemplares musculados por los años y el ejercicio. Por lo demás, la codorniz es ave tiernísima, de unas carnes prietas —de muy matizado sabor— que se desprenden del hueso sin más que una ligera presión de labios. Basta observar el insignificante montón de huesecillos que deja un pájaro de éstos para comprobar que la codorniz es el ave comestible por excelencia; ave que apenas deja cenizas o, si lo prefieren, es, de los que conozco, el único pájaro que en lugar de huesos tiene espinas (y ustedes ya me entienden).

Con frecuencia, el profano, que no sabe de las delicias que este pájaro singular depara en el rastrojo y en la mesa, menospreciará a la codorniz por su tamaño, a lo que el codornicero fetén replicará sin demora: «Aguarde usted a que caigan cuatro gotas». Porque es un hecho comprobado que el mágico metabolismo de la codorniz le permite transformar el agua en manteca prácticamente en veinticuatro horas. De aquí que entre la codorniz agosteña y la septembrina haya una distancia; la primera es magra, de pechugas prietas y alargadas y caderas escurridas, es decir, su contextura, diríamos, es atlética. Basta un chaparrón que empape el grano para que la grácil avecilla pierda su figura lineal y elástica y se convierta en un rollito de manteca, de anatomía indiferenciada. Su metamorfosis es completa y vertiginosa. La lluvia, pues, es grasa para este pájaro. Y esta grasa, unida al variado repertorio de su dieta (cualquiera que sienta curiosidad por la alimentación de esta ave no tiene sino que analizar los ingredientes que se mezclan en su buche: trigo, centeno, cebada, avena, semillas de plantas rastreras, insectos, hierbecillas, etc.), nos da esa prodigiosa gama de matices tan difícil de registrar literariamente. Hablo, claro es, de codornices silvestres, ya que la industrialización de este pájaro ha inducido —con éxito— a su cría artificial, cría que tengo entendido iniciaron los japoneses y ahora se copia en todas partes. Esta cría y engorde se hace a base de inmovilidad y piensos compuestos, con lo que una vez más se sacrifica la calidad a la cantidad. Para que una codorniz sea sabrosa, su ceba debe ser natural y a base de una dieta espontánea y variada y, por supuesto, sin sacrificar su libertad para que el animal divague sin impedimentos.

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