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Miguel Delibes - La hoja roja

Aquí puedes leer online Miguel Delibes - La hoja roja texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2008, Editor: Booket, Género: Arte / Prosa. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Miguel Delibes La hoja roja
  • Libro:
    La hoja roja
  • Autor:
  • Editor:
    Booket
  • Genre:
  • Año:
    2008
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La hoja roja: resumen, descripción y anotación

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Delibes demuestra su extraordinaria capacidad para extraer el cotidiano devenir a traves de Don Eloy, un jubilado al que le ha llegado el momento de contar con avaricia las hojas que le restan enel librillo de la vida.

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Miguel Delibes
La hoja roja
Esta novela fue escrita con ayuda

de la Fundación Match, a quien el autor expresa

por estas líneas su reconocimiento.

I
Por tercera vez en la vida el viejo Eloy se erigía esta noche en protagonista de algo. La primera fue cuando su boda; la segunda cuando su intervención en la Sociedad Fotográfica allá por el año 1933. Tres años antes, su amigo Pepín Vázquez le dijo un día aquella cosa tremenda de que la jubilación era la antesala de la muerte. Pero, en 1933, Pepín Vázquez ya se había largado al otro mundo sin necesidad de guardar antesala.

En puridad, los mejores ratos de su vida los pasó el viejo Eloy con sus amigos de la Sociedad Fotográfica. A Pacheco, el óptico, su Presidente, le decía: «Pacheco, si desearía ser rico es por la fotografía. Hoy día la fotografía es un lujo». Más el viejo Eloy nunca logró pasar de aficionado. Una vez allá por el 1932, cuando Leoncito, el chico, ganó las oposiciones, se mercó una «Contax» a plazos, con una luminosidad de lente 3,5, y entonces advirtió su sensibilidad, su buena disposición para la plástica. Obtuvo alguna fotografía de mérito y se dio de alta en la Sociedad. Le atraían los problemas técnicos y asistía con avidez a las conferencias y las proyecciones.Un día, Pacheco, el óptico, le dijo de improviso: «Don Eloy, el domingo actuará usted». Él se sintió abochornado. Dijo: «No tengo nada que valga la pena, hijo». Pero Pacheco sonreía: «Lo dicho», dijo. Insistió él, tenuemente: «Me explico mal y tengo poca voz». Sin embargo a Lucita le cayó en gracia la cosa. Lucita, su mujer, nunca debió casarse con él; debió hacerlo con un hombre un poco más decorativo. Él la hizo vivir en un plano de extremada modestia. En realidad, el viejo Eloy vivió 36 años junto a Lucita, pero jamás llegó a comprenderla del todo. Aquel domingo, al regreso de las proyecciones, Lucita le dijo: «Para ese papel, más hubiéramos adelantado quedándonos en casa». Él apuntó tímidamente: «Ya le advertí a Pacheco; yo no tengo ingenio ni tengo voz, pero él se obstinó». Dijo ella irritada: «No basta con decirlo».

El viejo imaginaba que tal vez la fotografía pudiera llenar el hueco de su jubilación. Se analizó detenidamente en la gigantesca luna y mentalmente se dio el vistobueno. Vestía el traje rayado que le confeccionara Téllez, el sastre real en 1941, y la corbata de piqué agrisada que Lucita le regalara allá por el 1943. Mauro Gil, su compañero de negociado, le había dicho la víspera: «Asistirá el señor Alcalde, don Eloy; él siempre le ha distinguido». Y él, ahora, se observó con ojos críticos, con ojos inquisitivos de señor Alcalde. Pareció satisfecho de su inspección. Tan sólo los zapatos negros, cargados del lado derecho, le azoraban un poco. Quince años arriba, cuando aún el frío no se asentara en su cuerpo, el viejo sudaba por los pies y deformaba el calzado. Ahora el zapato izquierdo le lastimaba levemente en el empeine: «En cuanto los caliente cederá -se dijo-. Además, nadie tiene por qué mirar debajo de los manteles». Dio media vuelta y con lento ademán extrajo el pañuelo del bolsillo. Le brillaban tenuemente los agujeritos de la nariz en los bordes anteriores. El viejo se limpió sin sonarse, plegó el pañuelo y lo guardó de nuevo. Luego se asomó al pasillo y llamó:

–¡Desi!

–¡Señorito!

Le alcanzó la voz inflamada de la muchacha antes de que su rostro obtuso, de tez renegrida y frente cerril, traspusiera la puerta de la cocina:

–¡Ave María! – la chica hizo un borroso ademán, como si se persignase.

–¿Ocurre algo, Desi?

La muchacha sonrió y al sonreír se acentuó su expresión elemental.

–Ande y que tampoco se ha puesto usted chulo. ¿Va de fiesta? – dijo.

–Algo parecido a eso -respondió el viejo-. Voy a que me den el cese.

–¿El cese?

–El retiro, hija.

–¿El retiro?

–Es la ley.

–¿Qué es la ley, señorito?

El viejo carraspeó banalmente:

–Bueno, supongo que la ley es eso que se ha inventado para que los hombres no hagamos nunca lo que nos da la gana. ¿Me explico o no me explico, hija?

Ella levantó los hombros y sonrió. Tenía un aire desgalichado y torpe con la pobre bata que apenas le ocultaba las corvas, las pinzas en la cabeza y las manos rojizas, hinchadas como sapos, desmayadas sobre el vientre:

–¿Es mala la ley, señorito?

El viejo se arropó en el abrigo y se cruzó la bufanda sin responder. En determinados momentos, la curiosidad de la chica le irritaba. Dijo desde la puerta:

–Cuando sepas leer aprenderás todas esas cosas. Desi -dijo, y añadió-: No me esperes, hija, regresaré tarde.

Perdido en la noche urbana, pensó de nuevo en Lucita y en sus paseos vespertinos, cuando él analizaba críticamente las bocas de riego y las papeleras públicas y los rincones con inmundicias y ella le regañaba: «No estás trabajando ahora, Eloy; ésas son cosas de ellos». «Ellos» eran el señor Alcalde y los Concejales. Pero el viejo jamás se desentendía, en ninguna coyuntura, de su condición de funcionario municipal, aunque luego Carrasco, su compañero de Negociado, le mortificase levantando el dedo índice y echándole en cara que él entró en la Corporación de gracia, en tanto ellos, los jóvenes, hubieron de someterse a las inciertas peripecias de una oposición.

Lucita, su mujer, le decía: «Deja quietas las basuras, Eloy, o no vuelvo a salir de casa». Mas su vocación era más fuerte que él mismo y sus paseos recataban siempre el objetivo de las necesidades municipales. Una tarde, el viejo Eloy se detuvo en la Plaza Mayor, con una sonrisa complacida colgándole de los labios. «¿Qué?», inquirió Lucita, siempre en guardia. El le mostró las nuevas carretillas de la limpieza y los escobillones de brezo. Dijo orgullosamente: «Mujer, hemos estrenado material». Lucita, su mujer, tampoco le comprendió entonces. Chilló enojada: «¡Por Dios bendito, Eloy! Deja de pensar en las basuras o me volverás loca».

El tío Hermene, con quien el viejo, cuando aún no era viejo, convivió unos años, le decía que su afición por los asuntos municipales le venía de atrás, ya que su padre, cuando todavía no era su padre, se dirigía frecuentemente al diario local demandando civilidad.

A veces el tío Hermene, que era un hombre mollejón y sedentario, le mostraba al viejo, cuando todavía no lo era, algún periódico amarillento de los últimos años del siglo. Había un recorte, en particular, que el tío Hermene leía con fruición e indefectiblemente, al concluir de leerlo, decía: «Esto podría firmarlo Cervantes». Pero no lo firmaba Cervantes sino Eloy Núñez y concluía así: «¿No hay disposición que determine cuándo deben verificar la operación los encargados de verter las tradicionales ollas de la basura sin ofender uno de los cinco corporales sentidos de los transeúntes en la primeras horas de la noche?». El padre del viejo, al decir del tío Hermene, tuvo dotes de literato, pero los Núñez siempre malbarataron su talento. Mauro Gil, su compañero de Negociado, le esperaba junto a la botica de Diéguez. Enfrente había nacido un nuevo anuncio luminoso: «Gaspar, Droguería-Perfumería», que teñía el pavimento de un estremecido resplandor rojizo. Mauro Gil era un muchacho concienzudo y cabal, de una gravedad austera, que le había dicho la víspera: «Asistirá el señor Alcalde, don Eloy; él siempre le ha distinguido». Mauro Gil era uno de esos muchachos ejemplares que sólo ven en su mujer la madre de sus hijos y recortan sus ambiciones a la medida del escalafón de funcionarios. Y si Carrasco formulaba en la oficina una de sus ideas revolucionarias, como por ejemplo, que el Montepío era un robo, allí estaba Mauro Gil para atemperarla, afirmando que no sólo no era un robo el Montepío, sino que era una hucha. Mauro Gil tenía la piel grisácea, como si su carne empezara a descomponerse, y vestía ropas oscuras porque, según él, las ropas claras eran tan incivilizadas como el hecho de deambular por las calles dando gritos o cantando a pleno pulmón.Frente al bar «Laureano» se estacionaba un pequeño grupo y el viejo se apresuró y le dijo a Gil:

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