Miguel Delibes - Un año de mi vida
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- Libro:Un año de mi vida
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1972
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Un año de mi vida: resumen, descripción y anotación
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Miguel Delibes nació en Valladolid en 1920. Estudió Derecho y Comercio, ejerciendo más tarde como catedrático de Derecho Mercantil y periodista. Su talento literario quedó bien reconocido al serle otorgado el Premio Eugenio Nadal 1947 por su obra La sombra del ciprés es alargada. Entre sus éxitos posteriores destacan El camino, Diario de un emigrante, Las ratas, Cinco horas con Mario, Las guerras de nuestros antepasados y El disputado voto del señor Cayo.
A mi amigo y editor
José Vergés
Título original: Un año de mi vida
Miguel Delibes, 1972
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Durante un año, en las páginas de la revista «Destino», fueron apareciendo puntualmente cada semana, bajo el título de «Notas», las observaciones que a Miguel Delibes le iba sugiriendo la realidad cotidiana. Como dice él mismo, el «numeroso y estimulante epistolario que he recibido a lo largo de su publicación fragmentada me llevan a pensar que si, dispersas, fueron útiles en su día para unos, reunidas ahora en un solo volumen pueden resultar igualmente eficaces para otros». Rehuyendo la reiteración y lejos de cualquier forma de narcisismo literario, Delibes nos va dando la medida de su personalidad al consignar sus impresiones sobre todo cuanto pasa ante su retina de observador atento.
Miguel Delibes
ePub r1.1
Titivillus 01.12.2017
22 de junio.— Planas operó hoy por segunda vez a Adolfo en Barcelona. Esto de la cirugía estética fue considerado frívolamente hace años pensando que era una profesión para rectificar las narices de las señoras. Es preciso rehabilitar este oficio, que rescata para la sociedad centenares de monstruos fabricados por nuestra automación y nuestra sociedad supertécnica. Charlé con Planas largo rato y me enseñó diapositivas con su técnica para «fabricar» orejas, técnica que deslumbró a los japoneses —gentes que suelen ser maestros en estos menesteres de la «mecánica menuda»— el año pasado en Tokio. Planas va aislando un tirabuzón de carne a lo largo del cuello hasta el nacimiento del pelo. El problema consiste en no cortar el riego sanguíneo para que la oreja no se convierta en un apéndice muerto. En sucesivas intervenciones va conformando el tirabuzón —con un cartílago injertado— hasta darle la apariencia deseada. La última diapositiva me mostró una oreja perfecta. La madre del paciente no la hubiera hecho mejor.
23 de junio.— Me comunican desde Valladolid la muerte de mi querido Francisco Antón. Don Paco Antón, pese a sus noventa años y a su sordera casi total, era uno de los amigos más sinceros que haya tenido nunca. Gran escritor y experto en arte, siempre andaba dispuesto a ayudar a todo el que recurriera a él. Antón armonizaba la inteligencia con la modestia. En este país nuestro donde tantos mediocres se encumbran y envanecen, Paco Antón era un ave rara. Viajero de primera, nunca intentó salir de la tercera. Zamorano de nacimiento, fue en su juventud gran amigo de Unamuno, con quien mantuvo copiosa correspondencia. Después de muchos tira y afloja conseguí publicar estas cartas en «El Norte de Castilla», cartas que don Paco Antón, hombre profundamente religioso, se consideró en el deber de apostillar. Antón, que conocía el campo de Castilla como nadie, participó muy activamente en las campañas del periódico en favor de nuestros pueblos, campañas que me costaron la dirección.
La prosa de Antón era rica, tersa y matizada. Me cuentan que cuando dirigió «El Norte», hace ya de ello muchos años, los redactores encontraban en sus mesas cada mañana un ejemplar con los gazapos gramaticales de su sección subrayados con lápiz rojo. Antón no soportaba la sintaxis deficiente, ni los errores de prosodia y ortografía. A Santiago Alba, en cambio, le desazonaban las erratas de imprenta. En una ocasión en que sufrió un accidente de automóvil, la Redacción se apresuró a enviarle un telegrama interesándose por su salud. Respuesta telegráfica de Alba: «No duelen heridas, punto, duelen erratas “Norte Castilla”». También en los periódicos cada directorcillo tiene su librillo. La vida sigue, pero el querido Paco Antón ya no está entre nosotros.
29 de junio.— Vi la final de Copa de Fútbol en casa de Vergés. De chico jugué mucho al fútbol y de mayorcito fui espectador asiduo. Hasta que me cansé. Entiendo que el profesionalismo desaforado y las tácticas defensivas han destruido la armonía del espectáculo. Por eso, en contra de la opinión general, me pareció bien el arbitraje de Ortiz de Mendívil. Si es caso, le reprocharía el haber silenciado otro claro penalty en el segundo tiempo. Si todos los árbitros actuaran con esta severidad, las tácticas del cerrojo no menudearían tanto y el fútbol posiblemente recuperaría su fuerza y su belleza originales. Hay, pues, que pitar penalty cada vez que ante el marco se produce una obstrucción fea, dentro de una elemental estética deportiva. Quizás entonces los equipos empatarían a cuatro goles en lugar de a cero y las tablas de clasificación —que parece ser lo único que preocupa a jugadores y aficionados— no sufrirían alteración, pero los espectadores desapasionados no nos aburriríamos tanto.
30 de junio.— De nuevo en Valladolid, recibo carta de Juana Roldán lamentando mi renuncia a ir a la Universidad de Southern California el próximo curso en calidad de profesor visitante. Me ofrecían 20.000 dólares por ocho meses, pero no he aceptado. Teniendo lo necesario para vivir aquí, vender ocho meses de vida, aunque sea a buen precio, sería abrazar esa sociedad de consumo que tanto venimos criticando.
7 de julio.— Hoy nos trasladamos a Sedano. Cada vez me agrada más este aislamiento. Los montes verdeguean más que de costumbre. Me dicen en el pueblo que, al desaparecer las cabras, el revestimiento vegetal se despliega sin trabas. En Valdenocedo el roble se ha desarrollado de tal manera que, o mucho me equivoco, o esta ladera será con el tiempo uno de los resguardos favoritos del jabalí.
8 de julio.— He traído conmigo las notas para escribir una nueva novela —¿«Las guerras de mis antepasados»?—, pero no creo que me meta con ella.
Me encuentro cansado. Con la correspondencia, preparar un prólogo que me pide el «Reader’s Digest» para un libro de viajes, colaboraciones, visitas y viajes a Valladolid tengo bastante. Por medio hay tres conferencias en Madrid, dos en Valladolid y una en Burgos. Todas ellas para extranjeros. Cada vez me hacen hablar más y cada día tengo menos cosas que decir.
9 de julio.— Hay más nidos que otros años alrededor del refugio. El agateador, como de costumbre, ha hecho el suyo entre las tablas de la caseta de baño.
Creo que es el quinto año consecutivo. Ignoro si el de ahora es el mismo —desconozco los años que vive un agateador—, son las crías, o no tiene nada que ver con la familia primitiva. Antes, verle trepar por los troncos me sedaba. Ahora me desasosiega porque me recuerda al náufrago de mi «Parábola». Este detalle de la novela lo tomé de aquí. Tras de la casa, entre la maleza, hay un nido de chochín y, al costado, en el santo suelo —cosa rara—, otro de mosquitero con el que habrá que tener cuidado para que la madre no le aborrezca. Arriba, en los pinos, ha anidado la torcaz. Tampoco es éste el primer año que lo hace, cosa que no me choca, pues los pinos de lo alto forman ya una mancha considerable.
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