Martes, 3 de diciembre de 1 Entreabrió los ojos y al instante, percibió el resplandor que se filtraba por la rendija del cuarterón, mal ajustado, de la ventana. Contra la luz se dibujaba la lámpara de sube y baja, de amplias alas -el {ángel de la guarda- la butaca tapizada de plástico rameado y las escalerillas metálicas de la librería de sus hermanos mayores. La luz, al resbalar sobre los lomos de los libros, arrancaba vivos destellos rojos, azules, verdes y amarillos. Era un hermoso muestrario y en vacaciones, cuando se despertaba a la misma hora de sus hermanos, Pablo le decía: “Mira, Quico, el Arco Iris”. Y él respondía, encandilado: “Sí, el Arco Iris; es bonito, ¿verdad?” A sus oídos llegaba ahora el zumbido de la aspiradora sacando lustre a las habitaciones entarimadas, y el piar desaforado de un gorrión desde el poyete de la ventana. “No es domingo”, se dijo con tenue voz adormilada y estiró los brazos y entreabrió los dedos de la mano contra el haz de luz y los contrajo y los estiró varias veces y sonrió y canturreó maquinalmente: “Están riquitas por dentro, están bonitas por fuera”. “No es domingo”, se dijo con tenue voz adormilada y estiró los brazos y entreabrió los dedos de la mano contra el haz de luz y los contrajo y los estiró varias veces y sonrió y canturreó maquinalmente: “Están riquitas por dentro, están bonitas por fuera”.
De repente, cesó el ruido de la aspiradora allá lejos y, de repente, se impacientó y voceó: –¡Ya me he despertaooooo! Su vocecita se trascoló por los resquicios de la puerta, recorrió el largo pasillo, dobló a la izquierda, y se adentró por la puerta entreabierta de la cocina y Mamá, que enchufaba la lavadora en ese instante, enderezó la cabeza y dijo: –Me parece que llama el niño. La Vítora entró en la habitación en penumbra como un torbellino y abrió los cuarterones de las ventanas. –A ver quién es -dijo- ese niño que chilla de esa manera. Pero Quico se había cubierto cabeza y todo con las sábanas y aguardaba acurrucado, sonriente, la sorpresa de la Vítora. Y la Vítora dijo mirando a la cuna: –Pues el niño no está, ¿quién lo habrá robado? Y él aguardó a que diera varias vueltas por la habitación y a que dijera varias veces: “Dios, Dios, ¿dónde andará ese crío?”, para descubrirse y entonces la Vítora se vino a él, como asombrada, y le dijo: –Malo, ¿dónde estabas? Y le besaba a lo loco y él sonreía vivamente, más con los ojos que con los labios, y dijo: –Vito, ¿quién te creías que me había robado? –El hombre del saco -respondió ella. –Pero nada, nada. –Pero nada, nada.
El niño se pasó las manos, una detrás de la otra, por el pijama: –Toca -dijo-. Ni gota. Ella le envolvió en la bata, de forma que sólo asomaban por debajo los pies descalzos, y le tomó en brazos. –Espera, Vito -dijo el niño-. Déjame coger eso. –¿Cuál? –Eso.
Alargó la pequeña mano hasta la estantería de los libros y cogió un tubo estrujado de pasta dentífrica y accionó torpemente el tapón rojo a rosca y dijo, mostrando los dos paletos en un atisbo de sonrisa. –Es un camión. La Vítora entró en la cocina con él a cuestas. –Señora -dijo-, el Quico ya es un mozo; no se ha meado la cama. –¿Es verdad eso? – dijo Mamá. Quico sonreía, el largo flequillo rubio medio cubriéndole los ojos, erguido y desafiante, se desembarazó con desmanotados movimientos de la bata que le envolvía y dijo tras pasarse insistentemente las manos por el pijama: –Toca; ni gota.
La Vítora se sentó en la silla blanca y abrió el grifo del baño blanco y la lavadora mecánica zumbaba a su lado y el niño, mientras el agua caía, enroscaba y desenroscaba el tapón rojo del tubo con atención concentrada, mientras intuía los suaves movimientos de la bata de flores rosas y verdes, y, de pronto, la bata se aproximó hasta él y sintió un beso húmedo, aplastado, en las mejillas y oyó la voz de Mamá: –¿Qué tienes ahí? ¿Qué porquería es ésa? Quico levantó de golpe la cabeza. –No es porquería -dijo-. Es un camión. La Vítora le izó en el aire mientras Mamá le desprendía de los pantalones y, al contacto con el agua, el niño encogió los dedos del pie y le dijo la Vítora: –¿Quema? Y él: –Sí, quema, Vito. La misma Vítora, con el codo, soltó el grifo frío y, al cabo, le dejó en la bañera y él se miró, desnudo y rió al divisar el diminuto apéndice. –Ahí no se toca, ¿oyes? –El pito santo -añadió el niño sin soltar el tubo del dentífrico de la mano izquierda. –¿Que tonterías dice ese niño? – dijo Mamá. –¿Que tonterías dice ese niño? – dijo Mamá.
Quico deslizaba el tubo sobre la superficie del agua y hacía “booon-boooon”, y dijo: –Es un barco. Dijo la Vítora: –¡Qué sé yo! Ahora le ha dado por eso, ya ve. –Alguien se lo enseñará -dijo Mamá reticente, mientras ponía en la lavadora el pijama del pequeño. La Vítora se sofocó toda: –Ande, lo que es una… Digo yo que será al rezar. La criatura oye lo del espíritu santo y ya ve, ni distingue. Colocó al niño de pie y le enjabonó las piernas y el trasero.
Luego, le dijo: –Siéntate. Si no lloras al lavarte la cara, te bajo conmigo a por la leche donde el señor Avelino. El niño apretó fuertemente los labios y los párpados, en tanto la Vítora le restregaba la cara con la esponja. Resistió varios segundos sin respirar y, al cabo, chilló: –¡Ya basta, Vito! La Vítora tomó al niño por las axilas, le envolvió en una gran toalla fresca y pasó con él a la cocina y, entonces, la Loren, la de doña Paulina, la divisó desde el descansillo del montacargas a través de la puerta encristalada y le hizo señas y le gritó: –¡Quico, dormilón! ¿Ahora te levantas? La Vítora le frotaba con la toalla y le dijo por lo bajo: “Dila, buenos días, Loren”. Y el niño, bajo la toalla fresa, voceó: –Buenos días, Loren. ¿Sabes que se murió el gato? ¡Mira! Levantó en el aire un pingajo negro y el niño lo distinguió, como preso, a través del enrejado del montacargas y dijo: –¿Por qué se ha muerto, Loren? La Loren le respondía con voz aguda y chillona que franqueaba los cristales como un rayo de sol: –¿Sabes tú por qué pasan esas cosas? Le llegó su hora y nada más. ¿Sabes que se murió el gato? ¡Mira! Levantó en el aire un pingajo negro y el niño lo distinguió, como preso, a través del enrejado del montacargas y dijo: –¿Por qué se ha muerto, Loren? La Loren le respondía con voz aguda y chillona que franqueaba los cristales como un rayo de sol: –¿Sabes tú por qué pasan esas cosas? Le llegó su hora y nada más.
El niño no soltaba el tubo de la mano. Dijo a la Vítora a media voz: –¿Qué dice la Loren? La Vítora no le hizo caso. Le dijo a la Loren: –Buena estará tu señora. –Calcula. La Loren arrojó el cadáver del gato al cubo de desperdicios. –¿También quieres que enterremos esa basura? –Claro -dijo el niño. –¿También quieres que enterremos esa basura? –Claro -dijo el niño.
Mamá entraba y salía de la cocina. El niño estiró el bracito con el tubo de dentífrico en la mano y se lamentó: –¿Ves? Me se ha mojado el cañón. Sécamele. La Vítora le pasó la toalla dos veces. Le dijo: –¿No era un camión? –No -dijo Quico, destapándole y mostrando la boca del tubo-, es un cañón, ¿no lo ves? –¿Y para qué demontres quieres tú un cañón? –Para ir a la guerra de Papá -dijo. Tosió, al concluir, y la bata de flores rojas y verdes dijo: –Este niño se ha constipado.
Salió después y el vuelo de la bata de flores rojas y verdes dejó flotando en el aire como una estela confortadora. La Vítora le dijo al niño, mientras le ponía la elástica: –Si toses, llamamos al Longinos. –¡No! –¿No quieres que venga el Longinos? –¡No! –Pues a mí me pinchó una vez y no me hizo daño, ve ahí. Le embutió en una blusita azulona y le puso encima un jersey rojo vivo. Después le puso un pantalón de pana blanda. Quico frunció levemente el ceño y permanecía inmóvil, como pensativo.
Dijo finalmente: –Yo no quiero que venga Longinos. –Pues no tosas. Quico protestó: –Yo no sé cuándo toso. La Vítora concluyó de vestirle y le dejó en el suelo, dobló la toalla fresa y la depositó sobre el respaldo de la silla blanca, pasó al baño y tiró del tapón para que desaguara. Miró al niño, desamparado, y le dijo: –El Longinos es bueno. Viene cuando estás malo y te pincha para que te pongas bueno.