Antonio Muñoz Molina - Córdoba de los omeyas
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- Libro:Córdoba de los omeyas
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1991
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Córdoba de los omeyas: resumen, descripción y anotación
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Abd Allar, El siglo XI en primera persona, edición de E. Levi-Provençal y E. García Gómez, Madrid, 1980.
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LA ESCRITURA DE UN LIBRO siempre es el fruto y el testimonio de una posesión. Se escribe, cuando se escribe de verdad, para librarse de una materia al mismo tiempo explícita y oscura que empezó a poseernos mucho antes de que reparásemos en ella, pero el mismo acto de escribir del que esperamos, si no la libertad, sí al menos el alivio del punto final agrava intensamente la posesión al ahondar en sus motivos y nos sumerge en un estado tóxico, de hipnosis y vigilia perpetua, de un gozo gradualmente ensimismado cuyos límites se aproximan a un sentimiento de dolor. Se empieza a escribir un libro como se emprende irreflexivamente un viaje o como se viven las primeras horas de un amor. No sabemos lo que ocurrirá en la página siguiente, ni cómo serán las ciudades que visitaremos, ni a dónde nos llevará este preludio tibio de ternura en el que nos aventuramos igual que en los recodos desconocidos de una calle nocturna. Lo único que sabe o sospecha el escritor, el viajero, el amante, es que está siendo impulsado hacia un territorio donde no van a servirle sus normas usuales, y que valdrá la pena su temeridad en la medida que descubra cosas que no pudo imaginar, no sólo paisajes o ciudades exteriores, sino galerías íntimas de su propia conciencia, islas vírgenes de su imaginación y de su mirada, incluso de su piel.
Ya sé que hay viajeros que antes de partir se fortifican contra la sorpresa y contra lo imprevisto, es decir, contra lo nunca visto. También hay escritores que calculan sus libros tan meticulosamente como un turista sus itinerarios, y amantes que sólo apetecen la rutina y habitan confortablemente el tedio. Pero uno, que ha perdido tantas certezas en los últimos años, ya casi sólo una de ellas conserva, la de que no vale la pena vivir sino lo que no se ha vivido nunca ni decir nada más que lo que nunca ha sido dicho. Paradójicamente, esa singularidad de la experiencia acaba volviéndose el vínculo más poderoso y común con nuestros semejantes, con quienes se parecen tanto a nosotros que son nuestros cómplices sin que lo sepamos, mujeres y hombres a los que nunca veremos porque vivieron antes que nosotros o porque no han nacido. Algunos de ellos viven en nuestro mismo tiempo y acaso respiran el aire de la misma ciudad, y sin embargo nos son tan lejanos como los muertos y los no nacidos, porque no los llegaremos a encontrar. Esa conspiración secreta justifica los libros, los que escribimos y los que leemos. Quien lee es tan poseído como quien escribe, y también, al leer, nada nos maravilla tanto como el descubrimiento de lo que ya sabíamos. Cada día nos roza la convicción platónica de que aprender es recordar, y de que todo amor y toda amistad encubren un reconocimiento, el de las dos mitades escindidas que se encuentran después de un largo destierro en el acto mutuo de la posesión.
También para escribir sobre una ciudad hace falta haber sido previamente poseído por ella. Del encuentro apasionado entre una ciudad y una mirada convertida luego en memoria y palabras han nacido algunos de los más altos episodios de la literatura: palabras, casi siempre, de invocación y de elegía, que quieren simultáneamente apresar a las ciudades en la fuga del tiempo y volverlas imaginarias, salvarlas y mentirlas, hacerlas inmortales y dar noticia dolorosa de su extinción. Se podría establecer un catálogo de escritores y ciudades tan numeroso como el de las parejas de amantes que han merecido el recuerdo del mundo. Baudelaire y París, Dickens —o De Quincey, o Conan Doyle, o Baroja…— y Londres, Bassani y Ferrara, Durrell y Alejandría, Galdós y Madrid, Juan Marsé y Barcelona, Onetti y Santa María (aunque Santa María no exista), Walter Benjamin y todas las ciudades que visitó en su vida y la ciudad abstracta que las resume en una sola, infinita como Bagdad o Berlín, material y también ilusoria, como aquella mujer a la que tanto quiso, Asja Lacis, como las ciudades que visitamos sabiendo que su nombre es casi lo único que permanece en ellas indemne: Granada, Córdoba. La peregrinación de Walter Benjamin por las ciudades se parece a la de aquel personaje de Faulkner, Joe Christmas, para quien todas las calles por las que había deambulado en su vida se prolongaban confundiéndose en una sola calle sin fin, la calle de dirección única que Asja Lacis abrió en la existencia de Benjamin.
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