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Antonio Muñoz Molina - Todo lo que era sólido

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Antonio Muñoz Molina Todo lo que era sólido

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ANTONIO MUÑOZ MOLINA Úbeda Jaén España 1956 Desde que publicó Beatus Ille - photo 1

ANTONIO MUÑOZ MOLINA (Úbeda, Jaén, España, 1956). Desde que publicó Beatus Ille (1986), su primera novela, su obra no ha dejado de suscitar expectación y entusiasmo. El invierno en Lisboa (1987) le proporcionó el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica, y le descubrió como un narrador de gran hondura y enorme capacidad de fabulación. Con El jinete polaco (1991) ganó el Premio Planeta y de nuevo el Premio Nacional de Literatura. También ha publicado Las otras vidas (1988), Beltenebros (1989), Nada del otro mundo (1993), El dueño del secreto (1994), y en Alfaguara: Ardor guerrero (1995), Plenilunio (1997), Premio Femina 1998 a la mejor novela extranjera, Carlota Fainberg (1999), Sefarad (2001) y En ausencia de Blanca (2001). Algunos de sus artículos y ensayos están recogidos en Las apariencias (1995), Pura alegría (1998) y La vida por delante (2002), también en Alfaguara. Ventanas de Manhattan (2004) y El viento de la Luna (2006) son sus últimas obras. Es miembro de la Real Academia Española.

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Q ué lejos se nos queda ya el pasado de hace solo unos años. En algún momento cruzamos sin advertirlo la frontera hacia este tiempo de ahora y cuando nos dimos cuenta y quisimos mirar atrás para comprobar en qué punto había sucedido el tránsito nos pareció asombroso habernos alejado tanto. Era cuando creíamos vivir en un país próspero y en un mundo estable imaginábamos que el futuro se parecería al presente y las cosas seguirían mejorando de manera gradual, o si acaso progresarían algo más despacio. Algunos expertos vaticinaban tranquilizadoramente una «gradual desaceleración de la economía», un «aterrizaje suave». Poco a poco se iría amortiguando el ritmo de la construcción y dejarían de subir tan rápido los precios de las viviendas. El lenguaje de los economistas, que se ven a sí mismos como científicos, consistía en la reiteración de unas cuantas metáforas simples: la desaceleración de un vehículo que ha avanzado a gran velocidad durante mucho tiempo; el aterrizaje confortable de un avión.

Esas eran las metáforas respetables. La que había que usar con más cuidado era la metáfora de la burbuja: hablar de la burbuja inmobiliaria equivalía a reconocer una fragilidad incompatible con la obligatoria complacencia. Una burbuja asciende en el aire y se hincha y en un momento ha estallado. En el idioma propio de ese tiempo que ya no existe la metáfora de la burbuja se usaba sobre todo para ser refutada. No había una burbuja inmobiliaria. Quizás en otros países, no en el nuestro. Un economista muy célebre y muy respetado escribió en enero de 2007 que en todo caso la burbuja, si existiera, se pincharía gradualmente. Si hubiéramos prestado algo más de atención a lo que sucedía y a lo que decíamos y lo que escuchábamos alguien habría apuntado que las metáforas pueden requerir la misma precisión que las ecuaciones, y que no hay manera de que se pinche gradualmente una burbuja.

Pero necesitábamos imaginar que las cosas eran sólidas y podían ser tocadas y abarcadas sin desaparecer entre las manos, y que pisábamos la tierra firme y no una superficie más delgada que una lámina de hielo, que el suelo no iba a desaparecer debajo de nuestros pies.

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D onde aún no pasaba nada era en España. Ni cuando empezaron a quebrar bancos en Estados Unidos, ni cuando Islandia y luego Irlanda pasaron de la riqueza a la bancarrota. Ahora cuesta aceptar que solo hayan transcurrido cuatro años desde 2008, cuando Rodríguez Zapatero ganó por segunda vez y sin mucho esfuerzo las elecciones generales. Quién iba a creer que se acercaba la crisis o iba a criticar en serio al presidente por negarse siquiera a decir esa palabra si la economía estaba creciendo casi al 4%, más que el año anterior, más aún que en cada año de la larga racha de crecimiento que ya llevaba durando una década. La Bolsa de Madrid había alcanzado el nivel más alto de su historia. Entre 1997 y 2007 el suelo se había revalorizado un 500%. En España había más billetes de 500 euros en circulación que en ningún otro país de Europa.

Éramos la octava potencia mundial, decía el presidente del gobierno. También decía que en tres años alcanzaríamos el nivel de renta de Alemania. En tres años tendríamos la mayor red de líneas de alta velocidad del mundo, por encima de Japón y de Francia. Estábamos en la Champions, repetía ese hombre risueño con demagogia futbolística. (Pero no se trataba solo, como parece ahora, de una alucinación española: según The Economist España y Suecia eran las dos economías más dinámicas de Europa). Habíamos superado a Italia en renta per cápita y muy pronto superaríamos a Francia. Francia se había quedado anquilosada y estaba en decadencia. La lengua francesa se batía en retirada en el mundo y el español avanzaba con una pujanza estadística que llenaba de vacuas cifras el triunfalismo de los discursos oficiales. El alemán no quería estudiarlo nadie. El Instituto Goethe y la Alianza Francesa tenían que cerrar centros porque las aulas se les quedaban vacías de alumnos; nosotros no parábamos de abrir nuevas sedes del Instituto Cervantes en las capitales más lejanas, en Tokio y Nueva Delhi y Seúl y Pekín. Brasil iba a declarar obligatorio el aprendizaje del español y muy pronto harían falta profesores para enseñar nuestra lengua a muchos millones de nuevos alumnos. Cincuenta millones de personas tenían el español como primera lengua en Estados Unidos, etc.

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L levo algo más de dos semanas en Ámsterdam. Me queda por delante casi un mes. Una fundación medio privada y medio oficial que se dedica a traer a escritores extranjeros al país me ha dejado un buen apartamento en el centro de la ciudad a cambio de muy pocas obligaciones. Fue un alivio llegar al clima templado de aquí después del agosto de incendios y calores extremos en España. Casi desde el primer día adquirí una rutina placentera. Por las mañanas, largos paseos de exploración de la ciudad, a pie o en bicicleta. Por la tarde, hasta bien entrada la noche, trabajo. Al cabo de muchos años de dedicarnos al mismo oficio, mi mujer y yo sabemos concentrarnos cada uno en su propia escritura, aislados aunque sea en la misma habitación, en este caso un espacio amplio y diáfano que incluye un estudio y una cocina. De espaldas a mí, en el estudio, escribe ella. Yo he instalado mi portátil en la mesa de la cocina y escribo delante de un ventanal que da a las fachadas y a los tejados de la casa de enfrente, y más allá al cielo del oeste. Desde la plaza suben los sonidos de la ciudad: la trepidación y la campana del tranvía, los timbres de las bicicletas, las actuaciones ocasionales de músicos callejeros, el clamor continuo de la gente en los cafés abiertos de par en par a la calle, que se convierte en escándalo las noches de los fines de semana, sobre todo los viernes. Como no hay música amplificada el ruido no llega a ser insoportable.

Uno se ensimisma escribiendo y es como si escuchara de fondo el mar. Como las ventanas en Ámsterdam son grandes y no tienen cortinas, puedo ver mientras escribo fragmentos de vidas en las casas de enfrente: una habitación de aire confortable con una pared llena de libros; una sala vacía y con las paredes desnudas en la que trabajan durante el día albañiles y pintores. A veces me acerco a la ventana y me quedo mirando a la calle. El espectáculo no deja nunca de fluir: los paseantes, los ciclistas, los clientes de los cafés, los recogedores de la basura, los turistas perdidos que consultan un mapa. Uno de los primeros días, durante una caminata, encontré por azar la estatua de Baruch Spinoza, en el barrio judío donde vivieron durante siglos tantos descendientes de los expulsados de España.

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