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Susana Molina - Influencer busca trabajo

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Susana Molina Influencer busca trabajo
  • Libro:
    Influencer busca trabajo
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    2017
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Influencer busca trabajo: resumen, descripción y anotación

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Susana Molina

Influencer busca trabajo

Influencer busca trabajo © Susana Molina, 2017

Ilustración : © Juan Pablo Chipe (www.juanpablochipe.com)

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

A mi madre, Pilar, y a mi padre, Juan José, porque todo se lo debo a ellos. Y a mi marido, Gonzalo, que tira de mí todos los días sin descanso

Capítulo 1
#ApocalipsisNow

¡Era el fin del mundo! O, al menos, de mi mundo. Una hecatombe. El apocalipsis. El fin de mi vida. Ya estaba viendo mi epitafio:

Lucía, bloguera de éxito, trendsetter y coolhunter , murió a los treinta años con el estilo y el buen gusto puestos.

Vale, igual estaba exagerando un poco, morir lo que se dice morir, en el sentido más estricto de la palabra, pues no, pero profesionalmente no tenía nada que hacer. Estaba hundida. Pasó lo que muchos predijeron que iba a pasar, aunque nunca les hice caso. Pensé que lo decían por envidia. A finales de 2016, la burbuja explotó. Los blogs dejaron de interesar a los lectores y, con ellos, nuestras cuentas de Instagram. Nuestros followers comenzaron a caer en picado. Ni enseñar una teta en Formentera servía ya para captar a la audiencia. Las firmas de moda y belleza ya no querían saber nada de nosotros: los auténticos influencers ; los regalos, patrocinios e invitaciones a fiestas de lujo comenzaban a brillar por su ausencia —por no hablar de la persecución de Hacienda, que en los últimos meses se había puesto muy quisquillosa con los «regalos especiales», para obligarnos a declarar los cohechos—. Las revistas tomaron una medida tan retro como volver a apostar por los redactores de la plantilla. Nosotros, en cambio, éramos la voz del pueblo fashion , sus mejores compañeros de shopping , la independencia dentro de un mundo manipulado por la publicidad. Vale, estábamos completamente comprados, confieso que aquellas gafas de sol de Parda tan monas me las habían regalado a cambio de una mención en mi cuenta de Instagram. Pero ¿cómo iban a vivir las chicas sin ver nuestro look diario o la lista de los 10 imprescindibles de la temporada o la guía definitiva para acabar con la celulitis o los consejos para ser la invitada perfecta y hacer sombra a la mismísima novia…? Nuestro conocimiento era básico para la mujer de hoy en día.
—Lucía, cielo, sabes que me encanta tu blog y siempre he apostado por ti, pero ya no puedo mantenerlo más tiempo.
—Pero no hay que precipitarse, dame un mes, deja que pasen las navidades. Te sorprenderé.
—Imposible. El consejo editorial me está presionando para eliminar los blogs de la cabecera. No va a sobrevivir ni uno.
Cinco años antes del apocalipsis, mi blog había alcanzado tanto éxito que el portal de la revista Gove llamó a mi puerta. Concretamente, me llamó Paloma Martín, directora de contenidos de la web, la misma que se encargó de comunicarme mi despido. Tengo que confesar que, cuando recibí la llamada, me puse bastante nerviosa. Nunca había dudado de la calidad de mi blog, los datos de usuarios lo situaban ente los diez primeros puestos de los mejores de España, pero venderlo a una cabecera con tanto prestigio en el mundo significaba jugar en la Champions League de los blogs. Ahora, sí que sí, iba a convertirme en una verdadera influencer —y antes de la fiebre de Instagram, que tiene más mérito—.
—Me gustaría que vinieras a vernos un día, conocieses al equipo editorial y hablásemos de las condiciones del contrato —me sorprendió Paloma por teléfono, después de insistir varias veces. ¡Mi manía de no contestar a números ocultos casi me aleja de la fama!
Lo que quería Paloma era migrar mi blog, es decir, fittingroom.com pasaría a formar parte de su marca, por lo que ellos recibían todos mis datos de tráfico —que se traducía en un aumento de lectores para ellos y, por lo tanto, de publicidad— y yo, a cambio, escribiría para una revista de renombre y me llevaría un sueldo. ¡Nada mal! Así que un día después de recibir su llamada me presenté en ese templo de la moda, al que tantas chicas aspiraban, llamado Gove . A las nueve en punto entré en el hall del edificio que albergaba sus oficinas. Una construcción de principios del siglo XX totalmente reformada en su interior de la forma más fría posible me daba la bienvenida. Me acerqué a uno de los ascensores y enseguida se aproximaron dos chicas cargadas de carpetas, vestidas a la última, que comentaban sus planes del fin de semana.

—Yo al final me piro a París de compras, que no tengo nada que ponerme.
—No me extraña. Yo siempre que hago cambio de armario me pregunto: ¿y qué me ponía yo el año pasado?

Subí con ellas pensando en los sueldazos que ganarían —nada más lejos de la realidad, más tarde descubrí que ni tan siquiera tenían contrato y que todo lo que ganaban lo gastaban en la cuota de autónomos, pero sus novios patrocinaban todos los cambios de armario para no quedarse obsoletas en el cruel mundo de la moda—. Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la tercera planta, pronuncié un tímido «hasta luego» que, por supuesto, no obtuvo respuesta —creo que esas chicas ni se percataron de mi existencia mientras compartíamos oxígeno en un metro cuadrado— y enseguida pude divisar el logo de la revista reproducido a gran escala en letras de bronce. Todo parecía estar cuidado al milímetro. La recepcionista, una señora que nada tenía que ver con la imagen que tenía de chicas obsesionadas por su imagen que daban la vida por trabajar en la industria, me recibió con una gran sonrisa, aunque yo solo podía fijarme en su moño desaliñado hecho con un boli Bic que le caía hacía el lado derecho y en su eyeliner ochentero camino de dibujar un ojo mapache. Detrás de ella, se encontraba una televisión gigante en la que no paraban de desfilar modelos vestidas de Chunel. Pensé en lo duro que debía ser pasar toda una jornada laboral, día tras día, semana tras semana, año tras año, viendo los mismos desfiles una y otra vez, recordándote cada minuto la ropa que nunca podrás comprar y el cuerpo que de ninguna manera verás cuando te pongas delante de un espejo. Entonces, su moño y su maquillaje de Chicholina no me parecieron para tanto. Bastante cuerda estaba esa mujer con lo que tenía encima.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarte? —mantuvo la sonrisa mientras esperaba mi contestación.
—Hola, soy Lucía. Tengo una cita con Paloma Martín.
—Sí, claro —me contestó, efusiva, como si estuviese esperando la visita de su peluquero—, espera un momento en esa sala, por favor —y señaló una enorme pecera con una mesa de reuniones dentro y una pantalla de plasma del tamaño de mi apartamento.
Entré y traté de coger asiento. Al principio, mi primer impulso fue sentarme nada más entrar, junto a la puerta, pero pensé que estar de espaldas no era una gran idea. Así que probé a ponerme de frente, pero caí en la cuenta de que podía parecer demasiado preparado. Con tanta indecisión, Paloma entró en la sala y me pilló de pie como cuando se detiene la música en el juego de las sillas. Abrió la puerta como un torbellino, parecía que iba con mucha prisa, y pronunció la frase «hola, tú debes de ser Lucía» casi de la misma forma que si lo hubiese dicho en la línea de meta de una media maratón. Extendió un brazo para indicarme que podía tomar asiento. Ahí no tuve más opción y cogí la silla que tenía a mano, la arrastré, tratando de ser lo más silenciosa posible, y me senté en ella.
Paloma era una de esas chicas «ideales» por naturaleza, es decir, que no tenían que arreglarse para levantar envidias entre el público femenino. A pesar de llevar su cabello castaño recogido con un lápiz —se ve que en la empresa no ganaban para gomas— y ni una pizca de maquillaje, estaba perfecta. Vestía con el uniforme de las estilistas del momento: vaquero negro pitillo, camisa blanca y botas moteras. Nunca he entendido por qué estas chicas que se pasan la vida vistiendo a modelos con un sinfín de estampados y colores de tendencia nunca llevan ni uno. Ni con todo el arreglo del mundo podría parecerme a ella ni un poquito. Y encima parecía encantadora. ¡Qué jodía!

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