Carlos Alberto Montaner - 200 años de gringos
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- Libro:200 años de gringos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1976
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Se trata de varios ensayos polémicos en torno a los gringos y en torno a nosotros mismos, fauna hispanoparlante.
Carlos Alberto Montaner
ePub r1.0
Titivillus 04.09.15
Carlos Alberto Montaner, 1976
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Linda, mi mujer
¿Y quién puede dudar que de no haber existido esta potencia democrática, Guardián del Hemisferio (en su propio interés, pero ése es otro problema), Latinoamérica hubiera sido víctima en el siglo XIX del colonialismo europeo que conocieron Asia y África; y más tarde, en nuestro propio tiempo, de los imperialismos todavía peores que ha conocido el siglo XX?
Pero nada de esto se toma en consideración a la hora de formular las hipótesis de moda sobre las causas del atraso latinoamericano (y del avance norteamericano), sino que se afirma sin matices y sin contradicción que la influencia política, económica y cultural norteamericana ha causado nuestro subdesarrollo.
Carlos Rangel, Del buen salvaje al buen revolucionario.
Monte Avila Editores, Caracas, 1976, pág. 54.
Este libro fue perpetrado con la coartada del bicentenario de Estados Unidos como nación independiente. En la medida que lo fui escribiendo apareció publicado, a retazos, en medio centenar de diarios de España, Norte y Sudamérica, incluyendo a Estados Unidos y a Brasil, y lo leyeron, potencialmente, dos o tres millones de personas. No posee, pues, el misterio de la virginidad que acompaña a los textos rigurosamente inéditos, pero sí tiene el de los «strip tease» que van mostrando el espectáculo poco a poco. Vistos con la perspectiva de libro, aquellos ensayos cobran coherencia y unidad. Puedo, por experiencia, predecir la reacción de muchos lectores: sorpresa. Lo siento. Otros muchos acabarán por coincidir con los planteamientos esenciales. Es el destino de cualquier papel escrito que pretenda evadirse de los lugares comunes.
Se trata de varios ensayos polémicos en torno a los gringos y en torno a nosotros mismos, fauna hispanoparlante. Me pareció que la importancia tremenda de los norteamericanos no radica en que se hayan constituido en primera potencia del planeta, sino en que a cada paso tropezamos con ellos. En ese caso lo más prudente es hablar de ellos a propósito de nosotros, o de nosotros a propósito de ellos. Si eso puede llamarse método, prácticamente no hay otro en este libro: llamo la atención de algunos aspectos que nos interesan de estos señores y los discuto con cierto desenfado. Pero hay más: hay algunas proposiciones de carácter universal en torno a la violencia, el tiempo, la competencia, la técnica o la agresión, que trascienden la mera exégesis. Este libro pretende mucho más que mostrar cómo son los gringos a los dos siglos del parto. Es una sucesión de breves ensayos sociológicos, políticos, antropológicos o historiológicos —o todo eso junto— desesperadamente aferrados a la clásica definición del género: la hipótesis sin la demostración. No pruebo nada. No demuestro nada. Simple y llanamente observo y cuento lo que me parece ver. Calculo que eso debe ser muy poco en esta época nuestra de tarjeta, perforadas, pero, por una parte, no sé ni me interesa «ensayar» de otro modo más científico, y por otra, mantengo melancólicas, sospechas hacia todo intento de precisar, atrapar o definir a un pueblo entre las tapas de un libro. Se dice “los alemanes” y uno no sabe si se refieren a Goethe o a Adolfo Hitler, a Martin Borman o a Albert Einstein. Se dice «los españoles», y unos se apuntan a Santa Teresa y otros a La Pasionaria. Yo digo “los gringos” y el lector tiene derecho a sentirse perplejo. Puede dudar entre Wallace o Luther King, entre Al Capone y el Cardenal Spellman. Pero no obstante, como ahora se dice, estamos condenados a entendernos. A pesar de todo hay un idioma universal de prejuicios y conceptualizaciones que todos, más o menos, logramos dominar. El lector, que no ha comprado un libro de cocina, que sabía de qué iba la cosa, tendrá que ser un poco cómplice de esta lectura. Tendrá que pasar por alto la ausencia de estadísticas, cuadros matemáticos y cualquier rudimento de aparato erudito. No me siento capaz de esas canalladas. «Mientes más que una estadística», dice Mafalda, esa amarga filósofa argentina. Al «ensayar» así, desnudo de cifras, corro el riesgo —que no descarto—, de equivocarme, pero no de mentir.
Ahora vamos a hablar de los yanquis. Y de nosotros.
La imagen de Estados Unidos vigente en España y Latinoamérica corresponde a la del Calibán rodoniano. Una nación espiritualmente bárbara que todo lo concibe como una herramienta para la obtención de bienes materiales. Los yanquis de la caricatura —una vez perversamente deformada la dicotomía Ariel-Calibán que propuso Rodó— quedaron reducidos a toscos bebedores de Coca-Cola; a estúpidos mascadores de goma; o a ignaros a los que sólo le funcionaban las neuronas del comercio.
Esta imagen grotesca, paradójicamente, emanaba del más serio pensamiento filosófico incubado en los Estados Unidos: el pragmatismo. El pragmatismo era hijo legítimo del utilitarismo y del positivismo. Más que una especulación filosófica sobre el ser resultaba un sistema de valoración que establecía una jerarquía y un orden de prioridades entre las cosas. Las cosas valían por el bien que producían, mientras «el bien» se definía en términos de placer y sólo identificaban éste dentro del ámbito del confort.
Esta perspectiva del hombre y de la vida se redujo al monstruo Calibán para que fuera asimilada por las grandes mayorías. Pero sucedió que Calibán, el monstruo pragmático, empezó a adoptar una conducta extraña. Calibán fundaba orquestas sinfónicas, compañías de ballet, revistas literarias, grupos teatrales. En las universidades que existían en sus predios (unas tres mil) no sólo se estudiaban las disciplinas afines a su filosofía, sino todas las actividades humanas que merecieran la pena, A Ariel le irritaría saber que en Harvard hay más libros sobre Guatemala que en la Universidad de San Carlos, o que en Princeton y la Universidad de Nebraska, el año pasado graduaron más expertos en literatura hispanoamericana que la Universidad de La Habana.
Calibán cultivaba el mito de la sociedad del confort, donde la posesión de objetos concedía categoría al ciudadano, al tiempo que, contradictoriamente, esos mismos ciudadanos adquirían conciencia de los valores espirituales. Calibán empezó a ser un poco Ariel. Este libro habla de esas transformaciones.
«Nadie se baña dos veces en el mismo río», sentenció Heráclito de Éfeso. La observación del filósofo era —a un tiempo— escueta y elocuente. La realidad es mutable: siempre en perpetua transformación, cambiante, proteica. Las cosas más que son, van siendo. A los Estados Unidos le viene a la perfección el dictum del griego: nadie vive dos días consecutivos en la misma nación yanqui. Allí, en vez de pasar uno por el mundo, se tiene la sensación de que es el mundo el que pasa por uno.
La profunda revolución que acontece en suelo norteamericano no tiene paralelo sobre la faz de la tierra. El contorno físico de las ciudades se modifica vertiginosamente. Se derriban montañas en horas, se fabrican ciudades en días; ni siquiera la composición química del aire es igual a la del resto del planeta, porque millones de automóviles y fábricas se encargan de enrarecer la atmósfera. Y hay también polución cultural. Los laboratorios de experimentación vuelcan diariamente millares de conclusiones que transforman los conceptos básicos de la ciencia y alteran el ritmo de aprendizaje a una velocidad tremenda.
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