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Carlos Alberto Montaner - Víspera del final: Fidel Castro y la revolución cubana

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Carlos Alberto Montaner Víspera del final: Fidel Castro y la revolución cubana
  • Libro:
    Víspera del final: Fidel Castro y la revolución cubana
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1994
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Víspera del final: Fidel Castro y la revolución cubana: resumen, descripción y anotación

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Por qué se ha desplomado el comunismo en todo Occidente mientras en Cuba el - photo 1

¿Por qué se ha desplomado el comunismo en todo Occidente mientras en Cuba, el más débil de los satélites de la antigua URSS, se mantiene todavía?; ¿por qué no cae Fidel Castro y no se rebelan cubanos?

Este libro aporta respuestas y claves. Víspera del final: Fidel Castro y la revolución cubana es un apasionado análisis de la difícil situación de Cuba en la época actual; es también una investigación sobre la poderosa personalidad de Fidel Castro y su manera de relacionarse con sus subordinados y con el pueblo en general; aporta una incisiva visión de lo que ha sido la revolución cubana durante las tres décadas largas en las que Castro pasó de ser el romántico guerrillero, exterminador de la dictadura de Batista, al último dictador marxista-leninista de Occidente; y hace el recuento de una ilusionada aventura de justicia social y desarrollo, con escuelas y hospitales para todos, que acaba en la ruina económica, política y social.

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Carlos Alberto Montaner

Víspera del final:
Fidel Castro y la revolución cubana

ePub r1.0

Titivillus 21.05.15

Carlos Alberto Montaner, 1994

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

CARLOS ALBERTO MONTANER SURIS La Habana 3 de abril de 1943 es un - photo 3

CARLOS ALBERTO MONTANER SURIS La Habana 3 de abril de 1943 es un - photo 4

CARLOS ALBERTO MONTANER SURIS. (La Habana, 3 de abril de 1943) es un periodista, escritor y político cubano, que tiene, además, la nacionalidad española y la estadounidense. Ha ganado varios premios relevantes y colaborado con periódicos de renombre internacional. Ha publicado unos 25 libros. El último de ellos es la novela La mujer del coronel, editada por Alfaguara.

Algunos medios especializados han calculado en seis millones el número personas que semanalmente leen sus columnas. Su trabajo ha sido distinguido por instituciones como la Comunidad Autónoma de Madrid y el Instituto Juan de Mariana. Fue, además, hasta el 2011, vicepresidente de la Internacional Liberal. El gobierno de Cuba, sin embargo, considera a Montaner un agente estadounidense, y ha llegado a relacionarlo con actividades terroristas en su juventud, acusaciones que Montaner ha negado en diversas oportunidades, considerando que se trata de una campaña difamatoria, como ha explicado en el libro El otro paredón, publicado en el 2011 por la editorial e-riginal en Estados Unidos. En octubre de 2012 la revista Foreign Policy lo eligió como uno de los 50 intelectuales más influyentes de Iberoamérica.

EPÍLOGO Y RECAPITULACIÓN
Cuba: delfín de la utopía al descubrimiento de la libertad

En julio de 1991, el presidente cubano llegó a Guadalajara disfrazado de Fidel Castro. A sus casi 65 años seguía vistiendo el mismo uniforme verde oliva con el que entró en La Habana en 1959 a bordo de un tanque. Continuaba luciendo las barbas, ya canosas, y hasta la gorra de militar en campaña.

En realidad, había cierta coherencia. El presidente cubano no sólo llegó a Guadalajara disfrazado de Fidel Castro, sino también hablaba como Fidel Castro. Como aquel Fidel Castro antiestablishment, anticapitalista, antiimperialista, suma y resumen de todos los radicalismos latinoamericanos acumulados a lo largo de varias décadas de errores, análisis superficiales y distorsión de la realidad política y económica.

No hay duda de que estamos ante el fascinante caso de un hombre prisionero de su propia imagen. Un personaje más que una persona, atrapado por su propio discurso circular, e incapaz de reaccionar ante los estímulos que le aporta la realidad.

Fidel Castro estaba rodeado de 22 Jefes de Estado y de gobierno totalmente sujetos al curso de la historia. Había entre ellos un ex general paraguayo que había hecho el recorrido de la dictadura a la democracia, de la guerrera a la corbata, sin demasiados contratiempos. Había un presidente mexicano empeñado en colocar a su partido, el PRI, dentro de las corrientes ideológicas de su tiempo. Había un mandatario venezolano que en su primer período había gobernado dentro de las coordenadas populistas del cepalismo, pero que ahora, en alguna medida, buscaba su norte sociopolítico en el vecindario liberal. Había un socialista español que, cuando se aproximó al poder, purgó rápidamente su lenguaje de cualquier referencia tercermundista. Todos y cada uno de ellos, personas al fin y al cabo alertas e inteligentes, habían sabido cambiar a lo largo de sus exitosas vidas, porque esa capacidad de adaptación es, precisamente, lo que distingue a los seres humanos de los minerales o de los fósiles.

Todos cambiaron menos Fidel Castro. El Máximo Líder se mantiene inmutable y cree que hay cierta grandeza en su inflexibilidad. Ha tomado como divisa la disparatada máxima de los más testarudos españoles: «sostenella y no enmendalla».

En cierto sentido, existe una extraña ventaja en que Castro se mantenga paralizado en el tiempo. Una ventaja para la antropología política. Es como si descubriéramos a un dinosaurio congelado, le quitáramos la escarcha y comenzara a moverse. ¡Qué no darían los científicos de nuestros días por poder acercarse a un dinosaurio vivo y coleando! No andaba, pues, muy desacertado el presidente de Portugal, Mario Soares, cuando lo llamó «dinosaurio político». Pero el periódico ABC de Madrid fue un poco más preciso en la clasificación zoológica: le llamó tiranosaurio.

La coherencia de Castro

Acerquémonos a ese tiranosaurio. Y lo que primero vamos a ver es que no se trata de un mutante sin antecedentes biológicos. Todo lo contrario. Se trata de la última criatura de una especie que se ha extinguido. Una especie latinoamericana que se fue haciendo a partir de la década de 1920, y que acumuló en su carga genética los más lamentables rasgos políticos del siglo que termina. Esa especie estaba convencida de que la pobreza latinoamericana era el producto de una fatal combinación entre los capitalistas locales y los explotadores de los diversos imperios. En Castro coinciden desordenadamente las lecturas o la huella vital de los jesuitas falangistas de su época adolescente, del Perón de la década de 1940, de Julio Antonio Mella, del activismo semigangsteril surgido en Cuba tras la revolución de 1933, de José Antonio Primo de Rivera, de Mariátegui, de Fanon, de Gunder Frank, de los clásicos Marx, Lenin y así hasta del último de los ideólogos y políticos radicales, sin ahorrarse ni una sola de las malas o dudosas influencias.

Castro es un cóctel muy latinoamericano donde se mezclan el análisis cepaliano, la falta casi total de experiencia laboral propia, la variante más hirsuta del nacionalismo mexicano de viejo cuño, el antiyanquismo a ultranza, el odio a la clase política burguesa, el desprecio por las formas y el más peligroso de todos los elementos: la convicción revolucionaria. Es decir, la creencia en que un grupo de hombres audaces, iluminados por el amor a sus semejantes, es capaz de imponer un orden justo por medio de la violencia y la coacción.

En realidad no hay ningún error lógico en que Castro haya adoptado el modelo comunista para la sociedad cubana y la batalla antinorteamericana como razón de ser de su gobierno. Si se pensaba que los bolsones de pobreza que había en Cuba eran producto de la codicia de los capitalistas, lo razonable era erradicar el capitalismo y hacer tabla rasa de la economía de mercado. Si se creía que eran los latifundistas y propietarios agrarios los responsables de la pobreza del peonaje campesino ¿cómo no despojar de sus bienes a esos endurecidos explotadores? Si se tenía la certeza de que la sociedad civil era torpe y cruel en la gestión empresarial, ¿cómo no privarla de los recursos que tenía y con los que perpetuaba su vil manera de enriquecerse a expensas de los pobres? Si se suponía que los males del país provenían de la explotación del imperio yanqui, ¿no era lo justo terminar con esas relaciones comerciales y cortar por lo sano las garras del imperialismo? Por último, si los Estados Unidos eran, efectivamente, el origen de todo mal, ¿no correspondía a todo aquel que sintiera urgencias éticas salir a derrotarlo en una gigantesca batalla planetaria? Y —por supuesto— la pregunta final: ¿cómo llevar adelante una tarea de esa naturaleza sin ser aplastado por la reacción de las víctimas y de los enemigos internos o por los implacables y demasiado próximos

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