David Le Breton - Elogio del caminar
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- Libro:Elogio del caminar
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2000
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Elogio del caminar: resumen, descripción y anotación
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Caminar es una evasión de la modernidad, una forma de burlarse de ella, de dejarla plantada, un atajo en el ritmo desenfrenado de nuestra vida y un modo de distanciarse, de aguzar los sentidos.
David Le Breton mezcla en Elogio del caminar a Pierre Sansot y a Patrick Leigh Fermor, pero también hace que Bashô y Stevenson dialoguen sin preocuparse por el rigor histórico, pues el propósito de este exquisito libro no radica ahí, se trata solamente de caminar juntos, de intercambiar impresiones, como si estuviéramos en torno a una mesa en un albergue al borde del camino, por la tarde, cuando el cansancio y el vino nos hacen hablar…
David Le Breton
ePub r1.0
Titivillus 08.03.18
Título original: Éloge de la marche
David Le Breton, 2000
Traducción: Hugo Castignani
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
DAVID LE BRETON (1953) es sociólogo y antropólogo, profesor en la Universidad de Estrasburgo y autor de, entre otros libros, Antropología del cuerpo y modernidad, Antropología del dolor o El silencio. Ha publicado también numerosos artículos en revistas y obras colectivas. Es uno de los autores franceses contemporáneos más destacados en estudios antropológicos.
[1] Junto al apellido del autor, se incluyen entre paréntesis el año de edición de la obra y la página a la que se refiere cada cita. Puede encontrarse el título concreto en la bibliografía situada al final de este libro. [Cuando existe traducción al castellano, la fecha de publicación y la paginación corresponden a la edición en español y el texto se reproduce íntegramente según la versión citada (N. del T.)].
[2] «Bête comme ses pieds», tonto de remate. (N. del T.).
[3] He retomado aquí algunos de los análisis que desarrollé de otra forma en mi contribución al volumen de la revista Autrement: «La vie, la marche» (Rauch, 1997).
[4] Este capítulo es arbitrario en la elección de los autores: otros muchos podrían igualmente haber aparecido. Pero he querido sobre todo expresar mi fascinación por hombres como Cabeza de Vaca, Richard Burton, René Caillié o Michel Vieuchange, figuras ejemplares del caminar, de la aventura extrema, con todo lo que tiene de aliento, de generosidad, de absoluto. Estos personajes me maravillan, y escribir acerca de ellos era para mí una manera de establecer una connivencia con lo que amo y me importa. Significa también, quizá, ser injusto con aquellos de los que no hablo, pero la voluntad de exhaustividad en esta materia no tiene mucho sentido.
[5] En su narración del camino de vuelta a Harar Jugol, a marchas forzadas y prácticamente sin víveres ni agua, Burton describe su obsesión por el agua en unos términos que nos permiten comprender mejor el sufrimiento de caminantes del desierto posteriores como Caillié o Vieuchange. «El demonio de la sed nos perseguía sin piedad. El sol nos abrasaba el cerebro, los espejismos nos conducían al error constantemente, y acabé por ser víctima de una especie de obsesión. Avanzando a paso ligero, con los ojos cerrados en el aire ardiente, ya no alcanzaba a concebir imagen alguna que no estuviera relacionada con el agua. Agua siempre presente ante mí, en ese pozo a la sombra, o en aquellos riachuelos de agua helada gorgoteando al surgir de las rocas, o quizás en esos lagos inmóviles que me invitaban a zambullirme y sumergirme en ellos […]. Abría los ojos y solo veía ante mí una inmensa planicie, humeante de calor, bajo un cielo azul metálico y eterno, un espectáculo tan bello para el pintor o el poeta, pero tan vacío y fatal para nosotros… Solo podía pensar en una cosa: agua» (Gournay, 1991, 61).
Para Hnina,
que siempre se lamenta de que no caminemos más.
Aquel cuyo espíritu está en reposo posee
todas las riquezas. ¿Acaso no es igual que
aquel cuyo pie está encerrado
en un zapato y camina
como si toda la superficie de la Tierra
estuviera recubierta de cuero?
HENRY-DAVID THOREAU
Cuando revivo dinámicamente el camino que «escalaba» la colina, estoy seguro de que el camino mismo tenía músculos, contramúsculos. En mi cuarto parisiense, el recuerdo de aquel sendero me sirve de ejercicio. Al escribir esta página me siento liberado del deber de dar un paseo; estoy seguro de que he salido de casa.
GASTON BACHELARD, La poética del espacio
Caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena. A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es vivir el cuerpo, provisional o indefinidamente. Recurrir al bosque, a las rutas o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. Caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo.
La facultad propiamente humana de dar sentido al mundo, de moverse en él comprendiéndolo y compartiéndolo con los otros, nació cuando el animal humano, hace millones de años, se puso en pie. La verticalización y la integración del andar bípedo favorecieron la liberación de las manos y de la cara. La disponibilidad de miles de movimientos nuevos amplió hasta el infinito la capacidad de comunicación y el margen de maniobra del hombre con su entorno, y contribuyó al desarrollo de su cerebro. La especie humana comienza por los pies, nos dice Leroi-Gourhan (1982, 168), aunque la mayoría de nuestros contemporáneos lo olvide y piense que el hombre desciende simplemente del automóvil. Desde el Neolítico, el hombre tiene el mismo cuerpo, las mismas potencialidades físicas, la misma fuerza de resistencia frente a los fluctuantes datos de su entorno. La arrogancia de nuestras sociedades podrá ser criticada como se merece, pero lo cierto es que disponemos de las mismas aptitudes que el hombre de Neandertal. Durante milenios, los hombres han caminado para llegar de un lugar a otro, y todavía es así en la mayor parte del planeta. Se han desvivido en la producción cotidiana de los bienes necesarios para su existencia, en un cuerpo a cuerpo con el mundo. Seguramente, nunca se ha utilizado tan poco la movilidad, la resistencia física individual, como en nuestras sociedades contemporáneas. La energía propiamente humana, surgida de la voluntad y de los más elementales recursos del cuerpo (caminar, correr, nadar…), hoy raramente es requerida en el curso de la vida cotidiana, en nuestra relación con el trabajo, los desplazamientos, etc. Ya prácticamente nunca nos bañamos en los ríos, como todavía era común en los años sesenta, excepto en los escasos lugares autorizados; ni tampoco utilizamos la bicicleta (a no ser de una forma casi militante, y no exenta de peligro), y menos aún las piernas, para ir al trabajo o llevar a cabo nuestras tareas cotidianas.
A pesar de los colapsos urbanos y las innumerables tragedias cotidianas que provoca, el coche es hoy el rey de nuestra vida diaria, y ha hecho del cuerpo algo superfluo para millones de nuestros contemporáneos. La condición humana ha devenido en condición sentada o inmóvil, ayudada por un sinnúmero de prótesis. No es pues de extrañar que el cuerpo sea percibido hoy como una anomalía, como un esbozo que debe ser rectificado y que algunos incluso sueñan con eliminar (Le Breton, 1999). La actividad individual consume más energía nerviosa que física. El cuerpo es un resto sobrante contra el que choca la modernidad y que se nos hace todavía más difícil de asumir a medida que se restringe el conjunto de sus actividades en el entorno. Esta desaparición progresiva merma la visión que el hombre tiene del mundo, limita su campo de acción sobre lo real, disminuye su sentimiento de consistencia del yo y debilita su conocimiento de las cosas, a no ser que se frene la erosión del yo mediante ciertas actividades de compensación. Los pies sirven sobre todo para conducir un automóvil o para sostener en pie momentáneamente al peatón en el ascensor o en la acera, transformando así a la mayoría de sus usuarios en unos seres inválidos cuyo cuerpo apenas sirve para algo más que arruinarles la vida. Por lo demás, y debido a su infrautilización, los pies son a menudo un estorbo que podría guardarse sin problemas en una maleta. Roland Barthes señalaba ya en los años cincuenta que «es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano. Todo ensueño, toda imagen ideal, toda promoción social, suprime en primer lugar las piernas; ya sea a través del retrato o del automóvil» (Barthes, 2005, 26). En francés, de hecho, suele decirse de alguien muy ingenuo que es «tan tonto como sus pies».
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