Introducción
I. La condición corporal
La sociología del cuerpo es una parte de la sociología que se interesa por la corporalidad humana como fenómeno social y cultural, como materia simbólica, como objeto de representación y de imaginación. Nos recuerda, así, que las acciones que tejen la trama de la vida cotidiana —incluyendo desde las más inútiles o inaprensibles hasta las que se desarrollan por entero en el escenario público— implican la participación de lo corporal, aunque solo sea por la mera actividad de percepción que el hombre despliega en cada momento y que le permite ver, oír, saborear, oler, tocar... y, por lo tanto, atribuir significados específicos al mundo que le rodea.
Configurado por el contexto social y cultural en el que el actor se halla sumergido, el cuerpo es ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo, esto es, no solamente las actividades perceptivas, sino también la expresión de los sentimientos, las etiquetas de los hábitos de interacción, la gestualidad y la mímica, la puesta en escena de la apariencia, los sutiles juegos de la seducción, las técnicas del cuerpo, la puesta en forma física, la relación con el sufrimiento y con el dolor, etc. La existencia es, en primer lugar, corporal. Y, al tratar de elucidar qué parte le corresponde a la carne en la relación que el ser humano establece con el mundo, la sociología se enfrenta con un vasto campo de estudio. Aplicada al cuerpo, se centra en el inventario y la comprensión de las necesidades sociales y culturales que coexisten en toda la dimensión de los movimientos humanos.
Las actividades físicas del ser humano se enmarcan en un conjunto de sistemas simbólicos. Del cuerpo nacen y se propagan los significados que fundamentan la existencia individual y colectiva; constituye el eje de la relación con el mundo, el lugar y el tiempo en los que la existencia se hace carne a través del rostro singular de un actor. Por su intermediación, el hombre se apropia de la sustancia de su propia vida y la traduce para los otros gracias a los códigos que comparte con los demás miembros de su comunidad. El actor abraza físicamente el mundo y lo hace suyo, humanizándolo y, sobre todo, convirtiéndolo en un universo familiar y comprensible, cargado de significado y de valores, compartible, en tanto que experiencia, por cualquier persona que, como él, se inserte en el mismo sistema de referencias culturales. Existir significa, ante todo, moverse en un espacio y un tiempo concretos; transformar el entorno mediante un conjunto de gestos eficaces; clasificar y asignar significados y valores a los innumerables estímulos del medio gracias a las distintas experiencias perceptivas; formular hacia los demás actores algo que puede ser una palabra, un repertorio de gestos y de expresiones faciales, o un conjunto de ritos corporales que gocen de su adhesión. A través de su corporalidad, el hombre hace del mundo la medida de su experiencia, transformándola en un tejido familiar y coherente, disponible a su acción y permeable a su comprensión. Ya sea en tanto que emisor o como receptor, el cuerpo está constantemente produciendo significado, insertando de ese modo al ser humano en un espacio social y cultural determinado. En este sentido, cualquier sociología implica que son las personas de carne y hueso lo que constituye el centro de su investigación. Es difícil concebir al individuo fuera de su encarnación (Csordas, 1990), incluso aunque a menudo las ciencias sociales silencien el cuerpo, considerándolo erróneamente como una obviedad y ocultando así una información que sin duda merece mucha más atención. Puesto que la sociología se centra en las relaciones sociales, en la mutua interacción de los hombres y las mujeres, el cuerpo siempre se encuentra allí, en el corazón de toda experiencia.
Cualesquiera que sean el lugar y el momento de su nacimiento o las condiciones sociales de sus padres, el niño está originalmente dispuesto a interiorizar y reproducir los rasgos físicos particulares de cualquier sociedad humana. La historia demuestra, de hecho, que parte del registro específico de ciertos animales no queda fuera de su alcance, a tenor de la extraordinaria aventura de algunos niños llamados «salvajes» (Le Breton, 2004; 1999). Al nacer, el niño es una suma infinita de disposiciones antropológicas que solo la inmersión en el campo simbólico, es decir, la relación con los demás, le permite desplegar. Necesitará muchos años antes de que su cuerpo, en sus distintas dimensiones, se inscriba plenamente en el marco de significado que lo rodea y que estructura su grupo de pertenencia.
Este proceso de socialización de la experiencia corporal es una constante en la condición social del hombre, si bien alcanza su máxima intensidad en ciertos periodos de la vida, sobre todo durante la infancia y la adolescencia. En efecto, el niño crece en una familia cuyas características sociales pueden ser variadas y que además ocupa una posición específica en el juego de variables que caracterizan su relación con el mundo propio de su comunidad social. Los hechos y los gestos del niño se envuelven en este ethos que origina las formas de la sensibilidad, su gestualidad, sus experiencias sensoriales, y que por lo tanto delinea el estilo de su relación con el mundo. La educación nunca es una actividad puramente intencional —los modos de relación, la dinámica afectiva de la estructura familiar, la forma en que el niño se sitúa en esa trama, y la sumisión o la resistencia que opone a los restantes miembros son distintas coordenadas cuya importancia capital es conocida en el proceso de socialización—.
El cuerpo existe en la totalidad de sus componentes gracias al efecto combinado de la educación recibida y los procesos de identificación que han conducido al individuo a asimilar los comportamientos de su entorno. No obstante, el aprendizaje de las modalidades corporales de la relación del individuo con el mundo no se detiene en la infancia, sino que continúa toda la vida de acuerdo con los reajustes sociales y culturales que se van imponiendo en el estilo de vida, y con los diferentes roles que conviene asumir a lo largo de la existencia. El orden social se infiltra en todos los poros de las acciones humanas y termina por convertirse en fuerza de ley, por lo que este proceso nunca puede darse por completado.