Stanislas Breton - Santo Tomás
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- Libro:Santo Tomás
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1965
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Santo Tomás: resumen, descripción y anotación
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Título original: Sto. Tomás
Stanislas Breton, 1965
Traducción: Rosa M.ª Galligo Fanlo
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2
Lo que interesa a mi inteligencia no es ni aquello que tú quieres, ni lo que tú comprendes, sino la verdad de la cosa.
Santo Tomás de Aquino parece acumular las desgracias. Filósofo, su filosofía se oculta aparentemente tras una teología. Teólogo, su teología se contamina en exceso, en opinión de algunos, de ciertas infiltraciones filosóficas. En otro tiempo condenado por sus audacias doctrinales, fue sin embargo canonizado dos veces por la Iglesia, que reconoció en él el doble prestigio del santo y del doctor. Especialista en las cuestiones polémicas, en las que el punto de interrogación inicia la búsqueda indefinida, se convirtió pronto en el sistemático que impuso verdades eternas. Su filosofía, que él quería libre, por considerarla un «fin por sí misma», acabó siendo una defensa de la ortodoxia.
Estas antinomias, cuya lista podríamos alargar, explica en parte la fuerza y la debilidad de lo que se ha venido a llamar «tomismo». ¿Qué es el tomismo? ¿Artífice de eclecticismos o milagrosa síntesis de oposiciones doctrinales?
Su éxito póstumo, que él tuvo la suerte de no prever, plantea más de un problema. La hipótesis más simple invocaría razones sociológicas. Santo Tomás, en efecto, no se presenta como un revolucionario. Es el hombre de la continuidad, más bien que de la ruptura. Nada hay en su doctrina del cogito que anuncie una nueva era de la inteligencia. Santo Tomás recibió modestamente la doble tradición que había llegado hasta él: la del humanismo filosófico, heredado de los griegos, y la de la reflexión cristiana resumida en San Agustín. Esta fidelidad al pasado, unida a la claridad pedagógica del estilo, a la preocupación por la medida y a las soluciones equilibradas, demuestran la existencia confortadora de un maestro. Se comprende que el catolicismo se haya compenetrado con su obra y que la haya acogido como la culminación ideal de su pensamiento.
Estas razones, sin embargo, no son suficientes. Otros doctores han unido el vigor de la reflexión a la pureza de la fe. Algunos incluso nos ayudarían a acercamos mejor, debido a su conformidad con los orígenes, a la pureza de las fuentes cristianas. Para justificar el prestigio de la obra de Santo Tomás será necesario buscar una motivación más racional, sin descuidar la importancia de un tradicionalismo conservador.
Esta solución nos daría quizá la clave del tomismo, el sentido profundo de su empresa intelectual; pero esto no es fácil, sino que nos obliga a profundas reflexiones.
La Edad Media, si nos ajustamos todavía a ciertas cómodas clasificaciones, se define a menudo como una época teológica. El adjetivo, sin embargo, puede consolidar un equívoco. Para muchos significa la fe ingenua que se admira de su propio fervor y que crea, en la espontaneidad del inconsciente, las obras de arte admirables que han llegado hasta nosotros. De ahí la ambivalencia del término medieval, que asocia, en una misma imagen, el tiempo feliz en que Nuestra Señora de París era blanca y la ingenuidad asombrosa de los siglos precríticos. Esta idea estrecha no hace justicia a una reflexión cuyas sutilezas nos desconciertan a veces, pero que testimonia, gracias a esta misma sutileza, la seriedad de su planteamiento. La reflexión supone una puesta a distancia, una problematización del mundo familiar en el que se vive. Santo Tomás desconfiaba de esta familiaridad que convierte lo habitual en evidente.
A los que pretenden que la existencia de Dios «es algo evidente» y que no necesita demostración, él objeta que la costumbre, sobre todo «cuando actúa desde el origen de las cosas, tiene carta de naturaleza». Y añade: «Aquello de lo que se ha estado imbuido desde la infancia, se afirma con la solidez de lo que es natural y de por sí evidente» (per se notum) (S. C. G., I, c. 11). Esta simple observación señala una dificultad que no es exclusiva de los filósofos medievales, pero que en ellos se revela como más temible: el mundo cristiano en el que se movían participaba de un modo efectivo de la incontestabilidad del Absoluto. El argumento ontológico, antes de ser aclarado por una lógica de conceptos, era, por así decirlo, vivido en una posesión pacífica que reiteraba, mediante el juego de una prescripción secular, la necesidad del «Ser primero». ¿Cómo se iba a dudar en esas condiciones de una verdad que se poseía y que hacía cuerpo con la existencia?
Sin embargo, en ese mundo que imaginamos sin ninguna fisura, la presencia de algo ajeno a lo conocido perturbaba la serenidad de las conciencias. En primer lugar, la herejía comenzaba ya a amenazar la coherencia del sistema establecido; más inquietante en muchos aspectos era la presencia del infiel a las puertas de Occidente. Sin duda, contra estos elementos extraños que impedían el sueño, se puso en práctica un dispositivo de defensa que preveía, por encima de la fuerza repulsiva, una apologética de combate. Pero estos métodos no sustituyen jamás al diálogo de las conciencias, y mucho menos tratándose del cristianismo, el cual, debido a sus miras universalistas, pretende dirigirse a todo hombre que quiera recibir la luz del Verbo.
Así se fue dibujando en el horizonte un nuevo aspecto de lo desconocido, una nueva forma de relación en la que la oposición cedía a una voluntad de inteligencia; se trataba menos de convencer o de vencer que de ponerse recíprocamente en cuestión. El problema no concernía solamente a los instintos de conservación o de defensa. Se trataba de averiguar hasta qué punto la fe era humanamente posible y en qué condiciones podía el hombre, sin menoscabo de sí mismo, seguir siendo cristiano.
Es en este nivel en el que se sitúa el pensamiento de Santo Tomás. De toda su obra, sigue siendo la Suma Teológica el testimonio más impresionante. En ella se tematiza una cristiandad en el apogeo de su poder. Para quien desea analizarla hoy día, esta obra representa la «conciencia de un mundo» articulado en todas sus dimensiones. El esquema neoplatónico que le sirve de cuadro revela una intención sistemática: la de integrar el universo en un movimiento de expansión y de retorno en el que el Verbo encarnado es el vínculo sustancial. Se ha dicho muy acertadamente: «De este modo Dios es a la vez existencia, principio y fin, siendo todo el plan de la Suma».
En la Suma Teológica se reconoce una dialéctica simple, cuyas virtudes no han sido agotadas ni por las especulaciones de los místicos, ni por la lógica hegeliana. El principio que la sostiene no siempre queda explícito; sin embargo aflora continuamente en la repetida afirmación de que lo real sólo es pensable dentro de la unidad; más concretamente, se trata del postulado de unicidad, según el cual «es necesario que todos los seres pertenezcan a un solo mundo, porque todos los seres que proceden de Dios tienen relación los unos con los otros y relación con Dios» (S. T., I, 47, 3).
Esta unidad es a la vez de naturaleza y de gracia. Los principios fundamentales proceden de la Physis aristotélica. Pero sólo la interpretación teológica decide el sentido del movimiento. Lo sobrenatural se convierte así en principio regulador, «porque en todas las cosas el fin es lo primero y porque el fin es la primera de todas las causas».
Esta imagen de conjunto no es suficiente para el teórico que pretende constituir la teología en ciencia rigurosa y dar a la fe la plena conciencia de su racionalidad. La teología exige una lógica, que Santo Tomás adquiere con el estudio de la Analítica de Aristóteles. Es necesario conocer la naturaleza de la influencia aristotélica. Una simple trasposición mecánica, lejos de resolver el problema, lo haría insoluble. Puesto que los artículos de fe se caracterizan por su inevidencia, ¿cómo iban a desempeñar el papel de axiomas evidentes? La audacia de la solución tomista consiste en la disociación de la función de principio y de idea de evidencia. Esta audacia, cuya modernidad sorprende, legitima la creación de un sistema hipotético-deductivo en el que los artículos de fe se caracterizan por los dos rasgos siguientes: son
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