Charles Dickens - Estampas de Italia
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- Libro:Estampas de Italia
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1846
- Índice:4 / 5
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Estampas de Italia: resumen, descripción y anotación
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Resultado de casi un año de viaje por Italia en 1844, las Estampas de Italia (1846) de Dickens no pretenden ser una amalgama de historia y notas topográficas, sino un vibrante fresco de los lugares visitados. Agudísimo observador, Dickens se siente atraído por la desolación de los pueblos y ciudades, la vida callejera llena de colores y olores, y los signos de un rico pasado.
Agudísimo observador, Dickens se siente atraído por la desolación de los pueblos y ciudades, la vida callejera llena de colores y olores, y los signos, visibles en todas partes a través de las ruinas y la degradación, de un rico pasado. Registra la simultaneidad de tiempos históricos: cómo un pilar romano se halla coronado por la imagen de un santo cristiano, o cómo obeliscos y columnas se emplean para construir graneros y establos. Dickens describe con una prosa no exenta de pinceladas humorísticas las ceremonias de Semana Santa en Roma, o las fiestas en honor de un santo local.
Crítico con todo lo que se le antoja falsa piedad y culto a las apariencias, no oculta sin embargo su fascinación por la expresividad y la bulliciosa vida italianas, pues «cada fragmento de sus templos caídos y cada piedra de sus palacios desiertos» hace al mundo mejor.
Charles Dickens
ePub r1.0
Daruma30.03.14
Título original: Pictures from Italy
Charles Dickens, 1846
Traducción: Ángela Pérez
Diseño de portada: Daruma
Editor digital: Daruma
ePub base r1.0
¡Vamos rumbo a Nápoles! Cruzamos el umbral de la Ciudad Eterna en la puerta de San Giovanni Laterano, en que los dos últimos objetos que atraen la atención del viajero que parte y los dos primeros objetos que atraen la atención del que llega son una iglesia imponente y unas ruinas: perfectos emblemas de Roma.
Nuestro camino se extiende sobre la Campagna romana, que parece más solemne un día claro y luminoso como este que bajo un cielo más oscuro. La gran extensión de ruinas es más evidente, y el sol atraviesa los arcos de los acueductos rotos, mostrando otros arcos rotos que resplandecen a través de ellos en la melancólica lejanía. Cuando la atravesamos y nos volvemos a mirar atrás en Albano, su superficie oscura y ondulada se extiende ante nosotros como un lago de aguas estancadas, o como un ancho Leteo que rodeara Roma aislándola del mundo. ¡Cuántas veces cruzaron las legiones en marcha triunfal ese yermo púrpura, tan silencioso y desplomado ahora! ¡Cuántas veces contemplaron los cautivos acongojados la ciudad lejana y vieron a sus gentes salir en tropel a aclamar el regreso de su conquistador! ¡Cuántos crímenes, cuánta disipación y lascivia agitaron los inmensos palacios que hoy son montones de escombros de ladrillos y mármol! ¡Qué resplandor de fuegos y clamor de tumulto popular, lamentos, pestilencia y hambruna barrieron la agreste llanura donde sestean ahora los lagartos solitarios al sol y sólo se oye el rumor del viento!
Ya ha pasado la caravana de carretas cargadas de vino que va a Roma, cada una conducida por un campesino harapiento recostado bajo un toldo de piel de oveja como los de los gitanos, y seguimos laboriosamente hasta una región más alta y arbolada. Llegamos a la llanura Pontina al día siguiente, pantanosa, solitaria y cubierta de maleza; pero la carretera que la cruza es excelente, sombreada por una alameda larguísima. De vez en cuando pasábamos un cuartel solitario; y vemos aquí y allá una casucha abandonada y tapiada. Algunos pastores holgazanean junto a la carretera en las orillas del riachuelo, en el que aparece de vez en cuando un barco de fondo plano remolcado por un hombre que se mece en él tranquilamente. También pasa algún que otro jinete con una escopeta atravesada en la silla delante de él, seguido de perros feroces; pero todo lo demás es quietud, y sólo se mueven el viento y las sombras, hasta que divisamos Terracina.
¡Qué azul y brillante el mar que se agita bajo las ventanas de la posada famosa en las historias de bandidos! ¡Qué pintorescos los riscos y las puntas rocosas que sobresalen sobre la estrecha carretera de mañana, donde trabajan los galeotes en las canteras, y los centinelas que los custodian se repantingan a la orilla del mar! El murmullo del mar bajo las estrellas se oye toda la noche; y, por la mañana, justo al rayar el día, el panorama se ensancha de pronto milagrosamente, y aparecen Nápoles y sus islas —en la lejanía, al otro lado del mar— y el Vesubio arrojando fuego. Al cuarto de hora, todo ha desaparecido en las nubes como una visión, y ya sólo se ven el mar y el cielo.
Cruzamos la frontera napolitana tras dos horas de viaje; conseguimos apaciguar a duras penas a los soldados y los agentes de aduanas más ávidos y entramos por un portal sin puerta en la primera ciudad napolitana: Fondi. Tomad nota de Fondi, en nombre de todo lo deleznable y mísero.
Un inmundo canal de fango y desperdicios serpentea por el centro de las míseras calles, alimentado por regatos repugnantes que salen de las míseras viviendas. No hay en todo Fondi puerta, ventana o postigo, tejado, muro, poste o pilar que no esté en ruinas, desvencijado o podrido. La desgraciada historia de la ciudad, con los asedios y saqueos de Barbarroja y los demás, podría haberse llevado a cabo el año pasado. Uno de los mayores enigmas del mundo es que los perros famélicos que vagan por las calles miserables sigan vivos y que la gente no los devore.
¡Son gente ceñuda y de mejillas hundidas! Todos mendigos; pero eso no es nada. Fijaos en ellos cuando se acercan. Algunos son demasiado indolentes para bajar las escaleras, o tal vez sea que recelan juiciosamente y no se atreven a aventurarse por ellas; así que se limitan a tender las manos huesudas por las ventanas dando alaridos; otros acuden en tropel, peleándose, empujándose y pidiendo sin cesar limosna por amor de Dios, limosna por amor de la santísima Virgen, por amor de todos los santos. Un grupo de pobres niños casi desnudos que vociferan lo mismo descubren su reflejo en el barnizado del coche y se ponen a bailar y a hacer muecas para disfrutar viendo sus payasadas repetidas en ese espejo. Un tonto tullido se fija de pronto en su réplica enfadada en el panel cuando intenta pegar a uno de ellos que ahoga su clamorosa petición, y se interrumpe, saca la lengua y empieza a mover la cabeza y a parlotear. El alarido que provoca eso despierta a media docena de criaturas salvajes envueltas en capas pardas harapientas que están en la escalinata de la iglesia con ollas y pucheros para vender. Se levantan, se acercan y claman con actitud desafiante:
—Tengo hambre. Dame algo. Escúchame, señor, ¡tengo hambre!
Una mujer cadavérica aparece entonces corriendo renqueante calle abajo como si temiera llegar tarde, tendiendo una mano y rascándose continuamente con la otra mientras grita mucho antes de que puedan oírla:
—¡Limosna, limosna! ¡Si me das una limosna iré a rezar por ti ahora mismo, hermosa señora!
Por último, pasan apresuradamente los miembros de una cofradía que da sepultura a los difuntos: llevan máscaras horrendas y túnicas negras raídas, descoloridas en los bajos por las salpicaduras de muchos inviernos; les acompañan un sacerdote sucio y otro parecido que lleva la cruz. Salimos de Fondi rodeados de tan variopinta concurrencia, y seguidos por miradas feroces en la oscuridad de cada vivienda destartalada cual relumbrantes fragmentos de su putrefacción e inmundicia.
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