Matthew Pearl
El Último Dickens
Título original: The Last Dickens
© 2009, Matthew Pearl
©De la traducción: Manu Berástegui
Bengala, India, junio de 1870
A ninguno de los jóvenes policías montados le agradaban aquellas comarcas de la provincia de Bagirhaut. A ninguno le agradaba la selva, en la que podía ocurrir todo tipo de cosas, inesperadas, imprevistas, como había ocurrido unos años antes cuando un pobre teniente fue desnudado, apaleado y arrojado al río por intentar recaudar los impuestos de distribución de bebidas alcohólicas.
Los oficiales hincaban con más fuerza los talones de las botas en los flancos de sus caballos. No es que estuvieran asustados, sólo eran precavidos.
– Hay que ser cautos siempre -le dijo Turner a Mason al tiempo que se agachaban para esquivar ramas bajas y lianas-. Ten la seguridad de que los nativos de India no valoran la vida. Ni siquiera al nivel del más pobre de los ingleses.
El más joven de ambos, Mason, asentía pensativo ante las palabras de su imponente compañero, que tenía casi veinticinco años, que tenía otros dos hermanos que habían venido desde Inglaterra para incorporarse al Servicio Civil de la India y que había luchado en la rebelión india unos años antes. Era un experto donde los hubiera.
– Tal vez deberíamos haber traído más hombres, señor.
– Vaya, ¡muy bonito! ¿Más hombres, Mason? No necesitaremos más que nuestras dos cabezas para capturar a un puñado de dacoits . Recuerda que el caballo con coraje no se detiene ante setos ni zanjas.
Cuando Mason llegó de Liverpool a Bengala a ocupar su nuevo puesto, aceptó la oferta que le hizo Turner de «convivir», compartir ingresos y gastos comunes y pasar su tiempo libre jugando al billar o al cróquet. Mason, a sus dieciocho años, agradecía los consejos de una persona tan experimentada en las lides de la policía bengalí. Turner podía enumerar los lugares a los que un policía no debía ir nunca solo a causa de las tribus coles, santales, asamis, kukis y las montañesas de la frontera. Algunas de las bandas criminales de estas tribus se componían de dacoits, bandoleros; otras, le advirtió Turner, llevaban hachas y codiciaban las cabezas de los ingleses. «Los nativos de India sólo valoran la vida en la medida en que puedan asesinar mientras lo hacen», era otro de los proverbios de Turner.
Afortunadamente, aquella mañana de agotadora temperatura no habían salido en busca de esa clase de bandas sedientas de sangre. En lugar de eso, investigaban un descarado y simple robo. El día anterior, un largo tren de unos veinte o treinta vagones cargados de ganado había recibido una lluvia de piedras y rocas. En medio del caos, los dacoits provistos de antorchas volcaron los vagones y huyeron llevándose unos valiosos cofres del convoy. Cuando en la comisaría de policía tuvieron conocimiento de estos hechos, Turner se personó en el despacho del jefe para ofrecerse como voluntario junto a Mason, y su comandante les envió a interrogar a un conocido perista de objetos robados.
Ahora, mientras el terreno se iba despejando, se acercaban a una casa con tejado de paja junto al arroyo. Una columna de humo ascendía en espiral de la chimenea de barro. Mason agarró la espada que llevaba al cinto. A cada dos hombres de la policía bengalí se les asignaba una espada y una carabina ligera y, por supuesto, Turner se había adjudicado el rifle.
– Mason -dijo con una ligera sonrisa en la voz después de descubrir la expresión nerviosa en la cara de su compañero-. Estás verde, ¿eh? Lo más probable es que ya se hayan deshecho de las mercancías y volado. Puede que a las montañas, donde nuestra elaka (y eso significa «jurisdicción», Mason), donde nuestra elaka no llega. La verdad es que da lo mismo. porque cuando se les captura mienten y dicen que son inocentes campesinos hasta que los corruptos magistrados morenitos les sueltan. ¿Qué te parecería que fuéramos a cazar tigres a lomos de elefante?
– ¡Turner! -susurró Mason interrumpiendo a su compañero.
Se acercaban ya a la casa de paja, ante la que había atado un caballo de un rojo brillante (los nativos de aquellas provincias a menudo pintaban sus caballos de colores inusuales). Un ligero rumor en la casa atrajo sus miradas hacia un par de hombres que se ajustaban a la descripción de dos de los ladrones. Uno de ellos sujetaba una antorcha. Estaban discutiendo.
Turner indicó con un gesto a Mason que no hiciera ruido.
– El de la derecha es Narain -susurró señalándole. Narain era un conocido ladrón de opio contra el que habían fracasado varios intentos de condena.
Las amapolas del opio se cultivaban en Bengala y se refinaban allí mismo bajo control inglés, después de lo cual el gobierno colonial vendía la droga en subasta a los mercaderes de opio de Inglaterra, América y otros países. Desde allí, los comerciantes transportaban el opio para su venta en China, donde era oficialmente ilegal pero tenía, a pesar de ello, una gran demanda. El comercio era muy provechoso para el gobierno británico.
Tras desmontar, Turner y Mason se aproximaron por separado a la casa, cubriendo los dos flancos. Mientras se arrastraba entre los arbustos que rodeaban la parte de atrás, Mason no podía evitar pensar en su buena suerte: no sólo dos de los ladrones seguían en la supuesta casa del compinche, sino que además su discusión les servía de distracción.
Después de rodear el espeso seto, Mason salió de un salto obedeciendo la señal de Turner y blandió la espada ante el sorprendido Narain, que levantó tembloroso las manos y se echó de bruces al suelo. El otro bandido había tirado a Turner de un empujón y desaparecido entre la densa vegetación. Turner se levantó inestable, apuntó con el rifle y disparó. Luego descargó un segundo disparo a ciegas al interior de la selva.
Ataron al prisionero y siguieron el rastro del fugitivo, pero no tardaron en perderle la pista. Mientras recorrían de punta a punta el recodo del impetuoso arroyo, Turner golpeó algo en el suelo. Cuando Mason se acercó al lugar vio con gran orgullo que su compañero había aplastado una cobra con la culata de la carabina. Pero el animal no estaba muerto y se levantó contra Mason al acercarse éste, intentando alcanzarle. Tales eran los peligros de la selva bengalí.
Tras abandonar la búsqueda del otro ladrón regresaron al lugar en el que habían dejado a Narain atado a un árbol y le soltaron para llevárselo al destacamento de la policía, donde devolvieron los caballos que habían tomado prestados. Allí abordaron un tren con el prisionero en custodia para llevárselo a la comisaría de su distrito.
– Duerme un poco -le dijo Turner a Mason con preocupación de hermano-. Pareces exhausto. Yo me puedo encargar del dacoit.
– Gracias, Turner -contestó Mason agradecido.
La agitada mañana había sido agotadora. Mason encontró una fila de asientos vacíos y se cubrió la cara con el sombrero. Al poco rato cayó en un profundo sueño bajo la ruidosa ventana, donde una suave brisa hacía que el compartimento resultara casi soportable. Le despertó un espeluznante grito ensordecedor, como los que en ocasiones poblaban sus pesadillas de selvas bengalíes.
Cuando logró recuperar los sentidos vio que Turner estaba de pie y solo mirando fijamente por la ventana.
– ¿Dónde está el prisionero? -exclamó Mason.
– ¡No lo sé! -gritó Turner con un brillo salvaje en los ojos-. ¡He retirado la mirada durante un instante y Narain debe de haberse lanzado por la ventana!
Tiraron de la alarma para detener el tren. Mason y Turner, con la ayuda de un vigilante indio, rebuscaron entre las rocas y encontraron el cuerpo de Narain destrozado y cubierto de sangre. La cabeza se le había abierto con el golpe. Sus manos seguían atadas con alambre.
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