José Maria Eça de Queirós - Estampas egipcias
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- Libro:Estampas egipcias
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1926
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Estampas egipcias: resumen, descripción y anotación
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Eça de Queirós, quizá el más grande de los novelistas del XIX portugués, viajó a Egipto en 1869 con el fin de redactar una serie de crónicas acerca de la inauguración del canal de Suez, la mayor obra de ingeniería de su época, que cautivaría la imaginación de todo Occidente.
En lo que será para él un viaje iniciático, un choque cultural con lo real y lo ideal de Oriente, descubrirá lo exótico pero también lo miserable, rasgos que fusiona en sus descripciones literarias de marcada influencia flaubertiana, llenas de perspicacia e ingenio. La Alejandría que vio pasear a Cleopatra se convierte a sus ojos en un lugar sórdido, con un barrio egipcio sucio y pobre, y un barrio europeo de aires provincianos. El Cairo, por el contrario, le resulta fascinante por su pintoresca inmundicia. Pocos años después, Eça de Queirós volverá a la zona para detallar la destrucción de Alejandría en las seis memorables piezas que constituyen «Los ingleses en Egipto», incluidas asimismo en este volumen.
José Maria Eça de Queirós
ePub r1.0
Titivillus 05.09.16
José Maria Eça de Queirós, 1926
Traducción: Martín López-Vega
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
por Martín López-Vega
En 1869, Eça de Queirós viajó a Egipto acompañado de Luís de Castro, conde de Resende, hermano de su futura esposa, Emília de Castro («Le Comte de Rezende, grand amiral de Portugal et chevalier de Queirós», tal como refieren las crónicas de los periódicos cairotas de la época), para asistir a los festejos de inauguración del canal de Suez. Tenían, respectivamente, veintitrés y veinticinco años. Eça permaneció junto a su acompañante durante dos meses en el país, tomando nota de cuanto vio y oyó, haciendo crónica de cuanto pensó y escuchó.
Durante una semana se alojó en el hotel Shepheard de El Cairo, donde coincidió con Théophile Gautier. En alguna ilustración de la época puede verse la marquesina de entrada al hotel pintorescamente rodeada de palmeras y hombres vestidos a la variada manera que Eça describe en las primeras páginas de este libro. Un accidente leve impidió que Gautier viajase por Egipto para comprobar si lo que había soñado en La novela de la momia era cierto (la había escrito antes de visitar el país); Eça, sin embargo, tomaría abundantes notas para su novela La reliquia, que vería la luz en 1887, y también para El misterio de la carretera de Sintra, publicado antes, en 1870, y firmado junto a Ramalho Ortigão.
En las notas que Eça escribe en Egipto encontramos la misma afilada inteligencia de siempre, la misma ironía compasiva del mejor heredero de Garrett. Como escribe Manuel Bandeira comentando sus colaboraciones para la Gazeta de Notícias de Río de Janeiro:
Entre sus páginas más generosas se encuentran las cartas que analizaban la miseria de las clases pobres, la política de pillaje de las grandes potencias. No le cegaba en esos análisis el amor que sentía por las culturas inglesa y francesa: bajo el esplendor de la civilización material y espiritual sabía ver con imparcialidad en la democracia burguesa de Francia una vasta casa de negocios, y en el orden imperial británico la ambición mercantil de un pueblo de tenderos.
El relato «De Alejandría a El Cairo» está tomado de las notas de viaje de Eça durante su viaje a Egipto para la inauguración del canal de Suez en 1869, y aparecen en el libro O Egito, publicado de forma póstuma en 1926. Las crónicas de la inauguración del canal se publicaron entre el 18 y el 21 de enero de 1870 en el Diário de Notícias de Lisboa, y fueron recogidas también póstumamente en el volumen Notas contemporâneas (Livraria Chardron de Lello & Irmão, Porto, 1909). Por último, «Los ingleses en Egipto», que detalla la destrucción de Alejandría, se publicó primero en forma de crónicas enviadas desde Bristol, donde era cónsul, al periódico brasileño Gazeta de Notícias entre el 27 de septiembre y el 24 de octubre de 1882. Se recogieron en libro por primera vez formando parte de las Cartas de Inglaterra (primera edición, póstuma, de 1905), aunque también ha sido editado (lo mismo que De Alexandria ao Cairo) de forma exenta. Eça no cuenta cómo terminó la guerra de Egipto. Tal vez no hiciera falta; todo ocurrió tal y como había predicho. Arabi Pachá fue derrotado el 13 de septiembre de 1882 en la batalla de Tel-el-Kebir y tras ser condenado a muerte, fue amnistiado y enviado al exilio en Ceilán hasta recibir el perdón definitivo en 1901, cuando regresó a su país. Naturalmente, Gran Bretaña ocupó Egipto. Situó al viejo jedive como soberano títere y en 1914 terminó nominalmente con su ocupación cediendo el poder al sultán Hussein Kamil, aunque la presencia militar británica se prolongaría hasta 1936.
Martín López-Vega
Por la mañana avistamos una tierra baja, casi al nivel del mar. Era Egipto.
Nos acercamos a la terrible embocadura con su muralla de rocas cubiertas de espuma. Al fondo se veía una línea de arena de color miel, como el de los leones: era el desierto. Junto al agua se alzaba una ciudad de grandes edificios blancos y, a lo lejos, en un saliente de tierra, se recortaba la silueta de unas palmeras. Era por fin Alejandría.
Tardamos en anclar. En la distancia se erguía la columna de Pompeyo.
Junto al paquebote, barcas árabes tripuladas por figuras negras, ágiles, relucientes, de turbantes coloridos sobre caras famélicas y rostros enjutos corrían velozmente, inclinadas por el viento. Aquellos hombres hablaban una lengua gutural, áspera, arrastrada, de la que no era posible comprender ni siquiera la intención de las frases. Había velas rayadas de amarillo y el sol golpeaba los grandes edificios blancos de Alejandría.
Saltamos a una barca. Los árabes remaban con estruendo y hablaban con violencia, en una agitación perpetua. Al pasar junto a uno de los grandes navíos del pachá se izó la bandera roja con la media luna blanca; en la cubierta se distinguían figuras oscuras con pantalones largos rojos y el tarbuch escarlata en la cabeza. Corríamos por el agua azul de la bahía; se veían palacios, un edificio con una cúpula redonda, un minarete. El enorme palacio del pachá, de gusto italiano, asentaba su masa monótona sobre la arena, a lo lejos. Un cielo inmóvil, infinito, profundo, dejaba caer una luz magnífica.
Yo, mientras tanto, iba pensando en que me disponía a pisar el suelo de Alejandría. ¡Surcábamos las mismas aguas en las que otrora habían fondeado las galeras con velas de color púrpura que regresaban de Accio! Alejandría, vieja ciudad griega, vieja ciudad bizantina, ¿dónde estás? ¿Dónde están tus cuatro mil baños públicos, tus cuatro mil circos y tus cuatro mil jardines? ¿Dónde están tus diez mil mercaderes y los doce mil judíos que pagaban tributo al santo califa Omar? ¿Dónde están tus bibliotecas, tus palacios egipcios y el jardín maravilloso de Ceres, oh ciudad de Cleopatra, la más hermosa de las lágidas?
Estabas ante mí: ¡y lo que yo veía eran vastas construcciones negras y desmoronadas hechas con el barro del Nilo, un lugar enfangado e inmundo, lleno de escombros, una acumulación de edificaciones miserables e inexpresivas!
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