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Christopher Hitchens - Cartas a un joven disidente

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Christopher Hitchens Cartas a un joven disidente

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I

Mi querido X:

Así…, más bien me halagas e incomodas cuando pides mi consejo sobre hasta qué punto se puede vivir una vida radical y «discrepante». El halago está en la su gerencia de que yo pudiera ser un «modelo» para alguien, cuando por definición una sola existencia no puede ofrecer una pauta (y, si es vivida en disconformidad, no debe suponerse, en todo caso, que haya que emularla). La incomodidad reside en el mismo título que propones. Es extraño, pero sigue siendo cierto que nuestro lenguaje y cultura no contienen una palabra apropiada para tu aspiración. El noble título de «disidente» hay que ganarlo en vez de reclamarlo; implica sacrificio y riesgo más que mero desacuerdo, y ha sido consagrado por muchos hombres y mujeres ejemplares y valientes. «Radical» es una palabra útil y honrosa —en muchos sentidos es mi preferida—, pero entraña diversas advertencias saludables de las que hablaremos en una misiva posterior. Los términos que nos quedan —«inconformista», «bala perdida», «rebelde», «joven airado», «contestatario»— son todos ligeramente afectados y coloquiales y, quizá por esta razón, algo condescendientes. De ellos cabe deducir que la sociedad, como una familia benévola, tolera e incluso admira la excentricidad. Hasta el vocablo «iconoclasta» se emplea rara vez de modo negativo, sino más bien para dar a entender que la destrucción de imágenes es una descarga de energía inofensiva. Incluso existen expresiones que aprueban esta tendencia, la última de las cuales es la capacidad supuestamente laudable de «pensar de forma no convencional». Yo mismo confío en vivir lo suficiente para pasar del rango de «chico malo», lo que fui en otro tiempo, al de «cascarrabias». Y entonces «la enorme condescendencia de la posteridad» —una expresión bastante sugestiva, acunada por E. P. Thompson, un herético que era ya un veterano cuando yo no era más que un muchacho— podrá cubrir mis huesos.

Pero si te alejas demasiado de las convenciones, tropezarás con una jerga que es mucho menos «tolerante». Aquí, las palabras clave son «fanático», «alborotador», «inadaptado» o «descontento». Entre ellas hallamos incontables memorias autolaudatorias, con títulos genéricos como A la contra o A contracorriente. (Harold Rosenberg, escribiendo sobre sus colegas «intelectuales neoyorquinos», bautizó una vez a esta escuela con el nombre colectivo de «el rebano de mentes independientes»).

Entretanto, las incesantes exigencias de la industria del espectáculo también amenazan con privarnos de otras formas de estilo crítico y de los medios de apreciarlas. Que te llamen «satírico» o «irónico» es otra forma actual de tutelarte; el satírico es el cínico embaucador y el irónico es meramente sarcástico o afectado y espabilado. Cuando una palabra valiosa e irreemplazable como «ironía» se ha convertido en un perezoso sinónimo de «anomia», hay escaso espacio para la originalidad.

Sin embargo, no nos lamentemos. Es excesiva la esperanza de vivir en una época que sea realmente propicia a la disensión. Y la mayoría de la gente, la mayor parte del tiempo, prefiere buscar aprobación o seguridad. Lo cual no debe sorprendemos (y tampoco, dicho sea de paso, estos deseos son despreciables en sí mismos). No obstante, en todos los períodos hay gente que se siente en cierto modo aparte. Y no es excesivo decir que la humanidad está muy en deuda con ella, reconozca o no esta deuda. (No esperes que te den las gradas, por cierto. Se supone que la vida de un oponente es difícil).

Casi tropiezo ahora mismo con la palabra «disidente», que podría servir de definición si no fuera por determinadas connotaciones religiosas y sectarias. El mismo problema plantea «librepensador». Pero es probable que este último vocablo sea el mejor, ya que recalca el hecho de pensar por uno mismo. La esencia de la mente independiente radica no en lo que piensa, sino en cómo piensa. El término «intelectual» fue acunado en su origen por quienes en Francia creían que Alfred Dreyfus era culpable. Pensaban que estaban defendiendo del nihilismo a una sociedad orgánica, armoniosa y ordenada» y empleaban esta palabra contra aquellos a los que consideraban enfermos, introspectivos, desleales y perturbados. La palabra no ha perdido del todo esta asociación, aunque se emplea con menos frecuencia como insulto. (Y, al igual que «tory», «impresionista» y «sufragista», todas ellas nacidas como voces de injuria o de desprecio, ha sido anexionada por algunos de sus destinatarios y ostentada con orgullo). Uno experimenta parte de la misma sensación de vergüenza cuando afirma que es un «intelectual» que al decir que es un disidente, pero la figura de Emile Zola es alentadora, y su singular campana en favor de la justicia es uno de los ejemplos imperecederos de lo que puede conseguir un individuo.

Zola, de hecho, no necesitó mucha capacidad intelectual para organizar su defensa de aquel hombre injustamente acusado. Primero aplicó las aptitudes forenses y periodísticas que acostumbraba a utilizar para el trasfondo social de sus novelas. Con esas habilidades captaba los hechos indiscutibles. Pero los simples hechos no bastaban, porque los anti-Dreyfus no fundaban su acusación real en la culpa o inocencia del acusado. Sostenían abiertamente que, por razones de Estado, era mejor no reabrir el caso. Tal reapertura sólo serviría para disipar la confianza pública en el orden y las instituciones. ¿Por qué arrostrar ese riesgo? ¿Y por qué demonios asumirlo en defensa de un judío? Por consiguiente, los partidarios de Dreyfus no tuvieron que afrontar la acusación de que se equivocaban en cuanto a los hechos, sino de ser traidores, poco patriotas e irreligiosos, reproches que disuadieron de entrar en la refriega a algunas personas prudentes.

Hay un proverbio de la antigüedad romana; «Fiat justitia… ruat caelum»: «Haz justicia… y que se venga abajo el cielo». En todas las épocas ha habido quienes aducen que los bienes «mayores», como la solidaridad tribal o la cohesión social, prevalecen sobre las exigencias de justicia. Se supone que es un axioma de la civilización «occidental» que el individuo, o la verdad, no pueden ser sacrificados en beneficios hipotéticos como el «orden». Pero, en realidad, estas inmolaciones han sido muy frecuentes. En la medida en que se defiende un ideal de boquilla, este resultado es fruto de luchas individuales contra el instinto colectivo de una vida tranquila. Emile Zola podría servir de modelo de radical serio y humanista, porque no solo sostuvo los derechos inalienables del individuo, sino que generalizo su ataque hasta abarcar el ruin papel desempeñado por el clericalismo, el odio racial, el militarismo y la fetichización de la «nación» y el Estado. Su cáustica y brillante campana epistolar de 1897 y 1898 puede leerse como un prolegómeno de las grandes pugnas que perturbaron el inminente siglo XX

La gente olvida que, antes de dirigir su carta más famosa, J’accuse , al presidente de la República, Zola también había escrito cartas abiertas a la juventud francesa y a la propia Francia. No se limito a vilipendiar a la élite corrompida, sino que levantó un espejo para que la opinión pública viera reflejada su propia fealdad. A los jóvenes les escribió, tras rememorar los días más gloriosos en que el Barrio Latino se había encendido de solidaridad con Polonia y Grecia, sobre la repugnancia que le inspiraban los estudiantes que se habían manifestado contra los dreyfusistas:

¿Antisemitas entre nuestros jóvenes? Así que existen, ¿no? ¿Este veneno idiota verdaderamente ya ha enturbiado sus intelectos y corrompido sus almas? Qué entristecedor, qué inquietante elemento del siglo XX está a punto de nacer. ¡Cien años después de la Declaración de los Derechos Humanos, cien años después del acto supremo de tolerancia y emancipación, volvemos a las guerras de religión, al más odioso y estúpido de los fanatismos!

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