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Christopher Hitchens - Dios no existe

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Christopher Hitchens Dios no existe

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Agradecimientos

Mi más sentida gratitud a mi agente, Steve Wasserman, y a mi editor, Ben Schafer, por la colaboración que dio pie a este libro. Puedo decir sin miedo a equivocarme que sin la dedicación y habilidad de Lori Hobkirk como correctora y directora del proyecto, y de Cliff Corcoran como responsable de derechos y contratación, la amplitud y el alcance de la antología se habrían visto bastante mermados.

Cuando acusaron a Isaac Newton de plagio científico (probablemente con razón), él tuvo la prudencia de decir (plagiando, también en este caso, un agradecimiento antiguo) que se había subido «a hombros de gigantes». En este esfuerzo, como en todos los míos, tengo una deuda enorme con un grupo reducido pero cada vez mayor de racionalistas fervorosos que rechazan las pretensiones absurdas y malvadas de la religión, y buscan respuestas en las maravillas y complejidades de la ciencia. No podría expresar lo orgulloso que estoy de que Salman Rushdie, Ian McEwan y Ayaan Hirsi Ali hayan aportado obras inéditas a esta antología. En el ámbito de las ciencias naturales y físicas, los esfuerzos de Richard Dawkins, Daniel Dennett, Michael Shermer, Steven Weinberg, Anthony Grayling y Sam Harris han sido a la vez valientes, ingeniosos y originales, y tengo la profunda esperanza de que cualquier persona que tenga en sus manos este libro de fragmentos se sienta impulsado a leer a estos magníficos autores en toda su extensión y fuerza.

CHRISTOPHER HITCHENS

Introducción

Christopher Hitchens

Al final de su imperecedera novela La peste, Albert Camus nos da a conocer los pensamientos del buen doctor Rieux mientras la ciudad de Oran celebra haberse repuesto —sobrevivido— al terrible azote de la enfermedad. Rieux resuelve mantenerse lúcido y «redactar la narración» con el siguiente objetivo:

Para no ser de los que se callan, para dar testimonio a favor de aquellos apestados, para dejar al menos un recuerdo de la injusticia y la violencia que se les habían infligido, y para decir sencillamente lo que se aprende en medio de las calamidades: que hay en los hombres más cosas que admirar que cosas que despreciar.

Este libro es parte de la labor, tanto de conciencia como de memoria. La prehistoria de nuestra especie está sembrada de episodios de ignorancia y de calamidad que se repiten como una pesadilla, y a los que la religión no solo ha atribuido explicaciones falsas, sino falsos culpables. Se hacían sacrificios humanos, sobre todo en tiempo de epidemias; se elevaban inútiles plegarias, se testimoniaban falsos «milagros», y se daba caza y quema a chivos expiatorios (como los judíos, los herejes o las brujas). Los hombres de ciencia, raciocinio y medicina eran pocos, y bastante tenían con mantener intactos sus bibliotecas y laboratorios, por no decir sus vidas. Naturalmente, una vez «pasado» el mal, se organizaban ceremonias no menos estúpidas de agradecimiento histérico, buscando el favor de las deidades autóctonas…

Oyendo los gritos de alegría que subían desde la ciudad, Rieux se acordó de que aquella alegría siempre estaba amenazada. Pues él sabía lo que ignoraba aquella jubilosa multitud, y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste nunca muere ni desaparece, que puede quedarse dormido durante décadas en los muebles y la ropa de cama, que espera pacientemente en las habitaciones, sótanos, maletas, pañuelos y papeles, y que tal vez llegase el día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría a sus ratas y las enviaría a morir a una ciudad feliz.

A los no creyentes siempre nos dicen lo mismo: que está pasado de moda despotricar contra las sandeces y crueldades primitivas de la religión, puesto que a fin de cuentas vivimos en una época ilustrada, donde ya no queda nada de las antiguas supersticiones. En nueve de cada diez conversaciones con un eclesiástico, este no nos habla sobre dogmas de certeza religiosa, sino que aporta ejemplos de labor caritativa o humanitaria por parte de personas religiosas, lo cual, naturalmente, no dice nada del propio sistema de creencias; será verdad que la Nación del Islam de Louis Farrakhan consigue apartar a los jóvenes negros de los estupefacientes, pero eso no quita que la NoI sea una organización racista de chalados. ¿Y Hamás (que tiene colgados Los protocolos de los sabios de Sión en su web)? ¿No se ha hecho conocida por sus servicios sociales? Personalmente, mi respuesta siempre es un desafío: que se me nombre una sola declaración o acción éticas de un creyente que no pudiera haber hecho un no creyente. De momento nadie ha recogido el guante. (Lo curioso es que si pides a tus oyentes que citen una declaración o acción malvadas directamente atribuibles a la fe religiosa, a nadie le cuesta encontrar ejemplos).

No, está claro que los bacilos siempre acechan en los viejos textos, y que están latentes en la teoría y práctica de la religión. Esta antología pretende identificar y aislar esos bacilos con mayor precisión, así como reivindicar al doctor Rieux por haber dado preferencia a quienes, en el pasado y en la actualidad, han contrapuesto siempre la ilustración a la ruina:

El testimonio de lo que había sido necesario hacer, y que sin duda deberían hacer de nuevo, contra el terror y su incansable arma, a pesar de sus desgarros personales, todos los hombres que, sin poder ser santos, y rechazando admitir las calamidades, se esfuerzan con todo en ser médicos.

Escribo estas líneas el 4 de julio de 2007, aniversario de la proclamación de la primera república laica del mundo. Como pondrán de manifiesto las siguientes páginas, los autores de la Declaración de Independencia eran hombres de temperamento ilustrado, muy conscientes de que la religión (por citar a William Blake) podía ser «una cadena forjada por la mente». Al leer los titulares, no puedo por menos de observar que en una ciudad feliz (Londres) las alcantarillas han vuelto a vomitar ratas. Se han puesto coches bomba a la salida de las discotecas con la esperanza de lisiar y descuartizar a chicas que tienen el descaro de exhibirse en público. De las mezquitas, y en las cintas y películas que en ellas se venden, surgen gritos escalofriantes, sedientos de asesinar a judíos, hindúes y demás gentuza. En una de las capitales más laicas y multiculturales de la historia de la humanidad, el odio y la violencia están envenenando todas las vidas. El descubrimiento de que la mayoría de los que habían urdido el atentado eran médicos fue como si se acabara de desencriptar un código especial del horror. Todo un impacto: hombres sujetos al juramento hipocrático, entregándose en secreto al asesinato. ¡Cuánta ingenuidad! El doctor Rieux lo habría entendido, como el propio Camus. Siempre ha habido profesionales de la medicina en las sesiones de tortura y las ejecuciones, traídos por los clérigos para infundir mayor prestancia y autoridad al acto. Los peores criminales de la Solución Final eran médicos que vieron la oportunidad de hacer experimentos nauseabundos. Ninguno de ellos fue amenazado por la Iglesia con la excomunión. (Para correr un riesgo tan terrible habrían tenido que asistir a la interrupción de un embarazo no deseado). Actualmente, los que se arrogan el permiso de destruir vidas ajenas solo tienen que decir que gozan del permiso divino para que las autoridades religiosas excusen sus actos por escrito, en textos y a través de eufemismos que a menudo se publican en la prensa respetable. Un ejemplo particularmente repulsivo fue el del doctor y asesino Baruch Goldstein y sus apologistas, recogido más adelante en este libro.

Resulta que el mismo fin de semana en que se descubrían los planes de atentar con coches bomba en Londres y Glasgow, el norte de Inglaterra fue asolado por inundaciones que dejaron sin casa a miles de personas. La Iglesia anglicana no tardó en acudir en ayuda de los afectados. «Se trata de un veredicto firme y claro —anunció el obispo de Carlisle—, debido a que el mundo ha tenido la arrogancia de ir a la suya. Estamos recogiendo los frutos de nuestra degradación moral». Entre la lista de posibles transgresiones, el señor obispo (que dispone de fuentes de información a las que el resto no tenemos acceso) seleccionó las iniciativas jurídicas de los últimos tiempos para dar más derechos a los homosexuales, de las que dijo que nos colocaban «en una situación en la que podemos ser sometidos al juicio de Dios, cuyo objetivo es que nos arrepintamos». Muchos de sus colegas en la cúpula eclesiástica, incluido alguien de quien se ha hablado como posible arzobispo de Canterbury, coincidieron en que la culpa de las inundaciones (que solo afectaron una parte geográfica del país) la tenían las preferencias sexuales. He elegido este ejemplo porque la mayoría de la gente estaría de acuerdo en que la «comunión» anglicana/episcopaliana es una de las instituciones religiosas más moderadas y humanas de nuestros días.

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