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Christopher Hitchens - Mortalidad

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Christopher Hitchens Mortalidad

Mortalidad: resumen, descripción y anotación

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CHRISTOPHER ERIC HITCHENS Portsmouth Reino Unido 13 de abril de 1949 - photo 1

CHRISTOPHER ERIC HITCHENS (Portsmouth, Reino Unido, 13 de abril de 1949 – Houston, Texas, EE. UU., 15 de diciembre de 2011) fue un escritor y periodista británico, residente en Estados Unidos.

Se licenció en Filosofía, Ciencias Políticas y Economía en el Balliol College de Oxford. Tras escribir durante 20 años en el semanario estadounidense The Nation, oponiéndose a las administraciones de los presidentes Ronald Reagan y Bush padre, así como a la primera guerra del Golfo, se despidió en 2003 por diferencias de opinión con la dirección de la revista.

Con relación a su libro The Trial of Henry Kissinger (Juicio a Kissinger), el diario británico The Guardian escribió: «En su nuevo y explosivo libro, Christopher Hitchens explica por qué el ex secretario de Estado Henry Kissinger —venerado como un jefe de estado, invitado y admirado por los grandes de este mundo— debe ser procesado por crímenes contra la humanidad». Christopher Hitchens fue militante anti-apartheid, se opuso a la guerra de Vietnam, se mostró contrario al aborto en décadas durante el siglo XX, pero favorable a la píldora anticonceptiva RU 486, pero en años recientes su postura era favorable al aborto por encontrarlo como un derecho inalienable de los individuos. También apoyaba la legalización de las drogas y la eutanasia. En sus libros y conferencias de los últimos años se centró en la inexistencia de Dios, pero también escribía sobre arte, política y literatura con impecable destreza.

Era hermano de Peter Hitchens, también periodista pero de marcada ideología conservadora, y residió en Washington (EE. UU.) desde 1981, país en donde posteriormente se nacionalizó. Falleció a causa de una neumonía surgida como complicación del cáncer de esófago que en julio de 2010 se supo que padecía.

Un agradecido reconocimiento

a Vanity Fair, donde apareció por primera vez

buena parte de este libro,

en una versión algo distinta.

Epílogo

Carol Blue

Epílogo: Carol Blue

En el escenario, era imposible hablar después de mi marido.

Si lo viste alguna vez en la tribuna, quizá no compartas la opinión de Richard Dawkins, que lo consideraba «el mejor orador de nuestro tiempo», pero sabrás lo que quiero decir. O al menos no pensarás: Es normal que lo diga, es su mujer.

Fuera del escenario, era imposible hablar después de mi marido.

En casa o en una de las cenas improvisadas, alegres y ruidosas que duraban ocho horas en las que a menudo ejercíamos de anfitriones, y donde la mesa estaba tan llena de embajadores, periodistas, disidentes políticos, estudiantes universitarios y niños que los codos chocaban y era difícil encontrar sitio para dejar un vaso de vino, mi marido se levantaba para pedir un brindis que podía conducir a veinte minutos emocionantes, fascinantes e histéricamente divertidos de recitado de poesía y limerick, una llamada a las armas en defensa de una causa y chistes. «Qué bueno es ser nosotros», decía con su voz perfecta.

Es imposible hablar después de mi marido.

Y, sin embargo, debo hacerlo. Estoy obligada a tener la última palabra.

Era una de esas tardes de comienzos del verano en Nueva York en las que solo puedes pensar en vivir. Era el 8 de junio de 2010, para ser exactos, el primer día de la gira promocional de su libro en Estados Unidos. Corrí tan rápido como pude por la calle Noventa y tres Este, llena de alegría y excitación por verlo con su traje blanco. Estaba deslumbrante. También estaba muriéndose, aunque todavía no lo sabíamos. Y no lo sabríamos con certeza hasta el día de su muerte.

Ese mismo día había hecho una pausa entre las presentaciones de su libro para ir a un hospital porque pensaba que estaba sufriendo un ataque al corazón. Cuando lo vi de pie junto al escenario de la calle Noventa y dos, y esa tarde, él y yo —y solo nosotros— sabíamos que podía tener cáncer, nos abrazamos en una sombra que solo nosotros vimos y decidimos adoptar una actitud desafiante. Estábamos eufóricos. Me levantó y nos reímos.

Fuimos al teatro, donde él conquistó un nuevo público. Logramos pasar por una cena jubilosa en su honor y emprendimos un paseo de regreso a nuestro hotel en la perfecta noche de Manhattan, recorriendo más de cincuenta manzanas. Todo era como debía ser, pero no lo era. Vivíamos en dos mundos. El viejo, que nunca había parecido más hermoso, todavía no había desaparecido; y el nuevo, del que no conocíamos nada excepto el miedo que producía, aún no había llegado.

El nuevo mundo duró diecinueve meses. Durante ese tiempo que él denominó «vivir muriéndome», insistió ferozmente en seguir viviendo, y su constitución, tanto física como filosófica, hizo todo lo posible para continuar viva.

Christopher pretendía estar entre el 5 y el 20 por ciento de quienes podían curarse (las probabilidades dependían de los médicos con quienes hablábamos y de cómo interpretaban los escáneres). Sin engañarse nunca a sí mismo sobre su condición médica, y sin permitir que yo albergase falsas ilusiones sobre sus posibilidades de supervivencia, respondía a cada fragmento de buenas noticias clínicas y estadísticas con una esperanza radical e infantil. Su voluntad de mantener su existencia intacta, de permanecer comprometido con su vehemencia extraordinaria, era impresionante.

El Día de Acción de Gracias era su fiesta preferida y observé admirada cómo, aunque estaba débil por los efectos de la quimioterapia, organizaba una gran reunión familiar en Toronto con todos sus hijos y su suegro en la víspera de un importante debate sobre la religión con Tony Blair. Era una celebración orquestada por un hombre que esa noche me dijo en la suite del hotel que probablemente ese sería su último Día de Acción de Gracias.

No mucho antes, en Washington, en una tarde de veranillo de San Martín soleada y apacible, convocó emocionado a su familia y los amigos que solían visitarlo para hacer una excursión a la exposición sobre los orígenes del hombre en el Museo de Historia Natural, en la que lo vi salir corriendo de un taxi y subir las escaleras de granito para vomitar en una papelera, antes de conducir a su público por las galerías, e impresionarnos extraordinariamente con los logros de la ciencia y la razón.

Christopher nunca perdió su carisma, en ningún terreno: ni en público, ni en privado, ni siquiera en el hospital. Convirtió su estancia en una fiesta, transformando la habitación esterilizada, fría, con fluorescentes, llena de zumbidos, pitidos e iluminación intermitente en un estudio y en un salón. Su conversación ingeniosa no cesaba nunca.

Las interrupciones constantes, las exploraciones y los pinchazos, la toma de muestras, los tratamientos de respiración, el cambio de goteros: nada le impedía ser el centro de atención, expresar una opinión, desarrollar un argumento o hacer un chiste para sus «invitados». Escuchaba y sonsacaba, y nos hacía reír a todos. Siempre pedía o comentaba otro periódico, otra revista, otra novela, otro ejemplar para la prensa. Nos poníamos en torno a su cama y nos reclinábamos en sillas tapizadas de plástico mientras él nos convertía en participantes de sus discursos socráticos.

Una noche tosía sangre y lo trasladaron a la UCI para hacerle una broncoscopia urgente. Yo alternaba: lo vigilaba y dormía en una silla convertible. Yacíamos uno junto al otro en camas individuales. En un momento determinado los dos nos despertamos y empezamos a parlotear como niños que duermen fuera de casa. En ese momento, era lo mejor que podíamos tener.

Cuando volvió de someterse a la broncoscopia, después de que el médico le dijera que el problema que tenía en la tráquea no era el cáncer sino una neumonía, seguía intubado pero garabateaba ávidamente notas y preguntas sobre cualquier asunto concebible. Guardé las páginas de papel en las que escribía su parte de la conversación. Hay frases cariñosas y un dibujo que hizo en lo alto de la primera página y después:

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