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Rodrigo Quian Quiroga - Borges y la memoria

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Rodrigo Quian Quiroga 2011 Editor digital UnTalLucas ePub base r12 - photo 1

Rodrigo Quian Quiroga, 2011

Editor digital: Un_Tal_Lucas

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PRÓLOGO POR MARÍA KODAMA Cuando recibí el llamado telefónico de Rodrigo Quian - photo 2

PRÓLOGO

POR MARÍA KODAMA

Cuando recibí el llamado telefónico de Rodrigo Quian Quiroga para consultar en la Biblioteca de Borges las posibles notas que hubiere en libros relacionados con la ciencia, no me extrañó. Unos años antes, los científicos Roberto Perazzo y Sarah Slapack se habían acercado a la Fundación Internacional Jorge Luis Borges para organizar en forma conjunta un encuentro sobre Borges y las ciencias duras. Este encuentro se realizó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y la Editorial Eudeba publicó el libro con las ponencias. Estaban muy interesados en los trabajos de Borges y su relación con la cuarta dimensión y la noción de hipertexto de Internet.

Quian Quiroga me explicó que su especialidad es la neurociencia y que el cuento «Funes el memorioso» estaba muy relacionado con su campo de investigación. Hablamos sobre el tema de la memoria, que también me apasiona, y sobre el cual yo había trabajado, por supuesto desde el campo de la literatura, en la obra de Borges.

De este encuentro surgió una reunión en la Facultad de Ciencias Exactas y el prólogo para este libro que me llena de placer, ya que desde muy pequeña sentí fascinación por el cerebro, por la memoria…

Borges no era científico, ni matemático ni físico, pero en su formación había una importante raíz filosófica, fomentada desde la niñez por su padre, y literaria, sobre todo relacionada con libros de autores ingleses, transmitidos por su abuela. Entre ellos se contaban Wells y Julio Verne, que con su poderosa imaginación fueron, como Borges, adelantados a los descubrimientos científicos y técnicos que convertirían sueños en realidades durante el siglo XX y también en lo que va del XXI.

Según los entendidos, esa anticipación ya mencionada, sobre Internet y el hipertexto, está dada en los años 40 en el cuento de Borges «El jardín de senderos que se bifurcan».

El trabajo de Quian Quiroga demuestra su conocimiento de la obra de Borges y va dándonos de una manera inefable la unión o la premonición entre esa obra y su especialidad, la neurociencia.

Quizá por la afinidad de su trabajo con los de Borges, pudo darse cuenta y comprender dos temas fundamentales que Borges menciona en «Funes el memorioso» y que son esenciales en el desarrollo de la humanidad: la abstracción y el olvido. Ya Plinio el Viejo en la Naturalis Historia hace referencia a personas dotadas de una memoria prodigiosa; esto, que para Plinio es un don maravilloso, para Borges, que profundiza el tema, puede transformarse en algo terrible para el ser que la posee.

Para Quian Quiroga el actual mundo cibernético, en el que los seres humanos viven inmersos, es en ocasiones similar al cerebro de Funes, abarrotado de información que no puede procesar. Para Quian Quiroga nuestro mundo a veces nos lleva a esa superpoblación de ideas, imágenes, noticias fragmentadas, sucesivas e incoherentes, que nos vuelcan a un mundo virtual que nos enajena cada vez más y nos aparta de lo que nos hace realmente seres humanos: la reflexión y la distancia con lo que nos rodea para poder, en serenidad, pensar y comprender, aunque sea en un ínfimo punto, el universo.

INTRODUCCIÓN

Quizá para el común de la gente sea difícil hacerse una idea de las tareas diarias de un científico. Uno en principio puede imaginarse a alguien de aspecto desalineado, continuamente pensante y despistado; alguien ajeno a la realidad inmediata y mundana, que no advierte si llueve, si es martes o si acaba de pasar su colectivo; alguien que pasa los días llenando pizarrones de teorías y fórmulas buscando dar con su «Eureka», el descubrimiento que aporte aunque más no sea un granito de arena a nuestro conocimiento. Pero aquella expresión de Arquímedes es en realidad muy rara en la vida de un científico. De hecho lo más común es que tras años y años de investigación ese momento nunca llegue. Isaac Asimov, el fantástico bioquímico y escritor de ciencia ficción, alguna vez dijo que la frase que suele acompañar un descubrimiento no es «Eureka» sino: «Esto es raro…». O sea, ese momento de éxtasis que como a Arquímedes nos lleve a salir corriendo desnudos por las calles de Siracusa, tal vez no termine en más que una duda, una intriga inicial que se irá resolviendo paulatinamente, tras años de investigación constante.

¿Qué será entonces lo que lleva a los científicos a deambular en un mundo de ideas y experimentos? Probablemente sea la búsqueda del conocimiento, o en términos más mundanos, simple curiosidad. Preguntas que no lo dejan a uno tranquilo; la necesidad imperiosa de tener que entender algo y no poder hacer otra cosa hasta dar con la respuesta; ese cosquilleo de sentirse cerca de un hallazgo, de intuir cómo empieza a tomar forma un rompecabezas, para eventualmente dar con la solución y tener la enorme satisfacción de entender.

Y es así que uno se pregunta si los científicos, embarcados en búsquedas personales y quijotescas cruzadas, se pasan el tiempo pensando. En realidad, no. La vida del científico es en general más rutinaria, acaso repitiendo por enésima vez un experimento para asegurarse de la validez de un resultado o analizando datos en una computadora para extraer algo más de información. Un sociólogo podrá pasar gran parte de su tiempo planeando o analizando estadísticas, un biólogo haciendo preparaciones o manejando pipetas, un matemático variando sistemáticamente los parámetros de un modelo y un neurocientífico registrando la actividad de cientos de neuronas y analizando terabites de datos. En principio parece algo aburrido, pero si detrás de esto hay una pregunta que valga la pena, la rutina se torna fascinante y a partir de las tareas diarias el científico va hilando pacientemente una trama compleja que lo acerque a la respuesta de aquello que lo desvela.

En mi caso particular esta trama tiene que ver con el funcionamiento del cerebro; aunque quizá no como un todo, ya que el conocimiento de siquiera una rama de la ciencia es inabarcable para una sola persona. Y en esta cruzada de tratar de entender distintos aspectos acerca de cómo funciona el cerebro —distintos aspectos de algo más específico como el funcionamiento de la memoria (el tema de este libro)—, es raro, muy raro, llegar a un «Eureka». Los problemas suelen quedar abiertos, las respuestas suelen revelar nuevas preguntas y la solución final es casi siempre elusiva. Pero quizá nuestra obstinada perseverancia no sea más que el hecho de saber, al menos inconscientemente, que el placer no sólo está en encontrar la respuesta sino en la búsqueda constante. Y digo sin pudor que mi búsqueda particular (compartida con muchos colegas) quizá sea la más interesante de todas. Pues más allá de que el cerebro humano sea el tema más complejo e inalcanzable de la ciencia actual, tratar de entenderlo es ni más ni menos que tratar de entendernos a nosotros mismos. Y aunque es relativamente poco lo que sabemos, gran parte de este conocimiento proviene de los últimos 20 o 30 años. Éste es el momento ideal para estudiar el cerebro, así como la época de Galileo y Newton fuera ideal para el estudio de la mecánica de los cuerpos o la de Maxwell para el estudio de la electricidad y el magnetismo.

Hoy en día contamos con sofisticados equipos y avanzados métodos para analizar infinidad de datos complejos. También tenemos acceso a información que ni siquiera soñábamos un par de décadas atrás. Lo que era tomado como ciencia ficción hace unos años se está volviendo realidad a un ritmo prodigioso. Pero en nuestra alocada carrera tratando de entender más y más sobre el comportamiento del cerebro, tendemos a pasar por alto que esta búsqueda no es sólo nuestra, de investigadores con laboratorios, sino que también ha sido explorada mucho antes por grandes pensadores: desde los antiguos filósofos griegos, pasando por los racionalistas cartesianos, los empiristas ingleses y los originadores de la psicología moderna de fines del siglo XIX, hasta pensadores brillantes que escapan a cualquier categorización, como Jorge Luis Borges, quien a partir de su razonamiento y la magia de su imaginación llegó a conclusiones asombrosas.

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