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Sabino Méndez - Corre, rocker

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Sabino Méndez Corre, rocker
  • Libro:
    Corre, rocker
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2000
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Corre, rocker: resumen, descripción y anotación

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SABINO MÉNDEZ Barcelona 1961 es el autor de un ramillete de canciones del - photo 1

SABINO MÉNDEZ (Barcelona, 1961) es el autor de un ramillete de canciones del rock español que han accedido a la categoría de clásicas. A finales de los años ochenta, en la cima de su fama, abandonó la guitarra eléctrica y el grupo en el que tocaba (Loquillo y Los Trogloditas) para dedicarse exclusivamente a los libros. Sorprendió con su debut Corre, rocker (2000), alabado por crítica y público, al que siguieron Limusinas y estrellas (2003) y Hotel Tierra (2006).

I. DEFICIENTE

Nunca cesaremos de buscar y, sin embargo, la meta de todas nuestras búsquedas será retornar al punto de partida y conocer ese lugar por primera vez.

T. S. ELIOT, Little Gidding

1

Dos individuos, desnudos de cintura para arriba, caminan con cuchillos entre los dientes por la cornisa del tercer piso de un hotel de provincias en medio del insomnio estival. Animal es uno de ellos. El otro soy yo.

La escena pertenece a una noche del verano de 1987. Animal era nuestro manager de carretera y mi compinche favorito de travesuras. Se encargaba de poner a los músicos en pie cada día y asegurarse de que eran depositados a la hora prevista en el escenario adecuado. Ambos sufrimos procesos paralelos de desengaño de aquel mundo de glamour y analfabetismo. Como desahogo, encontramos complicidad en dinamitar de una manera infantil las convenciones y el proceso lógico del comportamiento humano.

En un hotel de máximo lujo le aposté medio gramo a que no era capaz de bajar completamente desnudo desde nuestro cuarto piso hasta el mostrador de recepción para pedir una cajetilla de tabaco en una hora intempestiva de la madrugada. No solo ganó la apuesta sino que yo le seguí en pijama durante todo el trayecto para comprobar que no hubiera engaño. Al volver en el ascensor, Animal todavía lamentaba que ninguna dama hubiera coincidido en el habitáculo con nosotros para intercambiar las convencionales frases sobre el tiempo.

Pero volvamos a la escena de la cornisa. Los últimos recuerdos sobrios que guardo de aquel día son de indignación. Nos escandalizó que la empresa organizadora del concierto, en lugar de suministrarnos las bebidas indicadas contractualmente, nos hubiera inundado el camerino con whisky nacional de una marca bien conocida. De ponerse en tratos con esa etiqueta, después de la sexta copa el hígado aúlla enloquecido, y todas tus reservas de raciocinio corren a concentrarse a toda prisa en dicha víscera para evitar que empiece a palpitar de una manera compulsiva. Una vez huidas todas tus neuronas en dirección al hígado, no es de extrañar que el cerebro se quede vacío. Y es sabido que un ser humano con la mente en blanco es capaz de todo.

Solíamos poner en práctica entonces nuestras particulares ideas acerca del diseño interiorista de camerinos y habitaciones de hotel. Después de sacar todos los muebles de nuestro cuarto y distribuirlos por los pasillos y vestíbulos del establecimiento, lanzábamos por la ventana los cuadros que no merecían nuestra aprobación. Completado nuestro planteamiento informalista, emprendíamos excursiones por las diversas plantas del edificio en busca de nuevos espacios que admitieran una redefinición. Lo más llamativo es constatar, con la perspectiva del tiempo de por medio, que aquella estúpida línea de conducta tenía para nosotros una lógica inapelable. Es absurdo, ya lo sé, pero aquel día llamaron nuestra atención las luces y voces que llegaban desde la habitación de Ricard Puigdomènech al otro extremo de nuestro piso. De una manera harto optimista, interpretamos que se estaba celebrando una fiesta y planeamos nuestra contribución con una simpática sorpresa. Llevaríamos a cabo una jovial irrupción, disfrazados de piratas, por la ventana que se habían dejado abierta. La ventana iluminada estaba separada de nuestra habitación por poco más de siete u ocho metros de cornisa, esquina incluida.

Nos desnudamos de cintura para arriba, cargamos dos navajas de resortes entre dientes y empezamos a serpentear por la fachada del tercer piso del edificio. Las instancias divinas velan por los idiotas inofensivos y solo yo tuve un pequeño tropiezo al doblar la esquina. Cerca anduve de ser el primer músico de rock que pasa a la posteridad por estrellarse contra un macetero manchego en lugar de la canónica sobredosis, pero me ayudó la robusta mano de Animal.

Emitíamos aquellos alaridos e imprecaciones que en nuestra opinión se les suponía a los corsarios y, puesto que el rechoncho cuerpo de Animal obstruía más de la mitad de la ventana, lo arrastré en un impulsivo aterrizaje cuando caímos rodando en el centro de la habitación. Solo entonces nos dimos cuenta de que el motivo de las luces y voces no estaba originado por ninguna fiesta. La única realidad visible era la presencia del conserje del hotel manifestando su más enérgica queja por el escándalo que provenía de las habitaciones de los músicos. El agresivo empleado, en medio de su reprobadora perorata, vio entrar a dos salvajes semidesnudos por la ventana del tercer piso de su establecimiento. Vociferábamos y llevábamos el brillo de la ansiosa fiebre alcohólica en los ojos. Jugábamos a ser Ben Gunn y John Silver. Como mínimo, le chafamos un poco la seriedad litúrgica de su papel de representante de la sensatez. Debió de tomárselo bastante a pecho. Solo recuerdo que vi a un tipo gordito, parado en medio de la habitación, mirándonos con ojos desorbitados y farfullando algo de «llamar a la policía». Para explicar lo que sucedió a continuación debo decir algo sobre las diversas edades del ser humano.

Sé, por experiencia, que la adolescencia es una etapa particularmente anómala de nuestra evolución como personas. Es un fenómeno curioso, y no sé si muy común, pero a esa edad la palabra «policía» desataba en mí una extraña complejidad de procesos. No digo que odie a la policía; doy por sentado que este mundo no es ideal y su existencia (al igual que la de los programas de debate televisivos o los adhesivos que se pegan en los coches) es quizá una imperfección necesaria. Pero, bajo los efectos combinados del alcohol y la adolescencia, la palabra me provocaba unos curiosos efectos secundarios.

Así que el gordito no debía haber dicho aquello. Miré su tripita abultada que empujaba hacia fuera los botones de la camisa y, mientras mis consternados camaradas elevaban la mirada hacia el techo, avancé empuñando la navaja y apoyé la punta suavemente en su pequeño ombligo. Todos cuantos me conocían sabían que tenía tanto de inofensivo como de teatral. Intentando parecerme al máximo a esos armarios agresivos que nos promocionan como héroes los guiones cinematográficos, quise preguntarle de qué estaba hablando, pero solo conseguí semiasfixiarlo con mi pastoso aliento.

El filo seguía flácidamente apoyado en su panceta. Por un momento, juro que vi en el reflejo transparente de su iris un amplio abanico de las más destacables emociones humanas. Rabia, miedo, duda, perplejidad, odio… Todo estaba allí, y yo tenía la llave a la altura de su abdomen. Me pasé, pues, una eternidad de segundos balanceándome ebriamente con una sonrisa idiota delante del matón. Estoy seguro de que solo me aguantaba en equilibrio a causa del punto de apoyo de mi faca en su barriguita. Por fin, alguien decidió salvar la situación y desvió mi trayectoria hacia la puerta, conduciéndome dócilmente hasta mi habitación. Las iras del conserje fueron aplacadas y Animal fue expulsado a cuatro patas de la habitación mondándose de risa. Mercedes Martín, nuestra road manager principal, había decidido hacía ya rato encerrarse en su habitación, tragarse un par de píldoras para dormir e ignorar cualquier tipo de queja hasta el día siguiente. Entonces, aparecería fresca y sonriente para poner todo en movimiento de nuevo y hacerse cargo de la cuenta de desperfectos.

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