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Samuel Noah Kramer - La historia empieza en Sumer

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Samuel Noah Kramer La historia empieza en Sumer
  • Libro:
    La historia empieza en Sumer
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1956
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La historia empieza en Sumer: resumen, descripción y anotación

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NOTA SOBRE EL DESCUBRIMIENTO DE SUMER Y DE LA ESCRITURA SUMERIA

El descubrimiento de Sumer marca, como si dijéramos, el tercer tiempo de la exploración sistemática del subsuelo y del pasado próximo-oriental, que se está realizando desde hace un siglo. La excavación se hace en profundidad, remonta el curso de los tiempos y descubre sus vestigios petrificados en capas paralelas como las inmensas páginas del Libro de la Tierra; la excavación parte de las reliquias de ayer y, poco a poco, desciende en la noche de una antigüedad cada vez más remota y más olvidada.

Cuando la paciencia y el genio de media docena de investigadores hubieron logrado, al cabo de más de cincuenta años de denodados esfuerzos, penetrar en el misterio de los documentos de arcilla que se habían encontrado desde hacía mucho tiempo en el territorio de actual Irak, cubiertos de extraños signos «cuneiformes»; cuando, hacia la mitad del siglo XIX , se consiguió deletrear y leer la lengua que en ellos se ocultaba, la pasión por las «Antigüedades orientales» surgió de golpe, como una llamarada. E igualmente que había sucedido en Egipto, después de que Champollion hubo descifrado análogamente los jeroglíficos, también empezaron a multiplicarse las excavaciones en esa antiquísima Mesopotamia que prometía proyectar tanta luz sobre unos siglos y unos mundos desvanecidos después de tanto tiempo.

Después de haber barrido los vestigios árabes, griegos y persas, se llegó a la mitad del primer milenio antes de nuestra era, alcanzándose la capa de donde procedían la mayor parte de los documentos cuneiformes, y entonces se descubrieron los palacios, las estatuas, los tesoros y las armas de los grandes reyes asirios, de quienes conocíamos ya por la Biblia sus conquistas y sus pavorosas hazañas. Se denominó, por lo tanto, asiriología a la ciencia que entonces se estaba constituyendo alrededor de los textos cuneiformes y de la arqueología mesopotámica.

Pero, mientras los filólogos, los descifradores y los historiadores, deslumbrados por la cantidad y la elocuencia de los documentos y de los vestigios sacados de las entrañas de la tierra, se tomaban su tiempo para poder «digerirlos», para poder hacer su inventario y su síntesis, los arqueólogos continuaban cavando el suelo…

Por debajo de la «capa asiria» se descubrieron otras; y la gente empezó a darse cuenta de que la preponderancia de los asirios, ese pueblo rudo y belicoso procedente del norte, había ido precedida de un milenio de alta cultura originaria del sur de Mesopotamia y centrada en un pueblo más fino y más castizo, los babilonios, cuyo Código de Leyes de Hammurabi (descubierto en 1902) probaba y simbolizaba a la vez la perfección cultural y el equilibrio de dicho pueblo. Se observó entonces que la lengua de este código babilónico y de sus documentos contemporáneos, fundamentalmente idéntica a la de los anales y de las tablillas asirias, comportaba, no obstante, tantas diferencias de detalle, que obligaban a hacer del asirio y del babilonio dos dialectos de un mismo idioma que más tarde se denominó accadio.

El accadio, pariente del árabe, del arameo y del hebreo, es una lengua semítica: los que la hablaban y la escribían, los promotores de los grandes imperios de Babilonia, a principios del segundo milenio a. de J. C., y de Nínive, a principios del primero, eran, por consiguiente, semitas. Así razonaban, con motivo, hace cincuenta años, los historiadores que estaban al corriente de los recientes descubrimientos arqueológicos de la época.

Pero persistían algunos enigmas y, por otra parte, durante todo este tiempo, los excavadores continuaban con su progresión de zarandajas siempre hacia tiempos cada vez más antiguos…

El más impenetrable de estos enigmas estaba constituido por la misma escritura - photo 1

El más impenetrable de estos enigmas estaba constituido por la misma escritura cuneiforme. Ya se sabe que la escritura cuneiforme, a diferencia de nuestros sencillísimos alfabetos, se compone de un gran número de signos (unos 300 en la época avanzada), constituidos por trazos en forma de «cuña» y en forma de «clavo», más o menos diversamente embrollados, los cuales representan la estilización sobre arcilla (ya que entonces se escribía sobre la arcilla cruda tal como actualmente nosotros escribimos sobre le papel) de dibujos lineales primitivos representando objetos concretos. La evolución material de estos dibujos y de estos signos puede verse en la figura de la página 244, construida por N. S. Kramer: en las dos primeras columnas, que registran los croquis más arcaicos, se reconocen ya a primera vista algunos de estos objetos, como la estrella (núm. 1), el sexo femenino (núm. 4) las montañas (núm. 5), la cabeza humana (núm. 7) el pie (núm. 13), el pájaro (núm. 14), el pez (núm. 15), la cabeza de bóvido, con (núm. 16) o sin cuernos (núm. 17), y la espiga (núm. 18).

Lo que semejante escritura tiene de complicado para nosotros es que cada uno de estos signos, igual que en los jeroglíficos modernos, puede ser leído en el texto de dos maneras distintas: o como la marca de un sonido (que siempre es una sílaba, ba, ab, bab, etc.; y nunca un sonido elemental e irreductible como los que indican cada una de nuestras letras alfabéticas: b, d, etc), o como el nombre del objeto que originariamente representaba dicho signo. La escritura cuneiforme es, pues, en conjunto y en cada uno de sus elementos, tanto pictográfica como ideográfica o fonética. Así, por ejemplo, el dibujo de la espiga (núm. 18) y el dibujo del pájaro (núm. 14), cuando se encuentran en un texto cuneiforme pueden leerse, según el contexto, o bien como los nombres de «grano» y de «volátil» (ideografía), o bien como sílabas: la primera, she; la segunda, hu (fonetismo).

Ni que decir tiene que el significado pictográfico fue el primero y dio origen al otro, al valor fonético. Dicho en otras palabras, los signos cuneiformes han sido al principio, pura y simplemente, reproducciones de objetos: se «escribía» entonces, según se nos decía en nuestra juventud, al modo de los indios del Far-West , dibujando aquello de que se quería hablar. Más tarde, cuando se dieron cuenta que con semejante procedimiento, primitivo y rudimentario, no se podía expresar más que un número restringidísimo de todo lo que puede expresar el lenguaje articulado, a saber: los únicos objetos concretos lo bastante característicos y distintivos y el registro minúsculo de aquello que permitían simbolizar, pero no las abstracciones ni las acciones, se les ocurrió la idea de disociar, hasta cierto punto, en el signo, su referencia al objeto que reproducía y su pronunciación, su valor fonético. El dibujo del pájaro ya no significaría exclusivamente el objeto-volátil, sino los sonidos que expresaban, en el lenguaje hablado, el nombre de este objeto-volátil: la sílaba hu; igualmente, el signo de la espiga significaría también la sílaba she, con cuyo vocablo se designaba indistintamente a la cebada y el grano. Ahí está, pues, el rasgo genial de los inventores de esta escritura, ya que de esta forma se les hizo posible de un modo automático escribir todo lo que expresaba el lenguaje hablado; la palabra abstracta «visión», por ejemplo, que en accadio es «shehu» y de la que no se adivina qué clase de dibujo o de ideograma podía representarla, pudo representarse efectivamente por el signo de la espiga seguido del pájaro: she + hu, sin que ni uno ni otro de estos caracteres se refiriesen entonces ni a un grano ni a un volátil; pero en otra parte podían conservar estas referencias y traducirse directamente como cereal y ave. La dificultad del desciframiento de los caracteres cuneiformes viene principalmente de esta perpetua mezcolanza de ideografía y de fonetismo; no se puede triunfar de semejante embrollo más que con un profundo conocimiento de la lengua.

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