Noah Charney - Los ladrones del Cordero Místico
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- Libro:Los ladrones del Cordero Místico
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2010
- Índice:4 / 5
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Los ladrones del Cordero Místico: resumen, descripción y anotación
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Toda obra de arte encierra el misterio de su propia creación. ¿Cuál es el motivo por el que consigue fascinar a espectadores que van más allá de un lugar y una época?
El caso de La adoración del Cordero Místico constituye un caso único. Y es que la atracción que ha ejercido la obra maestra de Jan van Eyck excede las explicaciones que puedan dar los historiadores del arte.
Desde que el maestro flamenco lo finalizara en 1432, este retablo ha sufrido todo tipo de vicisitudes. Haber sido robado hasta trece veces no constituye más que una pequeña parte de su increíble historia. Ha sido botín de guerra en tres ocasiones, ha sufrido quemaduras y desmembraciones, fue falsificado, vendido ilegalmente y censurado, sufrió ataques de iconoclastas y ha sido codiciado por Hitler y rescatado por agentes dobles austríacos. Entre muchas otras cosas. ¿Qué secreto esconde el retablo?
Noah Carney, especialista en delitos relacionados con el arte, narra las historias que se tejen en torno a la obra de Van Eyck.
Párrocos, contrabandistas y falsificadores se encuentran con figuras históricas como Napoleón, Göring o Hitler. La historia se entrelaza con el arte, la psicología, la ideología, la religión y la política para explicar la atracción fatal que ha ejercido esta pintura.
Un libro inteligente y trepidante sobre el poder del símbolo y de la belleza.
Noah Charney
Los misterios del cuadro más robado de la historia
ePub r1.2
Titivillus 20.03.15
Título original: Stealing the Mystic Lamb: The True Story of the World’s Most Coveted Masterpiece
Noah Charney, 2010
Traducción: Juanjo Estrella
Diseño de cubierta: Mauricio Restrepo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Urska, el amor de mi vida,
y a Hubert van Eyck,
que me ha enseñado que es un placer morderse los pies.
Los misterios de la obra maestra
Lo primero que llama la atención a quien abre la puerta de la capilla, de madera de roble, son los aromas: el frescor antiguo de las piedras que forman los muros de la catedral de San Bavón, el olor a incienso e, inmediatamente después, las sorprendentes notas a madera vieja, aceite de linaza y barniz. La catedral de Gante, en Bélgica, es generosa en extraordinarias obras de arte religioso, pero una de ellas destaca sobre el resto. Tras seiscientos años de vaivenes casi constantes, El retablo de Gante vuelve a mostrarse en el templo para el que fue pintado.
La obra maestra de Jan van Eyck se ha visto envuelta en siete robos, y supera por un amplio margen a la que ocupa el segundo puesto de esta competición involuntaria: un retrato de Rembrandt, sustraído de la Pinacoteca Dulwich (Londres) en apenas cuatro ocasiones. El retablo ha fascinado por igual a estudiosos y detectives, a ladrones y protectores, a intérpretes y devotos, tanto por las preguntas sin respuesta que rodean todas sus desapariciones —ya hayan sido producto de robos o de transacciones ilícitas—, como por el simbolismo místico de su contenido.
Se trata de uno de los mayores misterios no resueltos de la historia del arte.
Quienes se sitúan frente al políptico no pueden evitar sentirse abrumados por su monumentalidad. El retablo de Gante se compone de veinte paneles pintados por separado y unidos por un inmenso marco dotado de goznes. La estructura se abre durante la celebración de las festividades religiosas, pero permanece cerrado gran parte del año y, en esa posición, sólo ocho de los veinte paneles (pintados por su anverso y su reverso) resultan visibles. El tema de los paneles anteriores, que son los que se muestran cuando el políptico permanece cerrado, es la Anunciación: el arcángel Gabriel anuncia a María que acogerá en su seno al Hijo de Dios. En el exterior también aparecen los retratos de los donantes que pagaron el retablo, así como sus santos patrones.
El políptico presenta un aspecto de rompecabezas y, en su interior, sus tesoros aguardan pacientemente a ser descifrados. Al abrirse, el centro del retablo muestra un campo idealizado, lleno de figuras: santos, mártires, clérigos, eremitas, jueces honrados, caballeros de Cristo y un coro de ángeles, todos ellos en lenta procesión para rendir homenaje a la figura central: un cordero dispuesto sobre un altar de sacrificio, orgullosamente plantado sobre sus cuatro patas, vertiendo su sangre en un cáliz de oro. Esta escena se conoce como La Adoración del Cordero Místico. El significado iconográfico preciso de ese panel de la Adoración, así como el de la gran cantidad de símbolos arcanos que contiene, ha sido objeto de discusión erudita durante siglos.
Sobre el gran campo de La Adoración del Cordero Místico, en los paneles superiores, Dios Padre se sienta en su trono, con María y Juan Bautista a cada lado. La figura alza una mano, dando la bendición, una mano que posee un realismo asombroso: le sobresalen unas venas, y un vello rizado, diminuto, asoma sobre la piel salpicada de poros. A sus pies reposa una corona cuajada de piedras preciosas que resplandecen a la luz. El ribete de la túnica está tejido con hilos de oro, y sobre la cabeza describen un arco unas inscripciones de caracteres que parecen inspirarse en los rúnicos. En la barba se distinguen, pintados, cada uno de los pelos, y los ojos almendrados expresan un poder y un cansancio que resultan muy humanos.
El nivel de detalle milimétrico en una obra de arte de semejantes dimensiones no tiene precedentes. Hasta que se pintó, sólo retratos diminutos y códices miniados incorporaban un grado de detallismo similar. Una precisión como aquélla no la habían visto jamás a tan gran escala ni otros artistas ni el público en general. El gran historiador del arte Erwin Panofsky escribió, en una cita célebre, que los ojos de Van Eyck funcionaban «como un microscopio y un telescopio a la vez». Quienes contemplan El retablo de Gante —proseguía Panofsky— son partícipes de la visión del mundo de Dios y captan «parte de la experiencia de Él, que contempla desde los cielos, pero que es capaz de contar los pelos que tenemos en la cabeza».
En El retablo de Gante las piedras preciosas brillan iluminadas por una luz refractaria. Se distinguen una a una las cerdas de las crines de los caballos. Cada una de las más de cien figuras que lo componen presenta unos rasgos faciales personalizados. Los rostros de todas ellas son únicos y poseen un grado de personalización propio de retratos —sudor, arrugas, venas, fosas nasales dilatadas—. Los detalles abarcan desde lo más elegante hasta lo más prosaico. El espectador aprecia las briznas de hierba, los pliegues de una manzana devorada por unos gusanos, las verrugas de una papada. Pero también el reflejo de una luz capturada por un rubí pintado a la perfección, las aguas de un ropaje dorado, y todos y cada uno de los vellos plateados que asoman entre los rizos de una barba de tonos castaños.
El arma secreta que hacía posible tal nivel de precisión era la pintura al óleo. Al ser translúcida, el pintor puede acumular una capa sobre otra, sin cubrir la anterior. El método preferido antes de la aparición de Van Eyck, el temple al huevo, creaba una superficie prácticamente opaca. La capa posterior cubría la anterior. El óleo, en cambio, permitía un grado mucho mayor de sutileza y, además, resultaba más fácil de controlar. Van Eyck usaba algunos pinceles tan pequeños que contenían apenas unos pocos pelos de animales en la brocha, lo que le posibilitaba alcanzar un nivel de precisión desconocido hasta la fecha. El resultado constituye todo un banquete visual, una galaxia de efectos especiales pictóricos que deslumbran, sí, pero que también logran mantener el interés durante jornadas, y que llevan al observador tanto a acercarse a la obra como a alejarse de ella para examinarla, y tanto a descifrarla como a perderse en la mera contemplación de su belleza.
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