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Roberto R. Aramayo - Voltaire

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Roberto R. Aramayo Voltaire

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Los hombres solo delinquen cuando perturban a la sociedad; perturban a la sociedad tan pronto como caen en las garras del fanatismo; en consecuencia, si los hombres quieren merecer tolerancia, deben empezar por no ser fanáticos.

VOLTAIRE, Tratado sobre la tolerancia

Cuando observamos fenómenos como el recrudecimiento del fundamentalismo, los horrores del fanatismo religioso, el gravísimo peligro que el empecinamiento de la intolerancia política supone para todo el mundo, hemos de concluir sin duda que todavía podemos sacar provecho del ejemplo de lucidez, agudeza, honestidad intelectual y coraje de Voltaire.

A. J. AYER. Voltaire

Voltaire, o la invención del intelectual mediático

Voltaire encarna la figura del intelectual comprometido, un papel que representará a la perfección, hasta el punto de confundirse a la persona con el personaje, poniendo en juego todo su prestigio como hombre de letras dotado de un notable reconocimiento por sus obras, para denunciar las injusticias y los abusos de poder. Esto por desgracia ya no está muy de moda o, al menos en Europa no lo está tanto como lo estuvo desde la época del propio Voltaire hasta mediados del siglo pasado, cuando los intelectuales acostumbraban a tomar partido y sus obras o su activismo pretendían transformar la realidad político-social, como sería el caso, por ceñirnos a Francia, de Jean-Paul Sartre o Albert Camus. Hoy en día el acceso del intelectual a los medios de información de masas comporta el precio de la manipulación y distorsión de la propia voz, absorbida por códigos difícilmente compatibles con el pensamiento.

En un texto titulado La invención del intelectual, Fernando Savater señala con mucho acierto que la gran hazaña de Voltaire será la de inventar lo que hoy llamaríamos «intelectual mediático». A pesar de no existir por entonces el desarrollo tecnológico de los medios de comunicación que ahora conocemos, Voltaire sería lo más parecido a un intelectual «mediático» por su maestría en saber llegar a esa «opinión pública» que por entonces se estaba formando gracias a las gacetas, los libros y la correspondencia.

Lo cierto es que Voltaire manejó los medios de comunicación de su época como nadie más lo supo hacer. El erudito académico tiende a comunicarse únicamente con los círculos de su gremio y más bien le molesta verse obligado a divulgar sus conocimientos, de la misma manera que los creyentes se sienten en comunicación directa con su divinidad o sus correligionarios, pero el intelectual necesita llamar la atención del público sobre lo que quiere decir, tiene que ser capaz de seducir a los demás, porque afortunadamente no se trata de un público cautivo sino voluntario. La lectura de Voltaire nos transmite la sensación de hallarnos ante un gran comunicador dotado de una enorme capacidad para ganarse al público. Es obvio que carece de la elocuencia musical de Rousseau, pero a cambio sabe captar la benevolencia del lector con una envidiable habilidad y soltura. La célebre anécdota de Newton descubriendo la ley de gravedad al caerle encima una manzana del árbol bajo cuya sombra reposa se le ocurrió a… Sí, lo han adivinado. La ocurrencia fue de Voltaire, quien presuntamente habría escuchado contar ese relato a una hermana de Newton, aunque quizá también se inventara incluso esto mismo, con el fin de adornar con una sabrosa anécdota una biografía intelectual excesivamente sobria.

Retrato de Franois-Marie Arouet 1694-1778 más conocido como - photo 1

Re­tra­to de Fran­çois-Ma­rie Arouet (1694-1778), más co­no­ci­do co­mo Vol­taire, rea­li­za­do por Quen­tin de La Tour.

Curiosamente, si Voltaire hubiera muerto a los sesenta años, casi no se le recordaría en absoluto, pese a que algunas de sus obras hicieron que se le tildara en su momento como un nuevo Homero o un nuevo Virgilio, dado el aprecio que alcanzó su poema épico titulado La Henriade sobre Enrique IV, aquel rey de Navarra que se convertiría al catolicismo para acceder al trono de Francia porque «París bien vale una misa», otra ocurrencia tan inolvidable como lo de la manzana newtoniana. En realidad, igual que se habla del primer y el segundo Wittgenstein para diferenciar dos etapas muy diferentes de su trayectoria, representadas respectivamente por el Tractatus y las Investigaciones filosóficas, también cabría hablar de cuando menos dos Voltaire muy diferentes: el exitoso dramaturgo y el autor de cosas tales como Tratado sobre la tolerancia, siendo así que hoy en día el segundo nos interesa mucho más que el primero.

Durante las dos últimas décadas de su vida, Voltaire se consagró a expandir por Europa bajo distintos seudónimos un rosario de escritos que fueron desaprobados, prohibidos e incluso quemados, liderando campañas a favor de las víctimas de los atropellos judiciales y sabiendo movilizar con su pluma una opinión pública que comenzaba a tenerse en cuenta. Voltaire participó en todos los combates de su tiempo contra el fanatismo, porque su naturaleza, temperamento y convicción hacían de él un insumiso incapaz de callarse ante una injusticia, una crueldad o un abuso de poder.

Ese apabullante activismo le convierte en un ancestro de los intelectuales comprometidos pasados, presentes y futuros. Voltaire mismo, no ya sus obras, constituye un símbolo contra la intolerancia, un estandarte que puede blandirse contra todo tipo de supersticiones y prejuicios, tan bien ridiculizados hasta el paroxismo por su prodigiosa ironía. Su mejor legado es el de habernos enseñado a reírnos, a esbozar una sardónica sonrisa ante situaciones manifiestamente mejorables, a reivindicar ferozmente los agravios con la fuerza de una mirada satírica. Siempre nos quedará la catarsis del ingenio ante la estulticia de unos estereotipos alienantes. Toda la vida de Voltaire es un combate contra las infamias; de ahí su celebra divisa Écrasez l’Infâme! (¡Aplastad al infame!), y que se ha convertido en un emblema para quienes optan por practicar la disidencia y no seguir al abanderado, por emplear la expresión consagrada por George Brassens en su canción La mala reputación.

Alguien dijo que al siglo XVIII se lo podría recordar como «el Siglo de Voltaire», siendo esto algo que no resultaría muy difícil de conceder. Voltaire no suele figurar en los planes de estudios filosóficos y la filosofía académica desprecia su pensamiento por falta de rigor. Eso dice muy poco a favor de la filosofía oficial, porque Voltaire forma parte de un escaso elenco de pensadores que modelaron la visión de los peligros y amenazas que acechan actualmente a nuestra sociedad. No hace falta haber leído a Platón, Epicuro, Rousseau, Marx o Freud para estar imbuido de sus ideas, que forman parte de nuestro acervo cultural. Y eso mismo sucede con Voltaire. Su filosofía forma parte de nosotros mismos, aunque no seamos conscientes de ello, tal como sucede con el pensamiento de Diderot, otro nombre injustamente menospreciado por las estanterías de nuestras bibliotecas filosóficas. Nos encontramos ante un polígrafo que versificaba con una pasmosa facilidad, que escribió poemas épicos, dramas y comedias, cuentos e incluso un relato de ciencia ficción avant-la-lettre titulado Micromegas, mas no sesudos y oscuros tratados filosóficos. Ni falta que hacía. Se hubiese aburrido soberanamente.

Algo compartido por todos los pensadores ilustrados en general y los apodados philosophes o enciclopedistas muy en particular es que, como bien dice Cassirer, asocian siempre la teoría con la práctica, no separan nunca el pensar del actuar y creen poder traducir directamente uno en otro, confirmando mutuamente su validez. Fueron muy conscientes de que su cosmovisión podía remodelar el statu quo. El propósito de Diderot con la

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