Roberto Calasso - El Ardor
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- Libro:El Ardor
- Autor:
- Editor:Anagrama
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- Año:2017
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ROBERTO CALASSO
ANAGRAMA
Panorama de narrativas
Título de la edición original:
L’ardore
Edición en formato digital: julio de 2016
© de la traducción, Edgardo Dobry, 2016
© Adelphi Edizioni, 2010
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2016
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-2809-2
Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.
anagrama@anagrama-ed.es
www.anagrama-ed.es
A Claudio Rugafiori
¿Cuántos fuegos, cuántos soles, cuántas auroras, cuántas aguas? No lo digo por desafiaros, oh, Padres. Lo digo por saber, oh, poetas.
Ṛgveda, 10, 88, 18
Eran seres remotos, no sólo para los modernos sino para sus contemporáneos antiguos. Distantes no ya como otra cultura sino como otro cuerpo celeste. Tan distantes que el punto desde el cual observarlos se vuelve prácticamente indiferente. Que eso suceda hoy o hace cien años no cambia nada esencial. Para quien haya nacido en la India ciertos gestos, ciertos objetos pueden sonar familiares, como un atavismo invencible. Son sólo márgenes dispersos de un sueño cuya anécdota se ha emborronado.
Son inciertos los lugares y la época en que vivieron. La época: hace más de tres mil años, aunque las oscilaciones en la datación, entre un estudioso y otro, son notables. La zona: el norte del subcontinente indio, pero sin límites precisos. No dejaron objetos ni imágenes. Sólo dejaron palabras. Versos y fórmulas que escandían rituales. Meticulosos tratados que describen y explican esos mismos rituales. En el centro de los cuales aparecía una planta embriagadora, el soma, que todavía no ha sido identificada con exactitud. Por entonces ya se hablaba de ella como de algo pasado. En apariencia, ya no conseguían encontrarla.
La India védica no tuvo una Semíramis ni una Nefertiti. Tampoco un Hammurabi o un Ramsés II. Ningún De Mille ha conseguido ponerla en escena. Fue la civilización en la que lo invisible prevalecía sobre lo visible. Como pocas otras, se expuso a ser incomprendida. Resulta inútil, para comprenderla, recurrir a los acontecimientos, que no han dejado huella. Sólo quedan los textos: el Veda, el Saber. Compuesto de himnos, invocaciones, conjuros, en versos; de fórmulas y precisiones rituales, en prosa. Los versos están engastados en momentos de complejas acciones rituales, que van de la doble libación, agnihotra, que el jefe de la familia debía cumplir solo, todos los días, durante casi toda la vida; hasta el sacrificio más imponente -el «sacrificio del caballo», aśvamedha-, que implica la participación de centenares y centenares de hombres y animales.
Los Ārya («los nobles», como los hombres védicos se llamaban a sí mismos) ignoraron la historia con una insolencia que no tiene parangón en el devenir de las otras civilizaciones. Conocemos los nombres de sus reyes solamente a través de referencias en el Ṛgveda y anécdotas narradas en los Brāhmaṇa y en las Upaniṣad. No se preocuparon de dejar memoria de sus conquistas. Incluso en los episodios de los que tenemos noticia no se trata tanto de iniciativas -bélicas o administrativas- como de conocimiento.
Cuando hablaban de «actos» pensaban sobre todo en actos rituales. No es sorprendente que no hayan fundado -ni siquiera hayan intentado fundar- un imperio. Prefirieron pensar cuál es la esencia de la soberanía. La encontraron en su duplicidad, en su repartirse entre brahmanes y kṣatriya, entre sacerdotes y guerreros, auctoritas y potestas. Constituyen las dos claves, sin las cuales nada se abre, sobre nada se reina. La historia entera puede considerarse bajo el ángulo de sus relaciones, que incesantemente cambian, se ajustan, se ocultan -en las águilas bicéfalas, en las llaves de San Pedro-. Hay siempre una tensión que oscila entre la armonía y el conflicto mortal. Sobre esa diarquía y sobre sus inagotables consecuencias la civilización védica se concentró con la más alta y sutil clarividencia.
El culto se encomendaba a los brahmanes. El gobierno, a los kṣatriya. Sobre este fundamento se erigía el resto. Pero, como todo lo que acontecía sobre la Tierra, también esa relación tenía su modelo en el cielo. También allí había un rey y un sacerdote: Indra era el rey, Bṛhaspati, el brahmán de los Deva, era el capellán de los dioses. Sólo la alianza entre Indra y Bṛhaspati podía garantizar la vida sobre la tierra. Pero entre ambos se interpuso de inmediato un tercer personaje: Soma, el objeto de deseo. Otro rey y un jugo embriagador, que iba a comportarse de un modo irrespetuoso y elusivo hacia los dos representantes de la soberanía. Indra, que había luchado para conquistar el soma, al final quedaría excluido por los mismos dioses a los que se lo había brindado. ¿Y Bṛhaspati, el inasequible brahmán de voz de trueno, «nacido de la nube»? El rey Soma, «arrogante por la eminente soberanía que había alcanzado», raptó a su mujer, Tārā, y copuló con ella, engendrando a Budha. Cuando nació el hijo, lo depositó sobre un lecho de hierba muñja. Brahmā entonces preguntó a Tārā (en la cumbre de la vergüenza): «Hija mía, dime, ¿éste es el hijo de Bṛhaspati o de Soma?» Entonces Tārā debió reconocer que era hijo del rey Soma, de otro modo ninguna mujer iba a tener credibilidad en el futuro (pero alguna repercusión del acontecimiento continuó transmitiéndose, de eón en eón). Fue necesaria una guerra feroz entre los Deva y los Asura, los antidioses, para que Soma se persuadiera por fin de que debía restituir Tārā a Bṛhaspati. Dice el Ṛgveda: «Terrible resulta la mujer del brahmán, si es raptada; eso crea desorden en el cielo supremo.» Eso debía bastar para los desprevenidos humanos, que cada tanto se preguntaban por qué y en torno a qué se batieron los Deva y los Asura en el cielo, en sus siempre renovadas batallas. Ahora lo sabrían: por una mujer. Por la mujer más peligrosa: la mujer del primero de los brahmanes.
No había templos ni santuarios ni murallas. Había reyes, pero sin reinos con fronteras establecidas y seguras. Se movían de cuando en cuando en carros con ruedas provistas de rayos. Esas ruedas fueron la gran novedad que aportaron: antes de ellos, en los reinos de Harappa y Mohenjo-Daro se conocían sólo las ruedas compactas, sólidas, lentas. En cuanto se detenían, se cuidaban sobre todo de preparar los fuegos y encenderlos. Tres fuegos, de los cuales uno era circular, otro cuadrado y otro en forma de medialuna. Sabían cocer los ladrillos, pero los usaban sólo para construir el altar que se disponía en el centro de uno de sus ritos. Tenía la forma de un pájaro -un halcón o un águila- con las alas desplegadas. Lo llamaban el «altar del fuego». Pasaban la mayor parte del tiempo en un claro despejado, en leve pendiente, en la que se disponían alrededor del fuego murmurando fórmulas y cantando fragmentos de himnos. Era una forma de vida a la que sólo se llegaba tras un largo adiestramiento. Su mente estaba llena de imágenes. Quizá también por eso se abstenían de tallar o de esculpir las figuras de los dioses. Como si, al estar rodeado por ellos, no sintieran la necesidad de agregar nada.
Cuando los hombres del Veda descendieron al Saptasindhu, en la Tierra de los Siete Ríos, y después a la llanura del Ganges, el terreno estaba en gran parte cubierto de selva. Se abrían camino mediante el fuego, que era un dios: Agni. Dejaron que dibujara una tela de araña de cicatrices. Vivían en aldeas provisionales, en cabañas sobre pilastras, con las paredes de junco y los techos de paja. Seguían a las manadas, avanzando siempre hacia el este. A veces se paraban frente a inmensas masas de agua. Era la época áurea de los ritualistas.
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