Pierre Rectoran - Los piratas vascos
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- Libro:Los piratas vascos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1946
- Índice:4 / 5
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Los piratas vascos: resumen, descripción y anotación
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PIERRE RECTORAN (1880 - 1952). Concejal de Baiona (Lapurdi, Francia) elegido por la lista “Union des Gauches” en las elecciones municipales de 3 de mayo de 1925. Reelegido en las de 5 y 12 de mayo de 1929 por la “Liste Républicaine Radicale et Radicale Socialiste” y por la “Liste d’Union Républicaine” en las de febrero y marzo de 1934.
Autor de «Corsaires basques et bayonnais du XVe au XIXe siècle», Baiona 1946. Colaborador del “Bulletin du Musée Basque” entre 1931 y 1946 con artículos como Les Gramont héroiques, L’Adour dans la traversée de Bayonne y José María Iparraguirre, barde basque.
CAPÍTULO I
UN PUEBLO AMANTE DEL RIESGO
toño, la estación del País Vasco. En la montaña, los helechos se han teñido de rojo, y llenan el paisaje de un ambiente melancólico, lleno de paz y quietud.
El extranjero que sigue el camino junto a estas cañadas, no encuentra otra cosa que inocentes rebaños de ovejas, que huyen a su paso, o alguna yegua llevando campanas amarradas a su cuello para avisar de su presencia a la lejana granja. Tambaleándose, un carro tirado por bueyes, cargado de esos mismos helechos, tan indispensables para los establos durante el invierno, avanza lentamente, precedido de un hombre joven, esbelto, con el espiche puesto de través sobre sus hombros, a modo de apoyo para sujetar sus brazos en cruz.
La imagen de su porte, y la del carro se armonizan con el paisaje, dando al viajero una impresión de calma y serenidad. Esta misma impresión, es la que sentirá si habla con este joven granjero vasco. Sin alzar la voz, sin gestos bruscos, una cierta docilidad (iba a decir una cierta desconfianza), se muestra en su rostro, pero revela en el hijo de esta tierra, en este rústico, una elegancia, una distinción natural, una calma en consonancia con la naturaleza circundante.
EL CONTRABANDO . Desengáñese extranjero, esta calma sólo es aparente. Vuelva sobre la medianoche a este mismo camino. Elija una noche oscura, en la que la montaña es barrida por los vientos, y las lluvias vienen del mar en tempestad. ¿Oye a lo lejos el zumbido sordo, como de un cañonazo ininterrumpido? Es el ruido del mar en furia.
De repente, atravesando la carretera, cortando el camino una tropa de pequeños caballos de pelo erizado, saltan en tromba del terraplén a la calzada. Puede haber unos cincuenta, algunos son tan pequeños que se podrían tomar por caballos de pigmeos. La almohaza no ha tocado nunca su piel, jamás han sido esquilados.
Se dice que su raza es la de los caballos árabes de Abderramán, el califa de Córdoba que osó intentar invadir las tierras de las provincias vascas y fue aplastado en las Navas de Tolosa, por el rey de Navarra y los nobles euskaldunes. El escudo de Navarra lleva las cadenas que rodeaban el campamento del emir, defendido por su guardia negra, y en el centro la esmeralda de su turbante que dejó caer en su huida en 1212.
Pero, ¿quién es entonces ese joven hombre que sigue corriendo a esa manada de caballos al galope? Calza alpargatas, pese al terreno empapado y resbaladizo. Vestido con una larga blusa negra, un pañuelo atado alrededor del cuello, su boina ceñida, blande un makhila, para imprimir más velocidad todavía al paso de sus caballos. Le parecerá, pese a la oscuridad, reconocer en él, aquel mismo joven con el que habló en este mismo camino, y que le pareció tan educado, tan comedido.
No se ha equivocado, sin duda es él.
—Pero entonces, ¿qué hace a estas horas intempestivas?
—¡Schhh!… ¡Misterio!… Contrabando. ¿Ve usted, allí, en lo alto, esa luz que brilla en la noche?… Es, en España una granja muy honesta como todas las granjas vascas, pero tras sus muros, los españoles han reunido los caballos. Son los que el joven vasco ha ido a buscar, sorteando al carabinero español, desafiando la aduana francesa, con astucia, saltando de piedra en piedra a través de vados, tomando solo senderos de cabras, y apartándose de las carreteras demasiado peligrosas, mojado, empapado en sudor y lluvia.
—Pero entonces me dirá usted, ¡no es de fiar!
—¡Un momento! Es un fervoroso católico, creyente y practicante.
—¿Cómo puede ser? Pero, ¿se le paga por desempeñar este oficio?
—Créame, con este dinero no podría llevar una vida desahogada, y por ello está obligado a trabajar la tierra. Como mucho, el beneficio del contrabando le permite satisfacer ciertas fantasías: apuestas a la pelota vasca, pequeños gastos del domingo en el cabaret, seguramente no querría usted desempeñar este oficio por lo que le renta.
—Pero entonces, ¿por qué exponerse de ese modo?
—Qué puedo decir, los vascos tienen un virus en la sangre, el amor al riesgo. No tiene remedio, es atávico.
LA PELOTA VASCA . ¿Ha asistido usted alguna vez, en un día de mercado, a una partida de pelota vasca en un «trinquet». Todavía se canta, en el País Vasco a una de estas partidas, que tuvo lugar en Irún (Guipúzcoa), en 1846. La muchedumbre desde el día anterior, campaba en torno a la plaza de la pelota. Algunos queriendo apostar, pero sin tener liquidez habían llevado su ganado, bueyes, caballos, rebaños de ovejas para apostarlos. Otros apostaron sus cosechas. Uno de los jugadores, llamado Kaskoina, era especialmente temido por el clan español. Como jugaba, pies descalzos, se dejaron clavos sobre la plaza para herirle; no sirvió de nada, de hecho, Kaskoina y su grupo ganaron la partida. Pero las pérdidas de los españoles eran tan elevadas que los vencedores franceses pasaron de prisa la frontera, temiendo represalias.
LAS REGATAS DE TRAINERAS . Imágenes de antaño, las que ante nuestros ojos nos ofrecen las regatas de traineras en La Concha de San Sebastián… ¡Evocando recuerdos perdidos!
Regresamos a aquel tiempo en el que los pescadores, confiados a la sola fuerza de sus brazos, se alejaban del puerto millas y millas sobre el mar, hasta perder de vista la costa, persiguiendo afanosamente bancos de sardinas y atunes. De la potencia de sus músculos, de la solidez de su corazón dependía totalmente la pesca, que le permitiría encontrar en el mercado con que comprar un mendrugo de pan para él y los suyos. Sólo de su robustez y de su fuerza dependía su vida cuando avistaba en el horizonte la oscuridad de una tempestad en furia. Empezaba entonces una competición de rapidez entre el marino y el huracán, carrera desenfrenada, tras la cual entraba al fin en puerto, exhausto pero vivo.
Innumerables, han sido vencidos en esta carrera mortal.
No hay que extrañarse del modo en que los pescadores de la costa se enorgullecían de poseer esas cualidades de fuerza y resistencia, que les permitían, domar el mar y liberarse de sus cóleras. Era objetivo principal de los jóvenes adquirirlas, y de los veteranos conservarlas.
En estas continuas regatas que formaban parte de la vida de los pescadores, los equipos rivalizaban continuamente entre ellos: ¿cuál era el equipo de los mejores remeros? ¿Cuál era la barca que se comportaba mejor sobre el agua? Y el amor propio, noble y estimulante se propagaba entre equipos, flotillas, familias, entre pueblos y ciudades enteras.
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