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Stuart Robertson - La vida de los piratas

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Stuart Robertson La vida de los piratas
  • Libro:
    La vida de los piratas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2008
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La vida de los piratas: resumen, descripción y anotación

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INTRODUCCIÓN

Nada hay más desesperadamente monótono que el mar y ahora ya no me asombra la crueldad de los piratas.

James Russell Lowell (1819-1891)

Poeta y diplomático estadounidense

A unque la mayoría de los seres humanos maneja sus negocios dentro de la legalidad, siempre habrá miembros de la sociedad que tomen un camino distinto; por ello, desde que el hombre utiliza barcos para transportar a personas y mercancías por mar, existe la piratería como actividad que acosa y perjudica la vida marítima. Cuentan los piratas con una prolongada y vergonzosa historia general cuyos primeros testimonios se remontan a hace casi cinco mil años. Las sociedades y sus miembros han padecido las consecuencias de la piratería a lo largo de los tiempos, mientras otros obtenían provecho de ella; en algunos casos, de forma espectacular. La piratería, en su forma más simple, consiste en el robo y el saqueo en alta mar. Quienes cometen este acto delictivo han recibido diferentes nombres a lo largo de los siglos: pechelingue, filibustero, raquero, corsario, bucanero, pirata. Todos estos conceptos se distinguen entre sí por sutilezas que, sin embargo, resultan inapreciables para el marinero privado de su barco y degollado.

Ha habido épocas en que la piratería ha adquirido cierto tinte de legitimidad, cuando piratas y gobiernos se aliaban a la par contra un enemigo común y se lanzaban en pos de un beneficio que colmase sus metas egoístas. Filipo II de Macedonia utilizó los medios de la piratería para armar una flota propia en la antigua Grecia. Los romanos invirtieron mucho tiempo y recursos en combatir a las tribus de piratas de las zonas fronterizas del imperio. Los ataques vikingos sobre Europa, durante la Edad Oscura, dieron lugar a la formación de nuevas comunidades que evolucionaron hasta convertirse en prósperos sistemas de gobierno. La piratería, como tantos otros actos de violencia sangrienta similares, también se ha utilizado incluso en nombre de la religión. Corsarios de origen cristiano y musulmán atravesaron el Mediterráneo en pos del botín durante la época de las Cruzadas y hasta los primeros años del siglo XIX, desde sus bases en la Berbería de África del Norte, Malta, Venecia, Corfú y otros muchos enclaves históricos de la red marítima mediterránea. Pero a lo largo de casi toda su historia, la piratería ha sido condenada como un acto despreciable a los ojos de Dios y de las leyes en vigor en cada tiempo.

Los propios piratas —con frecuencia hombres jóvenes y audaces, nacidos para vivir en el mar y ansiosos de obtener allí sus beneficios a expensas de otros— ocupan un lugar especial en nuestra imaginación. Son, en efecto, criaturas tremendamente fascinantes. Sin duda fueron delincuentes brutales y violentos, egoístas sin escrúpulos y en decadencia moral; ello no obstante, para el ojo moderno no carecen de rasgos que los redimen. En algunos momentos hacían alarde de un gran valor físico, de lealtad, de cierto espíritu emprendedor y de un encomiable sentido del igualitarismo, muy avanzado para su época. Algunos comentaristas coetáneos algo burlones los describieron, si no como parangones de la virtud, sí en términos no inferiores a los aplicados a los nobles tocados con peluca: hombres corruptibles que manejaban en su propio beneficio los imperios comerciales y los despachos de la Corona. En comparación, un bucanero con empuje, que asumía los riesgos de luchar para obtener su parte del botín, parecía casi un héroe.

La audacia de los bucaneros en el ataque, la paciencia con la que soportan todo tipo de esfuerzos y penalidades, su perseverancia aun frente a los más terribles reveses y su valor indómito suscitan nuestra admiración; podríamos llamarlos héroes, si la virtud no fuese indispensable para el auténtico heroísmo.

Los piratas sabían cómo vivir: al día. Un pirata despilfarraba alegremente la parte que le correspondía de los pequeños botines, bebiendo y jugando sin medida; cantaba y juraba profusamente; asumía riesgos personales y se burlaba de la sociedad convencional. Atrae al rebelde que hay en nosotros, a nuestro deseo latente de saltarnos los nimios obstáculos de la vida cotidiana y practicar el carpe diem —casi a la letra, apresando el día— en nuestro provecho y sin inquietarnos por las consecuencias. Los piratas se divertían de un modo desconcertante y singularísimo. Un pirata que había desembarcado en Tortuga contaba:

Mi propio capitán tenía por costumbre comprar un tonel de vino y lo dejaba en medio de la calle, con la tapa hundida, y se quedaba bloqueando el paso. Todo transeúnte que pasaba por allí tenía que beber con él, o lo hubiera matado de un tiro con la pistola que llevaba en la mano. En una ocasión, compró un tonel de mantequilla e iba lanzando el contenido a todo aquel que se aproximaba, embadurnándoles las ropas o la cabeza, según los alcanzara.

Sin embargo, el panorama siempre ha aparecido algo confuso y borroso. Tal como señaló un observador del siglo XIX a propósito del cruel bucanero holandés —de infausta memoria— Roque el Brasiliano: «Pese a lo atractivo de la profesión de pirata, no deberíamos olvidar que existe un lado sórdido y que en modo alguno se trataba solamente de ron y reales de a ocho. Y para una naturaleza magnánima, no puede sino haber algo repugnante en asar a los hombres porque no te muestran dónde robar cerdos».

¿Cómo veían a los piratas sus contemporáneos? Aparecían retratados de forma muy vistosa e imponente en opúsculos, historias de prensa y relatos publicados de primera mano; eran hombres que tenían dominados en parte a sus coetáneos. Las noticias sobre robos infames en el mar —violaciones y pillajes, chantajes, traiciones, crueldad, asesinatos, piromanía— y no menos las de sus caídas en desgracia y luego su muerte en el cadalso, cautivaban las imaginaciones de los siglos XVII y XVIII igual que atrapan las de los aficionados al cine actual. Pero los piratas no se convirtieron en fascinantes personajes románticos hasta finales del siglo XIX; en épocas anteriores fueron muy, muy reales, muy peligrosos y ciertamente aborrecidos como delincuentes comunes. Eran, sin duda alguna, hombres que temer y odiar, deshonrosos y merecedores de la pena capital.

Cuando a mediados del siglo XIX desaparecieron de los mares los últimos representantes de esta raza, la imaginación artística pudo recrear la idea del pirata inspirándose solo parcialmente en los acontecimientos verídicos de los que se había dado fe por escrito hacía un siglo o dos. En consecuencia, han sido muchos los mitos atribuidos a los piratas, que no hay modo de despegar, como caracolillos adheridos al casco de una nave. Podemos seguir la pista de casi todos ellos y llegar hasta su origen: la ficción literaria de finales del siglo XIX y principios del XX. La estampa de los raqueros que asaltan gigantescos galeones españoles como repetición del enfrentamiento de David y Goliat —aquí, el austero valor de los protestantes frente al decadente poder católico, respaldado por las instituciones—; los arcones llenos hasta rebosar de doblones de oro y reales de a ocho; los paseos por la tabla… Todos estos recursos nacen de la imaginación de los escritores.

Los piratas no tenían tiempo de obligar a sus cautivos a pasear por ninguna tabla. Saltaban a bordo y desplegaban una violencia extrema contra cualquier tripulación que no se sometiera nada más ver la bandera pirata, rajando a sus marinos y lanzando los cuerpos por la borda. Y lamentablemente para los asaltantes, el botín habitual no solía ser importante —esto es, barcos cargadísimos de tesoros que, con suerte, podían llegar a encontrar una vez a lo largo de toda su carrera—, sino mercantes menores, embarcaciones costeras tripuladas por menos de veinte hombres y armadas con un puñado de cañones de pequeño calibre. El saqueo típico, por tanto, no era el de las grandes riquezas de las Indias, sino sobre todo el avituallamiento común, junto con unos pocos barriles de mercancías, quizá algo de tabaco, arroz, algodón y cualquier otro elemento útil que pudieran encontrar en un barco, como por ejemplo anclas y velas.

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