Daniel Ichbiah - Las cuatro vidas de Steve Jobs
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- Libro:Las cuatro vidas de Steve Jobs
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2011
- Índice:4 / 5
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Las cuatro vidas de Steve Jobs: resumen, descripción y anotación
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Las cuatro vidas de Steve Jobs — leer online gratis el libro completo
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No existe un Steve Jobs, sino que debemos hablar de cuatro Jobs (el joven indeciso que no sabe qué hacer con su vida, el fundador de Apple, el hijo pródigo propietario de Pixar y su regreso triunfal a la marca de la manzana con el lanzamiento del iPod, el iPhone y el iPad).
En todas sus vidas el éxito ha sido el denominador común, un éxito alcanzado gracias a un talento desmesurado, un carisma arrollador y una dedicación absoluta a la persecución de sus objetivos. Sin duda una obra de referencia sobre uno de los grandes genios de nuestra época.
Daniel Ichbiah
ePub r1.0
Titivillus 16.12.15
Título original: Las cuatro vidas de Steve Jobs
Daniel Ichbiah, 2011
Traducción: María López Medel
Diseño de cubierta: Irene Lorenzo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
DANIEL ICHBIAH es un escritor y periodista francés, autor de varios libros sobre temas musicales y técnicos.
Su biografía de Bill Gates ha sido publicada en 15 países. También ha escrito un gran libro sobre robots, que apareció en los EE.UU. y Alemania, así como en Francia. Es autor de biografías de Madonna, los Rolling Stones, los Beatles, Coldplay y varios artistas franceses.
«Pasé de la miseria a la opulencia en el tormento de la noche En la violencia de un sueño de verano, el escalofrío de una luz invernal En el baile amargo de la soledad que se desintegra en el espacio En el espejo roto de la inocencia de cada rostro olvidado».
Steve Jobs seguramente se reconocía en estos versos de Bob Dylan, un poeta al que admiraba y con quien compartía una característica poco común. Dylan es (y lo ha sido a lo largo de toda su carrera) capaz de entrar en un estudio de grabación por la mañana, con pocas horas de sueño y achacoso, sentarse ante el micrófono, cantar de un tirón y dejar que los técnicos de sonido se las apañen como puedan con su arte en estado puro, carente de compromisos y con una fuerza que no necesita de añadidos.
Como Dylan, Jobs nunca necesitó dejarse querer. Auténtico hasta la médula, nunca rindió cuentas a nadie. Al contrario, siempre se expresó tal y como era, diciendo lo que quería como quería, en una actitud que en ocasiones le salió cara.
Su primera vida fue accidentada y conmovedora, en una búsqueda a la vez idealista y atormentada del camino a seguir. Una juventud en la que sentía que no encajaba, como tantos otros jóvenes de su época. Eran los vibrantes años sesenta y el mundo bailaba al ritmo de una fabulosa banda sonora interpretada por Bob Dylan, The Beatles y The Doors mientras aparecían movimientos contraculturales, los hippies, la experimentación de todo tipo… Jobs no se comportó como mero espectador, pero tampoco se dejó llevar y mantuvo intactas sus ambiciones.
De hecho, saboreó su propio paraíso artificial en los libros. La electrónica se convirtió en su única droga, y con una obsesión digna de los creadores de Pinocho o Frankenstein, se embarcó en la paciente elaboración de una máquina que cobrase vida propia. El destino se confabuló para ayudarle y le regaló que junto a la casa de su infancia creciese un émulo de Da Vinci, un proyecto de beatnik barbudo llamado Steve Wozniak, cuya genialidad será determinante más adelante. En la universidad, se rindió ante una nueva pasión no menos sensual y exclusiva: la búsqueda de la iluminación espiritual. Jobs recorrió las carreteras de la India con Dan Kottke, otro estudiante como él, y juntos asistieron anonadados a la procesión de decenas de miles de hombres desnudos, que venidos de las altas montañas llegan para lavar su alma en las aguas del Ganges.
En 1977 experimentó una metamorfosis asombrosa. Encontrar su camino le ayudó a liberar una energía inesperada. Trabajó duro para crear Apple, lanzar el Apple II y, más tarde el Macintosh. Comenzó su segunda vida, cuyo ascenso caótico le llevaría hasta el mismo firmamento donde, de tanto acercarse al sol, terminó quemándose las alas. Todo sucedía quizá demasiado deprisa. Junto a Wozniak, su amigo de la infancia y paladín absoluto de la tecnología, fabricó su primer ordenador y juntos se pusieron a trabajar en su primera obra maestra, el Apple II.
Seguía sin hacer concesiones. Aquel chico de aspecto hippy, algo que siempre asumió sin vergüenza, era capaz de arrastrar a financieros trajeados y conseguir que pusiesen dinero pese a la aprensión inicial provocada por su forma de vestir. El Apple II les convirtió en ricos y famosos. A los 25 años es el millonario más joven de EE.UU. Conoció la gloria, las ovaciones y las peleas de los medios por hacerse con unas declaraciones suyas. Y sobre todo, disfrutó del momento. Hasta que surgió una nueva búsqueda que capturó su alma.
Durante una visita a los laboratorios de investigación de Xerox, vió la luz y, en una fracción de segundo, imaginó un futuro en el que arte e informática convivían y se reforzaban mutuamente: el ordenador desde la perspectiva de la estética. Su nuevo objetivo tuvo dimensiones globales: ¡el Macintosh cambiaría el mundo! Ni más ni menos.
A pesar de ello, Jobs no se conformó con aspirar a la belleza sino que maduró una perfección digna de Miguel Ángel. No se trataba de un deseo superficial, su idea tenía que aplicarse con perfección, no con intolerables aproximaciones. Sus ingenieros ponían el grito en el cielo ante sus pretensiones, como cuando, en 1977, pidió que los circuitos de la placa base del Apple II tuviesen una distribución rectilínea, sin importarle la increíble dificultad que aquello entrañaba y convencido de que la Capilla Sixtina no se podía levantar en un motel. La perfección estaba presente hasta en el más mínimo detalle.
Para crear el Macintosh, Jobs se rodeó de un equipo de personajes únicos que llegaron hasta allí a través de implacables procesos de selección. Un año y medio antes, durante una conferencia en el Instituto Smithsonian, explicó que «es doloroso no poder contar con los mejores del mundo y mi trabajo consiste precisamente en eso, en deshacerme de quienes no están a la altura».
La bandera pirata ondeaba en la guarida de los artistas del equipo Macintosh, una banda de marginales sublimes que intentaba prolongar artificialmente la fiesta del flower power de los 60. Juntos trabajaban de forma separada del resto de Apple: lo suyo es la revolución.
La epopeya de Macintosh se desarrolla en condiciones homéricas. Ignoraban la opinión mayoritaria, sorteando obstáculos que otros estimaban insuperables. Más que un proyecto tecnológico, aquellas peripecias parecían las aventuras vividas por Francis Ford Coppola durante el rodaje de Apocalypse now. Sin embargo, resultaba casi imposible imaginar a Andy Hertzfeld o Randy Wigginton, dos de esos rebeldes por naturaleza, dar lo mejor de sí en cualquier otra circunstancia.
Hertzfeld, impulsado por las demandas de sus compañeros de equipo, desarrolló la interfaz del Macintosh sin escatimar horas ni creatividad y aceptando de buen grado las novatadas periódicas del capitán de aquella extraña nave.
Soberbio e impetuoso, Jobs actuaba a su antojo e intervenía hasta en los mínimos detalles de su
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