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E. A. Dal Maschio - San Agustín

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E. A. Dal Maschio San Agustín
  • Libro:
    San Agustín
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2015
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San Agustín: resumen, descripción y anotación

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Nisi credideritis, non intelligetis

«Si no creéis, no comprenderéis.» Esta sentencia, resultado de la traducción libre de un versículo del libro de Isaías (que en su interpretación alternativa reza nisi credideritis, non permanebetis, «si no creéis, no subsistiréis»), sintetiza el espíritu que impregna todo el pensamiento cristiano durante la Edad Media. Y, a efectos de este libro, constituye también el presupuesto sobre el que se articula la reflexión de san Agustín, el obispo de Hipona que se convertiría junto a Pablo en una de las dos personalidades más determinantes en la evolución del cristianismo en sus orígenes (e non solo). Nacido en la provincia romana de Numidia en las postrimerías del imperio, san Agustín representa una figura peculiar en la historia de las ideas, tanto por el alcance y las repercusiones que acabó por tener su pensamiento, como por las condiciones en las que este se desarrolló. Desde su remota diócesis norteafricana, alejado por lo tanto de los grandes hervideros culturales de la época, este antiguo profesor de retórica y seguidor del maniqueísmo alumbró, tras su conversión al cristianismo, una monumental producción teológica y doctrinal con la que se sentaron las bases de algunos de los esquemas conceptuales que han moldeado decisivamente la cultura occidental hasta nuestros días. Sin embargo, las potencialidades y limitaciones de dicha obra solo pueden ser cabalmente ponderadas si no se pierde de vista la máxima con la que abríamos este capítulo, y que el mismo san Agustín recogió en numerosos escritos. Así pues, resulta necesario detenernos brevemente en ella para poder enfrentarnos en condiciones al pensamiento del obispo.

Lo primero que nos llama la atención de la sentencia es que parece invertir el orden que solemos considerar normal en la secuencia del razonamiento: a partir de los diversos argumentos, datos y evidencias disponibles, ponemos en juego nuestra razón para extraer una conclusión u otra a la luz de aquellos. Aquí no, aquí primero viene la verdad y después su comprensión intelectual. Este proceder, al que desde el ámbito de la argumentación racional acusaríamos de ilegitimidad, resulta en cierto sentido lógico si tomamos la perspectiva del creyente (y no cabe duda de que san Agustín lo fue). Unos y otros, creyentes y no creyentes, coincidiremos en que conocer significa alcanzar la verdad, y en que afirmar lo falso significa incurrir en el error, en la ignorancia. Hasta aquí estaríamos todos de acuerdo. La diferencia sustancial radica en que para el creyente ya estamos en posesión de la verdad (nos ha sido revelada en las Escrituras), por lo que el papel de la razón no puede ser el de descubrirla (¡y mucho menos refutarla!). En pocas palabras, para el cristianismo la argumentación racional no es un camino hacia la verdad, sino desde ella. Erraríamos el tiro si buscáramos en las reflexiones agustinianas (o en toda la filosofía cristiana medieval, con sus abundantes «demostraciones» de la existencia de Dios) una secuencia de argumentos de la que se deduzcan racionalmente sus conclusiones, como sucede en una demostración lógica o matemática. El objetivo no es demostrar la verdad, que es incuestionable, sino iluminarla, mostrar también la racionalidad de la misma. Tal es el sentido auténtico del nisi credideritis, non intelligetis. En consecuencia, el pensamiento de san Agustín puede parecernos una enorme petitio principii en el que las respuestas ya están dadas de antemano, como si jugáramos una partida con las cartas marcadas. Tal impresión estaría sin duda sobradamente fundada. Lo importante es que no olvidemos que es el resultado de una decisión deliberada y que, desde su perspectiva, no podía haber sido de otra manera.

¿Qué sentido tiene, entonces, incluir a san Agustín en una historia de la filosofía? O, dicho de otra manera, ¿fue san Agustín un filósofo? No es fácil dar una respuesta unívoca a estas cuestiones, pero tanto la una como la otra nos remiten a la cuestión de qué es la filosofía (o qué entendemos por ella), cuáles son sus criterios de demarcación. Sin pretender formular una definición completa y definitiva de la disciplina (algo que supera con mucho el propósito de este libro y el espacio disponible), el dirigir la mirada hacia su historia puede proporcionarnos pistas acerca de algunos de sus constitutivos esenciales. Es ya una convención ubicar el nacimiento de la filosofía en las costas de Jonia durante el siglo VI a. C. Lo que distingue a los Tales, Anaximandros y Anaxímenes varios y convierte su pensamiento en un hito en la historia de la humanidad es que por primera vez el hombre se enfrenta a la comprensión de la realidad con el único auxilio de la razón, renunciando a apelar a la autoridad de la tradición o a explicaciones míticas y sobrenaturales. Si esto es así, uno de los aspectos definitorios que distinguiría a la actividad filosófica es la búsqueda de la verdad a partir de la argumentación racional. Parece que estamos en las antípodas del nisi credideritis, non intelligetis. ¿Cómo es posible explicar, en tal caso, la vieja costumbre no ya de incluir al bueno de san Agustín en la historia de la filosofía, sino de considerarlo incluso una de sus figuras más destacadas? Paradójicamente, a pesar de que la condición de filósofo de san Agustín se nos antoje discutible, existen dos buenas razones para justificar su posición privilegiada en la historia de la disciplina.

Si ampliamos un poco nuestro radio de acción, y pasamos de la historia de la filosofía a la historia del pensamiento, desaparecen de inmediato todas las reservas a incluir en ella la obra de san Agustín. Para el eminente teólogo suizo Hans Küng, poco o nada sospechoso de dogmatismo, «entre Pablo y Lutero no se dio en la historia de la cristiandad una figura que ejerciera, sobre la teología y sobre la iglesia, una influencia mayor que la de san Agustín». Como veremos en las siguientes páginas, en su obra encontramos el origen y las claves para entender la configuración del cristianismo occidental y de la Iglesia hasta nuestros días, desde la adopción del platonismo como marco filosófico «oficial», hasta la comprensión de la gracia o la actitud hacia la sexualidad humana. Y resultaría difícil minimizar el rol desempeñando por el cristianismo a lo largo de los siglos en el moldeamiento y la orientación de toda la tradición filosófica y cultural de Occidente. Así pues y por la mera aplicación del principio de transitividad, si san Agustín ha sido determinante en la historia del cristianismo, y el cristianismo ha sido determinante en la historia del pensamiento (como hecho objetivo, independientemente de lo que de él se piense), san Agustín ha sido determinante en la historia del pensamiento.

Sin duda habrá alguien a quien la importancia histórica de unas doctrinas le parezca un motivo poco relevante para su inclusión en la historia del pensamiento. Durante siglos se recurrió a la violencia para suprimir la disensión de herejes y no creyentes (algo de lo que, por cierto, san Agustín fue el primer teórico), pero no por eso consideramos la represión como una gran contribución al debate de las ideas. El éxito terrenal de una concepción poco o nada tiene que decirnos sobre sus méritos intelectuales. Pero es que también desde una perspectiva no histórica puede justificarse el protagonismo filosófico del obispo de Hipona. Si bien es cierto que en su obra las respuestas vienen dadas de antemano, no es menos cierto que, en su elucidación racional, san Agustín alumbra categorías y conceptos de indudable profundidad filosófica. Baste mencionar a este respecto el análisis de la voluntad y de su centralidad en el proceso de decisión moral, un aspecto obviado hasta entonces por el ingenuo intelectualismo ético característico de la filosofía antigua.

Con lo dicho hasta aquí, esperamos haber justificado la inclusión de san Agustín en la historia de la filosofía, porque será precisamente desde esta desde donde nos acercaremos a su reflexión, condicionando así la selección y el enfoque de los temas tratados. De entre la ingente producción agustiniana, concentraremos nuestra atención en los aspectos que tienen vigencia y relevancia para el pensamiento, sin más adjetivos. Es decir, en aquellas cuestiones en las que el Padre de la Iglesia tiene algo que decir al lector en tanto que ser humano, con independencia de su posición confesional (católico, ortodoxo, musulmán, agnóstico o ateo). Con eso se explica que cuestiones como la de la comprensión de la naturaleza trinitaria de Dios, de enorme centralidad en la obra del obispo y en la historia de la doctrina cristiana, no tengan espacio en este libro, pues poco o nada aportan al lector no cristiano. En definitiva, quien busque una lectura apologética o doctrinal de su obra no la encontrará aquí.

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