Platón, el primer gran filósofo
Si se pidiera a los especialistas en filosofía que realizaran una lista con los cinco filósofos más importantes de toda la historia, no hay duda de que el nombre de Platón aparecería de forma casi unánime en todas ellas. De igual manera, aunque con menor relumbrón intelectual, si saliéramos a la calle y le pidiéramos a los transeúntes el nombre de un filósofo, la inmensa mayoría de ellos nos darían el de Platón. Sea cual sea el valor de una votación democrática en la esfera del pensamiento (una idea que a nuestro protagonista simple y llanamente le horrorizaría), lo que está claro es que por una razón u otra Platón es uno de los grandes, grandísimos nombres en la historia de la filosofía. Para entendernos, algo parecido a lo que representan Di Stéfano, Pelé, Cruyff o Maradona en la historia del fútbol: indiscutibles.
Y es que independientemente de la opinión que a cada cual le merezca su pensamiento, lo que no se puede negar es que Platón es cuando menos el primer gran filósofo o, por decirlo de otra manera parecida pero no igual, el pensador con el que se da el pistoletazo de salida a la Filosofía con mayúsculas. Con respecto a la anterior filosofía presocrática, cuya atención se concentra fundamentalmente en la explicación del mundo exterior y del cosmos, en sus diálogos Platón ensancha el ámbito de la filosofía, delimitando lo que desde entonces serán las cuestiones principales de la disciplina: ontología, epistemología, estética, filosofía política y moral… Y, al hacerlo, formula explícitamente o anticipa las categorías esenciales del pensar filosófico.
Tanto es así que el filósofo inglés Alfred North Whitehead llegó a afirmar que «la manera más segura de describir el conjunto de la tradición filosófica europea es presentarla como una serie de acotaciones a Platón» (Proceso y realidad) o, más recientemente, el furibundo antiplatónico Michel Onfray, para quien «la escritura de la historia de la filosofía es platónica. Ampliemos el marco: la historiografía dominante en el Occidente liberal es platónica» (Las sabidurías de La antigüedad - Contrahistoria de la filosofía).
Para bien o para mal, no se puede entender la historia del pensamiento sin conocer a Platón.
Vida, obra y contexto
El contexto histórico que le tocó vivir a Platón (y que de muy diversas maneras influyó en su pensamiento) se corresponde con el inicio de la decadencia de la hegemonía griega en el Mediterráneo oriental, pues el nacimiento del filósofo coincidió aproximadamente con la muerte de Pericles (artífice e icono del esplendor ateniense en el siglo V a.C.) y su muerte se produjo pocos años antes de la conquista de las polis griegas por un bárbaro reino del norte: Macedonia. En los ochenta años que separan ambos extremos de su vida, la civilización griega asistió a la crisis de la hasta entonces todopoderosa Atenas, a la posterior supremacía espartana, resultado de su victoria en la guerra del Peloponeso, y a la sustitución de esta última en beneficio de la hegemonía tebana, que derrotó a Esparta en la batalla de Leuctra (371 a.C.).
Si en la esfera política los años en los que discurre la vida de Platón representan el inicio de la decadencia de la polis, en el plano cultural coinciden con un período de inusual esplendor en el que la humanidad alcanzará cotas de desarrollo artístico y filosófico que no encontrarán equivalente en cientos de años: la edad clásica.
Vida de Aristocles
Aunque a primera vista pudiera parecerlo, no se ha colado ningún error en el título de este apartado, pues según algunas fuentes antiguas Platón no era Platón, Platón era Aristocles. Este último sería su nombre real (podríamos decir «de bautismo», si la expresión no resultara particularmente anacrónica) y el primero, el apodo con el que se le conoció y ha pasado a la historia. Diógenes Laercio, en su entretenida y pintoresca Vida y opiniones de los filósofos ilustres nos proporciona hasta tres posibles orígenes para el mismo: según la versión más «acreditada», el calificativo provendría de platos, «amplio», debido a la robusta constitución del filósofo en su juventud, aunque según otras versiones podría deberse a la amplitud de su estilo o a la de su frente. En cualquier caso, no dejaría de ser una ironía del destino que el filósofo que tanto insistió en la diferencia entre «apariencia» y «realidad» acabara pasando a la historia con un nombre aparente y no real.
Sea como fuere, Platón o Aristocles nació en Atenas (o en Egina, según Diógenes Laercio) el 7 del mes Thargelión (mayo) de 428-427 a.C., en el mismo día en el que según los delios había nacido Apolo, con la salvedad de las más bien escasas simpatías democráticas en el caso del ateniense.
Los primeros veinte años del joven Platón se desarrollaron conforme a lo que cabía esperar de un joven aristócrata griego de la época: deporte y preparación gimnástica, música y poesía, y los primeros pasos en el ámbito al que parecía estar necesariamente predestinado alguien con unos orígenes familiares como los suyos: la política. Sin embargo, en la década que va entre los veinte y los treinta años se sucederán una serie de acontecimientos que cambiarán para siempre la vida del futuro filósofo, pues dejan una huella indeleble en su carácter y en su pensamiento. El primero de ellos es la desilusión con la política. El nacimiento del filósofo coincidió con la muerte de Pericles (429 a.C.), por lo que al joven Platón le tocó asistir a la decadencia de la antaño luminosa democracia ateniense, ahora en manos de demagogos como Cleón o Hipérbolo o de personajes poco edificantes como Alcibiades (de quien se cuenta que cortó el rabo a su perro en público y, cuando le preguntaron el porqué de esa acción tan reprobable, respondió con el argumento de que mientras el pueblo hablaba de su perro no criticaba su gestión). De aquellos polvos vendrían estos lodos, y los lodos no fueron otros que la derrota ateniense en la guerra del Peloponeso, punto y final a la hegemonía de la ciudad del Ática, y la instauración del régimen oligárquico filoespartano de los Treinta Tiranos, responsable a su vez de todo tipo de desmanes y arbitrariedades. Por si las bajezas y muestras de incompetencia no hubieran sido suficientes, la reinstauración de la democracia desembocó en uno de los peores crímenes posibles a ojos de Platón: la sentencia a muerte de Sócrates, el sabio, el maestro, el faro que había iluminado y cambiado el rumbo de su vida. Con ello se daba el golpe de gracia a la confianza del filósofo en las formas políticas al uso en la polis.
Tras la muerte de Sócrates (399 a.C.), Platón abandonó Atenas para emprender una serie de viajes que constituían el currículum básico de todo sabio que se preciase. Se refugió primero en Megara, donde fue acogido durante tres años por el filósofo Euclides (no confundir con el famoso matemático autor de los Elementos), y más tarde se dirigió a Cirene (en la costa de la actual Libia), al sur de Italia (centro de actividad de los pitagóricos) y a Egipto (célebre por sus ancestrales conocimientos astronómicos y matemáticos). Ya con cuarenta años, emprendió el primero de sus tres viajes a Sicilia, según Diógenes Laercio movido por simples intereses turísticos (para conocer sus volcanes y en particular el Etna, el lugar en el que supuestamente se había suicidado Empédocles), aunque lo más probable es que quisiera establecer contacto con los pitagóricos de la isla.
Una vez allí, fue invitado a la corte siracusana del tirano Dionisio I, donde trabó amistad con Dión, cuñado del tirano. Sin embargo, las relaciones entre Platón, adusto y poco dado al jolgorio, y el tirano resultaron cuando menos tensas. Platón acabó entre hastiado y escandalizado con los continuos excesos de la corte siracusana («A mi llegada vi, aunque con disgusto, la vida que allí se pasa, y que llaman dichosa: sus perpetuos festines sicilianos y siracusanos, aquellas dos comidas diarias, aquellas noches nunca pasadas en la soledad»), se despidieron afectuosamente con las siguientes palabras: