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Jürgen Osterhammel - La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX

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Jürgen Osterhammel La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX
  • Libro:
    La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX
  • Autor:
  • Editor:
    Crítica
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  • Año:
    2015
  • Ciudad:
    Barcelona
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La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX: resumen, descripción y anotación

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Retrata la historia global de la época en la que se produjo la transformación del mundo: el siglo xix. Una historia global de la época que vio nacer el mundo en que vivimos: un largo siglo xix que comienza en 1760 y concluye hacia 1920. Todo lo que importa conocer, en una visión que abarca el mundo entero, está en estas páginas, que se despliegan en una doble secuencia de «panoramas» (con el análisis de ocho esferas de la realidad, como niveles de vida, ciudades, fronteras, imperios y naciones o el estado) y de «temas», que abarcan desde la energía y la industria hasta la religión. Esto le permite a Osterhammel tratar las grandes cuestiones con una perspectiva de historia total, hablándonos de las migraciones, el retroceso del nomadismo, el colonialismo, la diplomacia y la guerra, las revoluciones, el oro y las finanzas, la alfabetización y la escuela…El reconocimiento que ha recibido es universal. Fritz Stern asegura que es «la obra más importante de historia aparecida desde el final de la guerra fría»; Jürgen Kocka que «es uno de los libros de historia más importantes de las últimas décadas»; Sir David Cannadine que «eleva a un nuevo nivel el estudio de la historia mundial» y Jonathan Sperber afirma que Orsterhammel es «el Fernand Braudel del siglo xix».

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Capítulo 10
REVOLUCIONES

De Filadelfia a San Petersburgo pasando por Nankín

1. R EVOLUCIONES : ¿ DESDE ARRIBA , DESDE ABAJO , DESDE DÓNDE MÁS ?

Conceptos filosóficos y estructurales de «revolución»

Más que en ninguna otra época, en el siglo XIX , la política fue revolucionaria: una política en la que no se defendían «derechos antiguos», sino que se miraba hacia el futuro y se elevaban los intereses particulares (por ejemplo, de una «clase» concreta o una coalición de clases) a intereses de toda una nación e incluso de la humanidad. En Europa, la «revolución» se convirtió en una idea central del pensamiento político y la vara de medir que separó por primera vez la «izquierda» de la «derecha». Todo el siglo XIX largo fue una era de revoluciones. Resulta de lo más evidente si nos fijamos en el mapa político. Entre 1783 (cuando emergió en Norteamérica la mayor república del mundo) y la crisis casi universal del final de la primera guerra mundial desaparecieron del mapa histórico algunas de las organizaciones estatales más antiguas y poderosas del mundo: los estados coloniales español y británico de América (al menos, al sur del Canadá), el Antiguo Régimen de la dinastía borbónica en Francia, las monarquías de China, Persia, el imperio otomano, el imperio zarista, Austria-Hungría y Alemania. Hubo acontecimientos de consecuencias revolucionarias desde 1865, en los estados sureños de Estados Unidos, y desde 1868, en Japón, y en general allí donde el poder colonial derrocó a las élites locales y estableció un «gobierno directo». En todos estos casos, no se dio el simple cambio del personal estatal en el seno de una estructura institucional perdurable, sino que surgieron nuevos órdenes con nuevas bases de legitimación. Quedó vetado el retorno al mundo anterior a estas refundaciones: en ningún lugar se restauraron las condiciones prerrevolucionarias.

El nacimiento de Estados Unidos, en 1783, fue la fundación más temprana de un estado de nuevo tipo. Los disturbios revolucionarios que llevaron a este resultado se habían iniciado ya a mediados de la década de 1760. Y con ellos, en lo esencial, también se inicia la «era de la revolución». Pero ¿una era de revolución o de revoluciones? Las dos denominaciones tienen su razón de ser. Desde el punto de vista de la filosofía de la historia, se prefiere el singular; desde una perspectiva estructural, el plural. Los que iniciaron y vivieron las revoluciones en Norteamérica y Francia veían sobre todo la singularidad de lo nuevo. Para ellos, lo que ocurrió en 1776 en Filadelfia y en 1789 en París carecía de precedentes en toda la historia de la humanidad. Cuando las trece colonias proclamaron su independencia de la corona británica y en Francia se formó espontáneamente una asamblea nacional que dotó al país de una constitución, la historia pareció pasar a un nuevo estado de agregación. Las anteriores convulsiones violentas solo habían redundado en la modificación exterior de las condiciones ya existentes, pero los revolucionarios estadounidenses y franceses hicieron saltar por los aires el horizonte del tiempo, abrieron una vía de progreso lineal, fundaron la primera convivencia social basada en el principio formal de la igualdad e hicieron que los responsables políticos rindieran cuentas (de forma regulada y privados de la tradición y el carisma) frente a una comunidad de ciudadanos. Con estas dos revoluciones, por muy distinta que fuera su intención, empezó la Edad Contemporánea de la política; en ellas nada miraba hacia el pasado, nada quedaba de la Edad Moderna. Impusieron nuevas varas de medir con las que todo se verificaba. Solo desde las dos revoluciones de la Ilustración, los defensores de lo existente cargaron con la etiqueta de superados, contrarrevolucionarios o reaccionarios, o tuvieron que reinventar su actitud como la de un «conservadurismo» deliberado.

Las revoluciones —la francesa más que la estrategia— se polarizaron a lo largo de nuevas líneas de división: ya no entre bandos de la élite o grupos religiosos, sino entre concepciones del mundo. Al mismo tiempo —y creando una contradicción que no se resolvió nunca— reivindicaron la reconciliación humana. Según ha escrito Hannah Arendt, «nada caracteriza tanto la modernidad de la revolución, probablemente, como el hecho de exigir desde dentro la defensa de la causa de la humanidad». y la pretensión de representar más que los intereses egoístas de quienes protestan. Desde esta perspectiva, una revolución es un acontecimiento local que pretende un efecto universal. Y todas las revoluciones posteriores han sido, en cierto sentido, imitativas, porque se alimentan del potencial de las ideas que se originaron en las revoluciones de 1776 y 1789.

Este concepto filosófico de «revolución» es ciertamente muy limitado, y lo será aún más cuando se exija que las revoluciones deben ampararse siempre en la bandera de la «libertad» y defender el «progreso». Además generaliza una pretensión de universalidad que fue un invento de Occidente, sin paralelos en otras culturas. Se hallan muchos más casos, con una difusión más amplia, cuando no se pregunta por los objetivos y su base filosófica, ni por el papel especial de las grandes revoluciones en la filosofía de la historia, sino por los acontecimientos observables y sus consecuencias estructurales.

Aquí no se dice nada sobre un momento de la filosofía de la historia y el pathos de la modernidad se desvanece. En este sentido, ha podido haber revoluciones en casi todas partes y en todas las épocas. En el conjunto de la historia documentada, desde luego, los cortes radicales han sido muchos; incluidos hitos en los que mucha gente ha creído que todo lo conocido se estaba poniendo patas arriba o incluso destruyendo. Si hubiera una estadística sobre tales cambios radicales, probablemente mostraría que los cortes más profundos suelen deberse más a menudo a las conquistas militares que a las revoluciones. Los conquistadores no solo derrotan a un ejército; ocupan el país sometido, aniquilan o desposeen a por lo menos una parte de la élite que gobernaba y se sitúan en su lugar, introducen leyes extranjeras, a veces también una religión. Así ocurría aún en todo el mundo durante el siglo XIX . La conquista colonial, por lo tanto, a tenor de sus consecuencias, tendió a ser «revolucionaria» en un sentido específico, nada exagerado. Para que los conquistados no la percibieran como una irrupción traumática tuvo que proceder con sumo cuidado y lentitud. Incluso allí donde las viejas élites pervivieron, quedaron degradadas al hallarse bajo una nueva casta dominante. Así pues, la llegada al poder de nuevos señores coloniales extranjeros, de resultas de una invasión militar (más raramente, de negociaciones) tuvo en muchos casos carácter de revolución para los africanos, asiáticos o isleños del Pacífico sur. La idea todavía se puede ampliar un paso más: a más largo plazo, el colonialismo fue revolucionario sobre todo porque tras la conquista creó un margen de acción para el ascenso de nuevos grupos en la sociedad autóctona, lo que sentó las bases de una segunda oleada de revoluciones. En muchos países, la auténtica revolución social y política solo se produjo durante la descolonización o después de ella. Hay una discontinuidad revolucionaria tanto al principio como al final de los tiempos coloniales.

Que la conquista bélica también pueda provocar una «revolución» era una idea que los europeos de los siglos XVIII y XIX tenían más presente que nosotros. La toma de China por los manchúes, que se inició con la caída de la dinastía Ming en 1644 y duró varios decenios, fue descrita y calificada por numerosos periódicos europeos, hasta los primeros años del siglo XIX , como un caso especialmente radical de «revolución». En el antiguo lenguaje político de Europa, el concepto de revolución estaba estrechamente ligado al ascenso y la caída de los imperios. En ello intervenían varios factores, que Edward Gibbon resumió magníficamente entre 1776 y 1788 (¡precisamente cuando se iniciaba la «era de las revoluciones») en su estudio sobre el ascenso y la caída del imperio romano, al volver la mirada a la antigüedad tardía en el Mediterráneo y la Edad Media euroasiática. Son factores como la agitación interior y cambios de las élites, amenazas militares exteriores, secesiones en la periferia del imperio, difusión de ideas y valores subversivos. No fueron otros los ingredientes de la política revolucionaria durante la «época de collado». La vieja concepción política europea comprendía una idea compleja de las macrotransformaciones radicales que llevó a una interpretación de los acontecimientos novedosos del último tercio del siglo XVIII . Sería simplificar en exceso oponer aquí una nueva interpretación «lineal» de la historia frente a una antigua idea cíclica: ¿qué fue la batalla de Waterloo, en 1815, sino la conclusión de un

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