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Winston Churchill - La crisis mundial 1911-1918

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Winston Churchill La crisis mundial 1911-1918
  • Libro:
    La crisis mundial 1911-1918
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1931
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La crisis mundial 1911-1918: resumen, descripción y anotación

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I

Las redomas del furor

1870-1904

En los tiempos de la reina Victoria era costumbre de los estadistas confiar en las glorias del Imperio británico y congratularse de la providencia protectora, que había salvaguardado a los ingleses a través de tantos peligros y los había llevado, finalmente, a una época segura y próspera. No sabían que aún tenían que ser afrontados los mayores peligros y ser ganadas las más grandes victorias.

Se enseñó a los niños que la guerra contra Napoleón había sido un esfuerzo culminante en la historia del pueblo británico, y los hechos de Waterloo y de Trafalgar fueron considerados como las acciones más brillantes de las armas británicas en mar y en tierra. Al eclipsar a todas las precedentes, estas victorias prodigiosas parecían ser la meta y el predestinado fin del largo drama del decurso de la vida de nuestra raza, que había avanzado, a través de un milenio, desde pequeños y débiles orígenes hasta una posición de preponderancia en el mundo. En tres ocasiones distintas, en tres siglos diferentes, el pueblo británico ha rescatado a Europa de la dominación militar. Tres veces han sido asaltados los Países Bajos: por España, por la Monarquía francesa y por el Imperio francés. Tres veces la política y la guerra mantenidas por Inglaterra en el más completo aislamiento vencieron al agresor. Y, siempre, al principio del conflicto, la fuerza del enemigo parecía avasalladora, siempre se prolongó la lucha durante muchos años, y, siempre, a través de azares pavorosos, ha sido conquistada, al fin, la victoria. La última de estas victorias fue la mayor de todas, ganada después de una lucha exterminadora y sobre el más poderoso enemigo.

Este era, ciertamente, el final del relato, así como, frecuentemente, el del libro. La historia mostraba el auge, la culminación, el esplendor, la transición y la decadencia de imperios y estados. Parecía inconcebible que la misma serie de acontecimientos, que desde los tiempos de la reina Victoria recorrimos triunfalmente tres veces, se repitiera una cuarta vez y en una escala inconmensurablemente mayor. Y, sin embargo, esto es lo que ha sucedido y lo que hemos vivido.

La Gran Guerra se diferencia de todas las anteriores en la inmensa potencia de los contendientes y de los medios de destrucción empleados, y de las guerras modernas, en la extrema crueldad con que se combatió. Entraron en acción todos los horrores de todas las épocas, y no solo los ejércitos, sino también la población en masa, fueron arrojados a ellos. Los estados más civilizados implicados en la contienda creyeron, con razón, que su misma existencia estaba en peligro. Alemania, que había desencadenado este infierno, mantenía el régimen de terror; pero era seguida, paso a paso, por las desesperadas y castigadas naciones que había sojuzgado. Todo ultraje contra la humanidad y las leyes internacionales fue cobrado en represalias, muchas veces a gran escala y duraderas. Ni treguas ni negociaciones mitigaron el uso de las armas. Los heridos morían entre las líneas de fuego; abandonados, se convertían en polvo. Los barcos mercantes neutrales y los barcos hospital eran atacados y echados al fondo del mar, y los que iban a bordo, abandonados a su suerte, o se los mataba cuando intentaban salvarse. Se hizo toda clase de esfuerzos para someter por hambre a las naciones, sin consideración alguna al sexo y a la edad de sus habitantes. Las ciudades y los monumentos eran arrasados por la artillería, las bombas se lanzaban desde el aire indiscriminadamente, los gases asfixiantes ahogaron o marchitaron a los soldados en la flor de su juventud y se proyectaba fuego líquido sobre sus cuerpos, los hombres caían en llamas desde los aires o eran ahogados, muchas veces lentamente, en los lugares más apartados. La fuerza combativa de los ejércitos únicamente estaba limitada por el valiente tesón de sus países. Europa y gran parte de África se convirtieron en grandes campos de batalla en los que, después de años de lucha, se derrumbaron y desaparecieron, no tan solo los ejércitos, sino también las naciones. Cuando todo terminó, la tortura y el canibalismo fueron los dos únicos recursos a los que los estados civilizados, científicos y cristianos no recurrieron, tal vez, por ser de dudosa utilidad.

Pero nada arredró al valiente corazón del hombre; hijo de la Edad de Piedra, capaz de vencer a la naturaleza con todas sus desgracias y monstruosidades, arrostró la pavorosa y asimismo impuesta agonía con nuevas reservas de energía; con la mente libre de temores medievales, marchó hacia la muerte con dignidad consciente. En el siglo XX, su sistema nervioso fue capaz de soportar tensiones físicas y morales ante las cuales se hubieran derrumbado las simples naturalezas humanas de los tiempos primitivos. Luchó una y otra vez bajo los espantosos bombardeos, una y otra vez del hospital al frente, una y otra vez frente a los terribles submarinos; siempre, inflexible. Y con todo ello, individualmente, siempre conservó, aun a través de tanto tormento, las glorias de una mentalidad razonable y compasiva.

Al principio del presente siglo, los hombres no se daban cuenta de que el mundo seguía avanzando a un alto precio. Era necesaria la convulsión de la guerra para despertar a las naciones al conocimiento de su propia fuerza. Un año después de la guerra, apenas se había empezado a dar cuenta alguien de cuánto había de terrorífico y de casi inagotable en los recursos en acción, potencia, esencia y virtud, detrás de cada uno de los combatientes. Las redomas del rencor estaban llenas: tales eran las reservas de potencial. Desde el final de las guerras napoleónicas y, más aun, después de 1870, la acumulación de riqueza y bienestar en toda comunidad civilizada había ido en progresión continua, incluso cuando, aquí o allá, ocurriera un esporádico episodio de retroceso; las olas retroceden después de su avance, pero las mareas siguen su curso. Y cuando fue hecha la señal terrible del Armageddon, se mostró que la humanidad era mucho más fuerte en valor, tenacidad, cerebro, ciencia, maquinismo y organización, no solo de todo lo conocido hasta entonces, sino de cuanto hubiera podido imaginar el más audaz optimista.

La época victoriana fue la época de acumulación, no únicamente de opulencia material, sino también de aumento y acopio, en todos los países, de todos aquellos elementos que constituían el poder del Estado. La cultura se extendía entre los millones de seres de la Tierra. La ciencia había abierto la casa de los tesoros sin límites de la naturaleza, en la que se abría una puerta tras otra; fueron iluminados sucesivamente todos sus pasillos oscuros, se los exploró y quedaron accesibles; cada uno daba entrada, por lo menos, a otros dos más. Todas las mañanas, cuando el mundo despertaba, una nueva máquina había sido puesta en marcha, y al atardecer funcionaba aún y seguía su movimiento mientras el mundo dormía.

Y el avance de las ideas en el pensamiento general del hombre siguió un curso semejante. Disraeli dijo en los primeros años del siglo pasado: «En aquellos días, Inglaterra era para pocos… y para muy pocos». Cada día del reinado de la reina Victoria vio rotos y soprepasados aquellos límites. Cada año, nuevos millares de hombres llegaban a la condición privada de espíritu que los hacía pensar en su país, en su historia, en sus deberes respecto a los otros países, al mundo y al futuro, y comprendían la grandeza de la responsabilidad de la que eran herederos. Cada año se conseguía una mayor holgura entre las altas categorías del trabajo y se hicieron progresos substanciales para mitigar la dureza de vida de las masas. Se aumentó su estado general de salud, se amplió el tiempo de sus existencias y las de sus hijos, fue mayor su desarrollo físico y se multiplicaron las medidas de seguridad contra algunos de sus más graves infortunios.

Y por eso, cuando sonaron las trompetas, cada clase y categoría de individuo tenía algo que dar para las necesidades del Estado. Algunos daban su saber, otros sus riquezas, otros su iniciativa y energía en los negocios, algunos sus maravillosas proezas personales y otros su fuerza perseverante o su debilidad resignada. Pero nadie dio más, o lo dio más efectivamente, que el hombre y la mujer del pueblo, que solo tenían su precario salario como puente entre ellos y la miseria, y que poseían poco más que el pequeño ajuar de sus moradas humildes y los vestidos que llevaban puestos. Su amor y orgullo patrios, su lealtad a los símbolos que les eran familiares, su agudo sentido, según su punto de vista, de lo justo y de lo injusto, los llevaba a afrontar y soportar los peligros y demás pruebas, cuyo parangón no había sido conocido hasta entonces.

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